¡Esto era una república!

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Xosé M. Núñez Seixas

El 11 de febrero de 1873, España se constituía en república, tras haberse consumado el fin de la dinastía borbónica tres años y medio antes, y haberse instituido una monarquía democrática, regida por la Constitución de 1869. La abdicación del rey Amadeo I de Saboya, falto de apoyos políticos, carente de simpatías populares y superado por los problemas internos de su reinado, no había dejado otra alternativa. La Primera República, que adoptó el pabellón rojigualda —todavía era joven y muy poco extendida la enseña tricolor— y un escudo con corona mural, surgía aclamada en las calles madrileñas y otras ciudades por los variopintos grupos republicanos. Pero navegaría en un mar de incertidumbres y amenazas, que venían de atrás. Entre ellas, una nueva sublevación carlista, cuyos focos principales eran el País Vasco, Navarra y el Pirineo catalán, además del Maestrazgo; la primera guerra de independencia cubana o guerra de los Diez Años (1868-78); y las divisiones dentro del propio republicanismo. Todo ello preludiaba una vida inestable al nuevo régimen, asediado además por una galopante deuda pública y una situación económica poco favorable.

La República, según su cuarto presidente, Emilio Castelar, había surgido casi como un proceso natural, del agotamiento de la monarquía en sus diversas versiones (tradicional, parlamentaria y democrática): era producto de una “conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia”, un “sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra Patria”, acorde con los tiempos. Pero en aquel momento sólo había otra República en Europa, Francia, que acababa de reprimir a sangre y fuego una revolución social, la Comuna de París, y varias repúblicas en el continente americano, varias de ellas en la práctica regímenes caudillistas. El sol republicano que brillaba en España estaba bastante solo en el mundo.

Muchas expectativas, y muy distintas, se identificaban con la República desde diversos campos. Para muchos jornaleros y arrendatarios, el reparto de tierras y el fin de los latifundios. Para los partidarios de una España federal, la reordenación territorial del Estado y la constitución de una España más auténtica y democrática a partir de sus municipios y antiguos reinos y provincias, las nacionalidades de Pi i Margall. Para los partidarios de la separación definitiva de la Iglesia y del Estado, el alborear de una nueva era marcada por el laicismo, las nuevas corrientes educativas y la forja de una ciudadanía ilustrada. A eso se unían la abolición de la esclavitud en las colonias, la mejora de las condiciones de vida de la creciente clase obrera, y la edificación de una sociedad más justa.... Y para otros, en fin, la república sería el régimen que colocaría a España de nuevo en la vanguardia de las naciones más avanzadas, modernas y poderosas de Europa, para lo que era necesario un poder central fuerte capaz de imponer las reformas precisas y de encarnar en el exterior el prestigio renacido de un león que, se afirmaba ahora, volvía a rugir tras décadas de letargo.

La inestabilidad política y la conflictividad social, la rebelión cubana, la persistencia del desafío carlista y los motines y sublevaciones, tanto de carácter social como territorial (cantonalistas), contribuyeron a crear una sensación de provisionalidad, que caracteró a la República en su escaso año de vida. Se sucedieron cuatro presidentes —Estanislao Figueras, Francisco Pi i Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar— y ninguna Constitución tuvo tiempo de ser promulgada. El golpe de Estado protagonizado por el general Manuel Pavía —al que el imaginario popular atribuiría una entrada a caballo en el edificio de las Cortes— en la madrugada del 3 de enero de 1874 le pondría fin, dando lugar a una dictadura bonapartista a la española, la del general Serrano, que fue finiquitada por la restauración de la dinastía borbónica, en la persona del rey Alfonso XII, el 29 de diciembre del mismo año.

El golpe de Estado protagonizado por el general Manuel Pavía en la madrugada del 3 de enero de 1874 le pondría fin, dando lugar a una dictadura bonapartista a la española, la del general Serrano

Cuatro presidentes, rebeliones, guerra civil en el norte y guerra colonial, cambios de bando por parte de élites políticas... Una historia asaz compleja. En el imaginario colectivo la idea de República quedó asociada a caos: algunos recordamos aún a la maestra entrando en una clase llena de chiquillos indisciplinados, con el grito “¿Esto qué es, la república?”. Doña Remedios no se refería a la Segunda República, la derrotada por las armas en 1936-39 que le había permitido estudiar Magisterio. Se retrotraía a lo que sus propios maestros le habían gritado cincuenta años atrás.

Una polisemia interminable

Fuera de ello, sin embargo, la Primera República quedaba y queda lejos. Casi nadie recuerda el aniversario del 11 de febrero; los nombres de Castelar, Pi i Margall o Figueras se asocian únicamente a nombres de calles. O se recuerdan, caso de Pi i Margall, como precursores de una suerte de federalismo plurinacional, pero no como presidentes del gobierno. Menos aún están presentes en el imaginario colectivo nombres como los de José Echegaray, Cristino Martos o José María Orense. En un olvido más profundo yace el hecho de que el 8 de junio de 1873 las Cortes proclamaron que “La forma de gobierno de la Nación española es la República democrática federal”. Que fue un régimen que debatió la abolición de la esclavitud, lesionando intereses de la llamada sacarocracia (grandes propietarios de ingenios azucareros cubanos), y las mejoras de las condiciones sociales, de la infancia y de la mujer. O que también se planteó responder a la necesidad de instaurar un servicio militar justo y no clasista y discriminatorio: abajo las quintas fue un lema coreado por muchos republicanos.

Sin duda, la primera experiencia republicana fue breve, inestable y plena de incertidumbres. Constituía también un anuncio de la polisemia que en el siglo y medio siguiente acompañaría al término república. Es tentador ver paralelismos entre los debates políticos actuales y las divisiones entre republicanos federales (moderados o intransigentes) y unitarios, entre dar prioridad a la reforma desde arriba y crear un poder ejecutivo fuerte, o dar paso a un proceso constituyente desde la base, desde los municipios y las regiones. Y se podrían contemplar los debates parlamentarios entre Pi i Margall, Castelar o Figueras y sus detractores a la luz de las divisiones actuales entre quienes propugnan distintos tipos de horizontes republicanos, incluido el autoritario-presidencialista (recordemos a Antonio García-Trevijano...).

Eran escenarios de ruptura, pero también de ilusión por construir un nuevo régimen político, al que se atribuía la capacidad de transformar la sociedad, de arriba abajo. Y eran igualmente momentos en los que las expectativas sociales y políticas desbordaban los cauces institucionales y aspiraban a imponer un cambio desde abajo. Mientras tanto, los intereses amenazados (Iglesia católica, grandes propietarios agrarios, banqueros e industriales, sectores del Ejército...) encontraron en los meses de inestabilidad republicana una munición propagandística impagable: sin rey o autoridad fuerte, el español medio pierde los estribos y confunde siempre libertad con libertinaje, esclavo de un atavismo carpetovetónico. Volvamos al orden, la monarquía y la fe católica como garante del orden social, de la paz y la unidad nacional.

Y recordemos, continuarían los antidemócratas (y no sólo los antirrepublicanos) que, en España, República es igual a anarquía. El espantajo funcionó largo tiempo, a pesar de que la Segunda República aprendió muchas lecciones. Pero también quienes se opusieron a la experiencia de 1931-39 vieron siempre sus problemas en el espejo de 1873. Una ruptura de reglas supuestamente naturales y consustanciales a España como nación, Estado y sociedad.

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Sin embargo, cabe también recordar que la Primera República fue un intento por parte de políticos ilustrados y racionales de dotar a la comunidad política española de un nuevo marco institucional, estable y moderno, basado en el lema de orden y progreso tan caro a las repúblicas decimonónicas, y que se suponía debía estar tan alejado de la caduca monarquía, vista como una forma de gobierno incompatible en esencia con la democracia, como de los experimentos revolucionarios. El proyecto de Constitución federal de 1873 debía mucho a los principios sancionados por la Constitución democrático-monárquica de 1869, pero también se inspiraba en parte en el sistema de elección a presidente de los Estados Unidos de América. Entre otras cosas, reforzaba la separación de poderes, un parlamento bicameral en el que el Senado tendría un carácter de representación territorial, instituía el jurado para toda suerte de delitos, y limitaba la autonomía política de las regiones o Estados federados al máximo compatible con “la existencia de la nación” española. El anteproyecto constitucional separaba igualmente la Iglesia y el Estado, suprimiendo las subvenciones de cualquier culto, abolía los títulos nobiliarios, y regulaba con generosidad el derecho de asociación.

¿Ruptura? Quizá evolución. En otros aspectos (sufragio femenino, sobre todo) era aún restrictiva, como todas las constituciones republicanas de su tiempo. Y pretendía integrar Cuba y Puerto Rico como Estados federados de la República federal. Para muchos, la República defraudaba sus expectativas. Pero la leyenda de la Primera República como caos y anarquía se impondría en las décadas venideras.

*Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidade de Santiago de Compostela.

El 11 de febrero de 1873, España se constituía en república, tras haberse consumado el fin de la dinastía borbónica tres años y medio antes, y haberse instituido una monarquía democrática, regida por la Constitución de 1869. La abdicación del rey Amadeo I de Saboya, falto de apoyos políticos, carente de simpatías populares y superado por los problemas internos de su reinado, no había dejado otra alternativa. La Primera República, que adoptó el pabellón rojigualda —todavía era joven y muy poco extendida la enseña tricolor— y un escudo con corona mural, surgía aclamada en las calles madrileñas y otras ciudades por los variopintos grupos republicanos. Pero navegaría en un mar de incertidumbres y amenazas, que venían de atrás. Entre ellas, una nueva sublevación carlista, cuyos focos principales eran el País Vasco, Navarra y el Pirineo catalán, además del Maestrazgo; la primera guerra de independencia cubana o guerra de los Diez Años (1868-78); y las divisiones dentro del propio republicanismo. Todo ello preludiaba una vida inestable al nuevo régimen, asediado además por una galopante deuda pública y una situación económica poco favorable.

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