La escena ocurre en la zona de frutas y verduras de un supermercado. Ocurre en un distrito del sur de Madrid, muy atrás el río y la M-30. Algunos mapas proponen un océano para contar la renta media de sus habitantes: el mar inmenso en rojo, por las zonas en las que cuesta superar los 20.000 euros anuales por hogar, y algunas islas prósperas, azules, por los barrios dentro del barrio, lejos de la estadística económica. La escena ocurre a finales de marzo, quizá 10 o 12 días tras la declaración del estado de alarma, en medio de ese océano: en un supermercado en el que compran los trabajadores esenciales, y por el barrio en el que ocurre me refiero más a quien limpia o quien transporta que a quien sana, o quienes no pueden permitirse faltar a su puesto, porque el jefe no se lo permite o porque necesitan el sueldo para pagar esa compra del supermercado.
Distrito de Carabanchel, zona básica de salud de Puerta Bonita; lo aprenderemos algún tiempo después, cuando restrinjan nuestra movilidad desde un despacho en la Gran Vía. Pero entonces: sin mascarilla —se habían agotado en las farmacias; faltarían meses para que pudiese comprarse en la sección de perfumería y cosmética, entre las colonias y las cremas hidratantes—, con unos guantes de látex desechables que me permitían fingir seguridad, luchaba con las bolsas de plástico para guardar unos calabacines. Otra mujer se había tapado la boca con un chal; un hombre se concentraba en escoger manzanas y naranjas, lamentándose por haber tocado una pieza fea, más ciudadano que consumidor al quedársela tras el contacto. Nos movíamos muy rápido, para volver a casa cuanto antes, y nadie hablaba; unos gritos rompieron la monotonía del hilo musical. Una clienta exigía a un reponedor que no se le acercase. Él avanzaba por el pasillo empujando un carro cargado de paquetes, hacia el lado contrario de la tienda, y ella —una bolsita con pimientos en una mano, un paquete de arroz en la otra— había decidido no echarse a un lado, sino quedarse quieta y esperar a que fuese él quien variase el rumbo. Como le costaba maniobrar, él mantuvo su camino; ella le gritó porque la rozó apenas con el carro. El reponedor aguantó en silencio. El hombre de las manzanas y las naranjas se acercó a reprender a la mujer, e intentó explicarle que estábamos en un momento difícil —así: “Un momento difícil”— y que nos tocaba arrimar el hombro. La mujer le insultó y se dio la vuelta, buscando unos tomates.
El arroz que almorzó la mujer del supermercado no se sirve en el plato porque se trate de una excelente cocinera o porque hubiese buscado una receta en internet para entretenerse, sino porque alguien ha trabajado para hacerlo posible. Mientras aplaudíamos a las ocho de la tarde, alguien —tienen nombre y apellidos, una historia como las nuestras, aspiraciones y necesidades— transportaba en su camión el paquete de arroz del que esta mujer escogió unos puñaditos para echar a la cazuela; y ese arroz se había sembrado y cosechado, secado y molido, empaquetado y distribuido por unas muchas manos que no se detuvieron. El paquete de arroz lo seleccionaron en un almacén para mandarlo a ese supermercado del distrito del sur de Madrid, y formó parte de una cadena de envíos y recepciones, quizá casi culminada por el reponedor que lo colocó en la estantería, puede que el mismo al que la mujer había abroncado. Alguien le cobró el paquete de arroz, los pimientos y el tomate, el ajo y la cebolla, los muslitos de pollo; alguien limpió y desinfectó los pasillos por los que la mujer caminaba. Que parásemos —primera persona del plural, una desdibujada en colectivo— nos creó la sensación de que el país se paraba, pero no: los servicios esenciales nos sostuvieron. Servicio esencial significa también quien cultiva lo que comes, quien lo clasifica, quien lo apila en la estantería y quien te ayuda a embolsarlo en la caja, y quien para permitirlo se expuso al virus en las peores semanas —las de la falta de certezas y de medios— porque le tocaba trabajar, a saber en qué condiciones, a saber con qué sueldo.
Los anuncios navideños nos muestran a una chica joven y guapa que sube las bolsas de la compra a su vecina de arriba, una simpática abuelita — ¿conocían su nombre antes de esto?—, y a un ancianito cascarrabias pero con buen corazón que aprende a videollamar a sus nietos —ay, el encanto del choque generacional— mientras disfruta de un poco de embutido, en la cocina de azulejos primorosos en la que siempre —día tras día, incluso antes de esto— come en soledad. Este año hemos mostrado nuestra mejor cara; también la de quien durante la cuarentena sintió el deseo de cenar una pizza y llamó por teléfono, y provocó que un repartidor montase en su bicicleta y nos la entregase en menos de una hora, por una miseria y con el riesgo de que una mala calificación nuestra —he recibido la comida fría, llovía y se retrasó— le excluya del servicio; o la de quien necesitó leer un libro, un libro concreto, un libro sobre el que jamás supo durante toda su vida, y con un par de clics lo compró en una plataforma que lo declaró en un paraíso fiscal, y lo recibió en casa al día siguiente, entregado por alguien que con sus ganancias alquila una habitación en un piso compartido. El libro lo guardó en la estantería, y aún no lo ha leído.
Ver más¡Viva la resistencia!, en 'tintaLibre' enero
¿Qué lección debemos aprender de lo que hemos vivido? ¿Cómo referirnos en pasado —aunque el pretérito perfecto compuesto subraye su tiempo reciente— a algo que sucede todavía? ¿En serio todo lo que nos ocurre conlleva una lección, una utilidad? ¿En serio una desgracia debe medirse en términos de productividad, aunque se trate de un rendimiento inmaterial? ¿No basta con haberlo vivido y con superarlo como resulte posible? En una pandemia con decenas de miles de muertos, con casi dos millones de contagiados, con efectos desconocidos en la salud de quienes la superaron, y en una crisis económica salvaje que se forja cuando todavía arrastramos la anterior, yo reivindico el derecho a no aprender nada. El derecho a la rabia porque un familiar haya tenido una muerte indigna y no hayas podido despedirle como hubiera querido; el derecho al enfado porque has perdido tu trabajo y los años próximos no garantizan que lo recuperes. Reivindico también el derecho no a aprender —alguien nos dice algo, nosotros tomamos nota— sino a reflexionar, a pensar sobre qué hacemos —primera persona, sobre todo primera persona, del plural—, y aquí reivindico el pensamiento político: no el de un partido y un estrado, sino el de quien interviene con su acción en la sociedad. Con la pandemia ha emergido aquello que ocultábamos, porque nos incomodaba: el deterioro de lo público —la educación, la sanidad— y la deshumanización de esos empleos que se definen como trabajos no cualificados; qué perverso sesgo ideológico. La falta de empatía: mientras yo esté bien, horneando pan en casa, qué importa el resto. Pero tú, eh: sonríe aunque el mundo se derrumbe. Pues no.
*Elena Medel (Córdoba, 1985) es poeta, editora y novelista. Su último libro, ‘Las maravillas’, ha sido editado por Anagrama.
*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista hacienco clic aquí.aquí
La escena ocurre en la zona de frutas y verduras de un supermercado. Ocurre en un distrito del sur de Madrid, muy atrás el río y la M-30. Algunos mapas proponen un océano para contar la renta media de sus habitantes: el mar inmenso en rojo, por las zonas en las que cuesta superar los 20.000 euros anuales por hogar, y algunas islas prósperas, azules, por los barrios dentro del barrio, lejos de la estadística económica. La escena ocurre a finales de marzo, quizá 10 o 12 días tras la declaración del estado de alarma, en medio de ese océano: en un supermercado en el que compran los trabajadores esenciales, y por el barrio en el que ocurre me refiero más a quien limpia o quien transporta que a quien sana, o quienes no pueden permitirse faltar a su puesto, porque el jefe no se lo permite o porque necesitan el sueldo para pagar esa compra del supermercado.