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Verano y humo

Almudena Grandes junto a Eduardo Mendicutti.

Reía como nadie más reía. Escribía para todos. Cocinaba para todos. Celebraba con todos los éxitos suyos y de todos. El mundo de la autora era un lugar para la alegría.

El verano, ese año, fue miserable. Precedido por la ortopedia asfixiante del confinamiento –calles desiertas a todas horas, días embalsamados e inhóspitos, noches petrificadas, y la ausencia inamovible de Almudena–, ni siquiera el aire incorrupto de la primavera permitía barruntar que algo, en algún momento, tendría que cambiar. Parecía casi sacrílego albergar esa esperanza. Y, sin embargo, había noches indómitas en las que ella hizo lo que solía hacer.

Eso hacía. Escribir sin parar, como a causa de un compromiso sagrado, y creo que, por el mismo tipo de compromiso, convocarnos a todos. Recibirnos a todos. Cocinar para todos. Celebrar sus éxitos y los de todo el mundo con todos. Y reír como nadie más sabía reír. Aquellas carcajadas tan suyas –rotundas, entusiastas, contagiosas, que eran capaces de transmitir inteligencia, desvelar veniales o no tan veniales hipocresías con salero, e incluso ennoblecer sarcasmos– parecían dotadas para desvelar y espabilar en plena madrugada todo el campo, toda la mar, la ciudad entera. Las escuchabas de pronto, en medio del humo repentino e insomne de la duermevela, y comprendías de repente que el mundo volvería a ser feliz. Porque oír reír a Almudena, aunque fuera en la memoria, era saber que en el mundo, a pesar de todo, seguiría habiendo lugar para la alegría. Pero los veranos se suceden con la inclemente regularidad del calendario y el humo, hasta el más lacerante, acaba por ablandarse y disolverse. Es también, claro, una sensación física. Los ojos dejaban poco a poco de escocer, la respiración se iba despejando y el ritmo del corazón iba regulándose, y todo eso, que no fue más que un atajo compasivo para la supervivencia, llegamos a tomarlo al principio como una traición. Había que encontrar algún modo de reavivar la pena, con toda su crudeza, y recuperar intacto el ímpetu admirable de su talento y su generosidad. Había que releer a Almudena.

Había que ser joven y vitalmente voraz con Lulú. Supimos que, en algún momento decisivo de nuestra vida alguien debería llamarnos Viernes, alguien, encendido por el privilegio de amarnos nos llamará Viernes, y que el dolor y la fortuna de la redención merecerán la cadencia salvadora de un tango, y que aprenderemos a conservar la alegría a pesar del desaliento momentáneo y el exilio pertinaz pero finalmente piadoso.

Reía como nadie más reía. Escribía para todos. Cocinaba para todos. Celebraba con todos los éxitos suyos y de todos. El mundo de la autora era un lugar para la alegría.

Un brindis por Almudena

Los movimientos del aire serán en ocasiones sofocantes y, otras, nos reconfortarán, mientras nuestra historia personal se entrelazará con las de tantos hombres y mujeres de nombres cercanos y apodos certeros que aprendieron a resistir, a sobrevivir, y a planear, pese a todo, un porvenir digno y orgulloso. Todo eso está, hasta conmovernos, en las novelas de Almudena. Y se repetirá, como migas de pan esparcidas por los caminos y por la memoria para ayudarnos a no perdernos, en sus columnas, en sus relatos, en sus intervenciones en los medios y ante los espectadores convocados por su vozarrón y por su férrea credibilidad.

Confiar a ciegas en alguien como Almudena es compartir su gratitud y su fe con quienes nos enseñaron a ser peleones y a disfrutar las sorpresas de la vida, pese a todo. Un butanero búlgaro, una muchacha delicada y atenta, un médico aparentemente sobrio pero íntimamente apasionado, una mujer segura de los poderes de su cuerpo y un hombre ejemplar pero inseguro de su capacidad de seducción, una iluminada vigorosa que confiaba en un tiempo más justo y equilibrado. Un niño que intuía que dejarse deslumbrar por un perseguido que parecía eterno era asegurarse el cielo de la posteridad.

Hay que volver a leer a Almudena. Mejor si vuelve el verano, el calor es el tiempo propicio para mimar nuestras deudas y conciliarnos con nuestras cicatrices. Una cicatriz es siempre la huella de una batalla. Y en ocasiones nuestras derrotas permiten que nos sintamos vivos. Las pérdidas que nos afectan y nos hieren aunque pase el tiempo y se reproduzcan los incendios arduos y humeantes son la prueba que nos dice que ha habido algo que ha merecido la pena y merecerá siempre la pena recordar. Siempre. Porque nada merecerá nunca que se diluya el humo envolvente de su recuerdo.

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