Los ojos de Irán y sus hombres zombis

Una de las protagonistas de 'La semilla de la higuera sagrada' en una escena de la película.

Nuria Labari

Creo que necesitamos la información para conocer la realidad y la ficción para poder sentirla y tratar con ella. Necesitamos ficciones sobre lo real para poder conectar nuestras ideas con nuestros actos y ser capaces, llegado el caso, de hacer algo con lo que sabemos, empezando por comprender que la razón y el juicio son insuficientes, desligados del cuerpo y sus experiencias íntimas, para entender cualquier realidad política. Pero, ¿es posible tener una experiencia íntima de algo que pasa muy lejos de nosotros, sobre cuerpos que nunca llegaremos a acariciar? La semilla de la higuera sagrada, la última película de Mohammad Rasoulof, nos demuestra que sí. En mi caso, por ejemplo, no he recibido ninguna información que no conociera sobre Irán en esta cinta pero, al mismo tiempo, lo ha cambiado todo para mí. Por primera vez he sentido (y no me refiero a lamentar) lo que allí sucede. 

Antes de ver la película ya sabía que le había ido bien en Cannes (donde recibió el Premio Especial del Jurado, entre otros), había leído que Rasoulof la rodó casi en secreto y que tuvo que sacarla a escondidas de su país tras ser condenado a pena de cárcel y latigazos. También sabía que la peli va sobre el levantamiento nacional conocido como “Mujer Vida Libertad” que se desató en Irán en 2022, después de que la policía de la moral (gasht-e ershad) iraní matara a golpes a la joven Mahsa Amini, de 22 años, por no llevar el velo bien puesto. Antes de ver la película, ya había escuchado el discurso que los hijos de la premio Nobel Narges Mohammadi tuvieron que leer en 2023, cuando su madre presa no pudo asistir a la ceremonia por estar condenada a diez años de cárcel en Teherán por difundir propaganda contra el Estado. 

Sabía todo esto pero nunca había estado dentro de una casa en Teherán, nunca había sido invitada a comer con una familia iraní, no tengo amigas iraníes y cuando las imagino como posibilidad, no soy capaz de adivinar de qué color prefieren pintarse las uñas. No sabría tampoco decir qué clase de vídeos comparten en redes sociales las mujeres de mi edad, qué música escuchan, cómo imaginan el sexo las vírgenes iraníes o qué relación tienen las jóvenes con sus padres, esos hombres a los que tanto aman y que tan equivocados están sobre asuntos cruciales para sus vidas. En esto me siento más cerca de ellas que en el color de la laca de uñas. Pues bien, la película de Rasoulof es la invitación a entrar en la casa de tres mujeres iraníes. En todos sus rincones y con todas sus consecuencias. La posibilidad es tentadora, lo sé. Las consecuencias, se lo anticipo, son devastadoras. Aun así, creo que todo el mundo debería ver esta película. 

Va de un juez recién ascendido que se ve obligado a firmar sentencias de muerte que sospecha injustas mientras ha de pedir a su mujer y sus hijas un comportamiento intachable, dada su nueva situación social. Esta es la trama, más o menos, pero lo que nos cuenta la película a través de esta historia es cómo el Dios de la teocracia iraní es capaz de atravesar todas las esferas de la vida: lo político y lo público, por supuesto, pero también lo privado y lo íntimo. Igual que los pecados cristianos, que pueden serlo de palabra, obra y omisión (puedes pecar incluso aunque no hagas nada), sucede que la hipervigilancia teocrática se extiende a toda la sociedad y es una forma de control que va hacia dentro y hacia afuera. No es solo que las mujeres no puedan salir a la calle vestidas de una u otra manera, sino que, además de ser vigiladas en todos los espacios públicos, lo serán también en el seno de sus familias y se convertirán a su vez en espías de los y las suyas, como muestra la madre de esta historia. La violencia y el control son asfixiantes porque no dejan ni un solo resquicio de libertad.  

Es pues dentro de la casa de las protagonistas Sana (Setareh Maleki) y Rezvan (Mahsa Rostami), casi como si estuviéramos sentadas a su lado en las literas de su habitación, cuando las capas de la teocracia iraní van cayendo al suelo, como si fueran las vendas que en Occidente aún llevamos puestas sobre los ojos. Vemos a estas jóvenes hacerse un selfi en su habitación y enviarse mensajes por WhatsApp para hablar sin que les escuchen sus padres y, poco a poco, vamos entendiendo qué es lo que pasa en la vida cotidiana de un país donde los ciudadanos votan al presidente de la República, pero este debe servir a un líder supremo, que es como en Irán llaman a la máxima autoridad política y religiosa de la República. Y lo que pasa es que en Irán, como en la mayor parte del mundo musulmán, no se ha separado en ningún momento la vida política de la vida religiosa, que Dios está en todas partes, por así decir, y que su presencia supone el terror absoluto para todos. Y muy especialmente para las mujeres. 

Mientras tanto, a este lado del mundo, desde nuestro privilegiado palco de Occidente, donde vemos y comentamos la película, el asunto nos podría parecer una asignatura superada, pues la pelea por separar estas dos esferas ha sido larga y fructífera por estos lares. Sin embargo, a mí me ha recordado lo difícil que es expulsar a la religión de la vida íntima y de los discursos políticos, por supuesto allí pero todavía aquí, como bien nos demuestra el exitoso discurso de Donald Trump y su “eje del mal” o esos grupos que exigen en España que las familias sean de cierto tipo o que la identidad de género sea como Dios manda y no como a cada une le dé la gana, por poner solo tres ejemplos más o menos actuales. En este sentido, la película nos demuestra, sin necesidad de mencionarlo siquiera, que cuando la religión asoma la patita en cualquier discurso político es porque va a articular un aparato totalitario. Y que la frontera entre lo político y lo religioso puede cruzarse con relativa facilidad, especialmente cuando la familia y la tradición andan por el medio. 

La medicalización del malestar

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Con todo, ¿qué pasa con las mujeres en la teocracia iraní? ¿Cómo pueden ser tan valientes? ¿De dónde sacan el valor para quemar velos o rechazarlos cuando son ellas quienes padecen con más crudeza el terror de un régimen que las persigue? Cuando son ellas, digo, quienes siguen enfrentándose a juicios, cuando son las expulsadas de las escuelas o de la universidad, ellas quienes pierden el empleo o el coche cada vez que desafían una ley discriminatoria y arbitraria, como lo es la del uso del velo. Pues bien, las mujeres, y esto es para mí lo mejor de la película, son lo más sano de esta sociedad, su única esperanza. Porque si hay algo que sufra más que las mujeres en una teocracia son las propias ideas. Y en este sentido, los hombres, esos que manejan y tratan con las ideas del poder, se han convertido en seres acabados, irreales como el padre de esta película, zombis y extraños para sí mismos. Porque en un sistema así, se crea una ambigüedad tal para las acciones humanas (debida en gran parte a la presión exterior, pero también a la conciencia privada), que al final todo se vuelve irreal, la propia conciencia y la sociedad en la que habitan estos hombres deja de ser real. Y así, cada decisión está teñida de ambigüedad, de tal modo que al final nunca distingues el bien y el mal y necesitas que otros lo distingan por ti. Los hombres que actúan como brazo político de esta teocracia son seres que no son capaces de fiarse de su propia conciencia. Como el padre de las protagonistas, que no sabe si debe firmar las sentencias de muerte de hombres jóvenes que recibe o si, por el contrario, está mal hacerlo. 

En este sentido, la crítica al patriarcado iraní es realmente demoledora. Porque son padres de familia iraníes, como el afable protagonista en cuya casa entramos, quienes cada día toleran las torturas, las practican, firman las penas de muerte, las ejecutan, disparan con perdigones sobre los rostros tiernos de niñas y jóvenes. Son hombres quienes sostienen las teocracias musulmanas del mundo y no solo son sus cómplices, sino que también son sus zombies. Conocemos aquí un padre que no es exactamente autoritario, no es un hombre que quiera imponer sus ideas, sino un hombre que se ha vuelto incapaz de tratar con las ideas, que es otra cosa. Y como él hay muchos más, miles, millones. Hombres que no podrán ver el dolor de sus hijas ni aunque lo tengan delante, que han perdido el sentido de la realidad y su capacidad de pensamiento, hombres que han dejado serlo. Nada se puede esperar de ellos en sentido cívico o político, no les queda humanidad. Son las mujeres, las marginadas del régimen, las únicas que aún conservan intacta su capacidad de tratar con la realidad, son ellas quienes han resistido con la mente lúcida y el criterio suficiente para discernir lo que está bien de lo que está mal. Las mujeres, incluso cuando vigilan a sus hijas y son cómplices del régimen (como la madre de esta película) no dejan de saber, en ningún momento, lo que están viendo. En cambio, los ojos de los hombres están ciegos. No hay esperanza para ellos. El futuro de Irán está en los ojos de las mujeres. Solo ellas pueden verlo, por eso sabemos, incluso desde la crudeza de los hechos, que un día será suyo. 

* Nuria Labari es escritora y periodista. Su último libro es ‘No se van a ordenar solas las cosas’ (Páginas de Espuma, 2024).

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