Almudena Grandes, a sus veintinueve años, tuvo un éxito internacional con Las edades de Lulú, su primera novela, que es algo que, paradójicamente, o tal vez no tan paradójicamente, puede arruinarle la vida a cualquier escritor joven si no comprende que el éxito es un mero accidente afortunado, no el fundamento ni el anhelo de una vocación literaria. Ella lo comprendió enseguida y decidió que su meta no era la de seguir siendo una escritora de éxito, sino una escritora, con éxito o sin él. En consecuencia, optando por la vía de la disciplina más exigente y de la dedicación más apasionada, apostando por sus convicciones literarias y no por las leyes de encantamiento del mercado, acabó siendo la escritora neta que quiso ser, con la peculiaridad de que el éxito, por lo general tan esquivo, decidió acompañarla durante toda su carrera, lo que no deja de resultar raro en una profesión en la que predominan esas maldiciones que animan sombríamente los cuentos góticos: por cada caso venturoso hay miles y miles de destinos contrariados, así sea en su variante comercial… aunque cabe la posibilidad de una broma pesada: la gloria póstuma, que es algo cuyo impacto psicológico podríamos consultar, mediante la güija, con autores como Cervantes o Kafka.
La dimensión de su éxito la conoció Almudena en vida, pues sus libros fueron acogidos por una muchedumbre de lectores, pero su muerte evidenció otra dimensión de ese éxito: lo mucho que sus libros significaron no solo como ficciones novelescas, sino también como reparación y consuelo para las víctimas directas o colaterales de un tramo de la Historia de España. Porque Almudena, en el ciclo de inspiración galdosiana de sus Episodios, contó la Historia desde el ángulo de sombra de los silenciados, de los difamados, de los inculpados. De los perdedores, en suma. Y acertó a componer un mural que ayuda no solo a entender nuestro pasado reciente, sino a entender, sobre todo, la condición humana, que es algo que a menudo tanto cuesta entender.
En un tiempo en que los rituales mortuorios de un escritor de alcance popular no son ni de lejos lo que fueron (recordemos, no sé, el caso de Zorrilla o de Pérez Galdós), el entierro de Almudena –qué difícil se me hace unir ese sustantivo a su nombre– no solo tuvo una repercusión desacostumbrada en los medios de comunicación, sino que también congregó en el cementerio civil madrileño a una multitud espontánea que, con un libro de ella en la mano, expresó de ese modo su orfandad, la pérdida de una escritora que para ellos fue algo más que una escritora. Hay gente que se identifica emocionalmente con los personajes de las novelas, pero en este caso daba la impresión de que aquello era muestra más bien de una identificación emocional con la autora misma.
La escritora que madrugaba
Me he referido antes a su disciplina de trabajo… Bien. En muchas ocasiones, ella y Luis me hospedaron en su casa madrileña, en la que, cuando había visita, lo normal era que la sobremesa de la cena se prolongase, pero ella, a primera hora de la mañana, ya estaba ante el ordenador o ante su cuaderno de notas, respetando así, como si se tratase de un deber sagrado, el plan de trabajo que se había fijado minuciosamente y que afectaba a todos los detalles del proyecto que le ocupaba: el arranque, el correlato histórico, el número de capítulos, el número de páginas, el desarrollo, la configuración de los personajes, el núcleo de la historia, la documentación primaria y secundaria, el desenlace e incluso la fecha de terminación. Confieso que no he conocido a nadie que se haya planteado la escritura de una novela con ese rigor ni con ese afán de exactitud en el cálculo. Parecía tener muy claro que las ocurrencias espontáneas y providenciales están muy bien, pero que está aún mejor el disponer de un método.
La misma diligencia que demostró para afrontar proyectos novelísticos de dimensiones titánicas la aplicó a su vida hogareña, conforme a ese papel de matriarca que se vio obligada a asumir como consecuencia de la muerte temprana de su madre. Igual que en una mañana podía escribir, qué sé yo, quince páginas, en un rato podía montar una comida para quince personas, y le alegraba tanto que le elogiasen sus libros como que le alabaran sus croquetas o sus sanjacobos. “¿Cuántos vienen?”, le preguntaba a Luis. “Unos quince”. Y ella, con el delantal, con la espumadera, con el cucharón, bate que bate, fríe que fríe, aliña que aliña. “¿Te puedo ayudar en algo?”, le preguntaban quienes no estaban en el secreto, que para los íntimos era un secreto a voces: Almudena, en su cocina, sabía manejarse como si tuviera cuatro brazos, igual que Vishnu. Aquel era su templo exclusivo, y te fulminaba con el rabillo del ojo si te atrevías a profanarlo con solo ofrecerte a picar una cebolla o a enharinar los boquerones, como diciéndote: “¿Y para qué estoy yo aquí entonces?”.
Reaparecía Luis, que siempre ha sido partidario de convertir una comida entre amigos en una especie de boda calé multitudinaria, y susurraba con tono de culpabilidad: “Oye, mira, que también vienen…”. Diecisiete. Un arroz, los fiambres, una ensalada, una ensaladilla rusa y una tortilla española... Volvía Luis: “Acaba de llamarme…”. Diecinueve. Más croquetas. Las gambas que había comprado por la mañana en la cooperativa de pescadores. Los tomates que recolectaba con orgullo en su huerto de la casa de Rota. Más patatas. Más bechamel. De nuevo Luis: “Oye, Almu, se nos ha olvidado avisar a…”. Veintiuno. Al final, veintiuno. Más los posibles espontáneos, por esa afición que ya he dicho de Luis a sumar comensales, tal vez para que pase desapercibido el hecho de que él no come apenas nada, y menos aún a la hora de la comida, con la esperanza de que sus pasos errabundos lo conduzcan a deshora a una pastelería, que es donde encuentra los productos que él considera la base de una alimentación equilibrada y saludable. “¿Veintiuno?”, preguntaba Almudena, y asentía. Más sanjacobos. Más croquetas. La cocina parecía el sancta sanctorum de una maga, envuelta en vapores. Sólo faltaba allí, como complemento escenográfico, una fumarola púrpura. Y un grimorio en un atril.
Veintiuna personas, más los anfitriones, en torno a la mesa, en definitiva, y allí no faltaba ni una aceituna, y sobraba de todo. Luego empezaba el jaleo de las copas, con toda su gama de caprichos particulares: desde el vodka con naranja de Benjamín Prado al tequila de Joaquín Sabina, pasando por el gin-tonic de Almudena y de Chus Visor y el whisky de Luis. Y luego la conversación caótica hasta la madrugada, entre tintineos de cubitos de hielo, y los cantes regionales incluso, de los que solía encargarse Ángel González –el único devoto conocido del tonadillero asturiano Juanín de Mieres– si andaba por allí, o las coplas carnavalescas que tanto le gustaba a Almudena que le cantase Javier Ruibal, como anticipo del disfrute invernal del llamado carnaval chiquito o carnaval de los jartibles, del que se hizo devota, y la recuerdo recorriendo sonriente los callejones laberínticos del Cádiz viejo con el paso firme de quien va en busca de la alegría, con la certeza de encontrarla en cualquier esquina en la que se hubiera asentado una chirigota para ofrecer una versión cómica y rimada de las realidades más solemnes y prosaicas.
Pero insisto en eso: a la mañana siguiente, más o menos a esa hora en que los convidados de la noche anterior abrían un ojo con miedo, arrepentidos de todo corazón de la última copa, y volvían a cerrarlo para esquivar –en vano– la factura de las irresponsabilidades, ya estaba Almudena delante de su ordenador o de su cuaderno, en su laboratorio de fabuladora, donde las humaredas de hechicería iban por dentro: “Antes que la nieve, y a traición, llegaba el hielo. Cuando los días todavía eran largos, cuando el sol del mediodía aún calentaba y bajábamos al río a jugar por las tardes, el aire se afilaba de pronto y se volvía más limpio…”. Como si tal cosa.
Y a la hora del almuerzo podían venir otros veintiuno, que ella no se achicaba por menudencias: si era capaz de poner en movimiento a centenares de personajes, ¿qué problema había en dar de comer a una veintena de personas? Ninguno.
La amiga discreta
Ver másVerano y humo
Almudena estaba muy pendiente de la vida de sus más íntimos, regalando consejos y cuidados si las cosas se ponían problemáticas, y lo hacía con la delicadeza de quien sabe que la vida de todo el mundo es irremediablemente difícil, como los aires gaditanos a los que hizo protagonistas simbólicos de una de sus novelas, pero no un problema irresoluble.
De todos los amigos escritores, ella era, con muchísima diferencia, la de mayor renombre, la que más lectores tenía, la traducida a los idiomas más impensables, la autora de novelas adaptadas al cine, pero jamás –y digo jamás– se jactó de nada, alardeó de nada, presumió de nada, sospecho que en parte por lo que dije al principio: su meta —y luego su orgullo— fue ser escritora, y todo lo demás –el éxito, la fama– era accesorio, como el perejil que adorna los platos. No pretendo sugerir que desdeñase el reconocimiento, porque eso no lo desdeña casi nadie, pero estoy seguro de que Almudena se hubiese pasado la vida escribiendo aun en el caso de que solo la leyesen cuatro gatos, pues disfrutaba del embrujamiento de la necesidad de contar, de ejercer esa ordenación de realidades desordenadas que viene a ser la escritura literaria.
Su muerte ha revelado la trascendencia de su labor, que va más allá de su trascendencia puramente literaria: Almudena, que se levantaba muy temprano todos los días para ponerse a trabajar, acertó a descubrir a muchos la cara oculta de parte de nuestra Historia, el pálpito humano que no cuentan los libros de Historia. Esa fue –entre otras- su grandeza.
Almudena Grandes, a sus veintinueve años, tuvo un éxito internacional con Las edades de Lulú, su primera novela, que es algo que, paradójicamente, o tal vez no tan paradójicamente, puede arruinarle la vida a cualquier escritor joven si no comprende que el éxito es un mero accidente afortunado, no el fundamento ni el anhelo de una vocación literaria. Ella lo comprendió enseguida y decidió que su meta no era la de seguir siendo una escritora de éxito, sino una escritora, con éxito o sin él. En consecuencia, optando por la vía de la disciplina más exigente y de la dedicación más apasionada, apostando por sus convicciones literarias y no por las leyes de encantamiento del mercado, acabó siendo la escritora neta que quiso ser, con la peculiaridad de que el éxito, por lo general tan esquivo, decidió acompañarla durante toda su carrera, lo que no deja de resultar raro en una profesión en la que predominan esas maldiciones que animan sombríamente los cuentos góticos: por cada caso venturoso hay miles y miles de destinos contrariados, así sea en su variante comercial… aunque cabe la posibilidad de una broma pesada: la gloria póstuma, que es algo cuyo impacto psicológico podríamos consultar, mediante la güija, con autores como Cervantes o Kafka.