Sin tiempo para estar mal

Modelo molecular del  fentanilo, un opioide sintético más potente que la morfina.

Laura Ferrero

Las pastillas de la artista canadiense Dana Wyse obran milagros. Irónicas, provocadoras, profundamente irreverentes, prometen, en un único comprimido, la solución instantánea a incurables males. Vienen, cada una de ellas, dentro de bolsas transparentes que simulan envoltorios farmacéuticos y, en el lugar donde debiera leerse el nombre del medicamento o la marca del laboratorio, se encuentra un cartoncito con su mensaje: “acepta que te estás convirtiendo en tu madre”, “sobrevive a las reuniones familiares”, “acepta que estás más solo que la una”, “da con el sentido de la vida”, “sé un artista famoso ¡sin necesidad de leer!”, “elimina tu pasado”, “acepta que eres homosexual, ¡aunque en algunos lugares pueda costarte la vida!” o “haz que a tu amor secreto también le gustes tú”. 

A todas estas frases les sigue un adverbio: instantáneamente escrito así, en cursiva, remarcando que la magia ocurre de inmediato. Todas estas pastillas forman parte de The pills, un proyecto que continúa en expansión: cada año, Wyse formula hipotéticos fármacos para quiméricas e inexistentes dolencias. No requieren de prescripción médica, claro está, pero sí de una mínima dosis de humor –y humor negro, además– porque algunas, hilarantes, son incorrectísimas políticamente hablando. Eso sí, todas ellas, ya sean más o menos inocuas, comparten un común denominador, ese adverbio que es el santo grial de nuestros días, el instantáneamente. La inmediatez.

Me acordé de la gran Dana Wyse en una consulta de urgencias médicas. Fue hace unos años, después de regresar de Sierra Leona, donde había estado un tiempo trabajando. Era la cuarta vez que acudía a urgencias en un plazo de tiempo muy corto debido a un agudo malestar intestinal. A las repetidas consultas de urgencia sumaba varias visitas con distintos especialistas que no habían mejorado la situación: seguía encontrándome mal. Apenas comía, nada me sentaba bien, me encontraba irritable, mohína. Me habían prescrito varios remedios y tres dietas distintas, sin que ninguna de ellas funcionara. Después de todo aquel periplo decidí probar suerte una vez más en urgencias. Le relaté al médico de guardia aquellas semanas incómodas y él, cordial, aparentemente atento, fijándose, imagino, en las ojeras y en mi estado de nerviosismo y agotamiento –tampoco dormía– me preguntó, dando por zanjada la visita y por su puesto mi explicación, si vivía sola. Intrigada, sin entender a qué venía la pregunta, respondí afirmativamente y movió la cabeza. Ajá, pareció decir. Entonces me preguntó qué pensaba acerca de tener gatos, si había pensado en adoptar uno porque “hacen mucha compañía”. Mientras hablaba, tomó el recetario y anotó algo rápidamente: Alprazolam 1 mg. Me lo entregó con una sonrisa cargada de condescendencia y, dulcemente, me dijo: “No pierdas más tiempo. Tómate esto y muy pronto te encontrarás bien”.

Un gato y un Alprazolam 

Que la realidad supera la ficción es un lugar común mil veces repetido, aunque nunca deja de sorprenderme lo cierto que resulta. El médico adivino tenía razón, al menos, en uno de sus vaticinios: mejoré. Fue, eso sí, sin el gato y el Alprazolam –qué buena etiqueta de Dana Wyse saldría de la combinación “sé feliz con un gato y un Alprazolam instantáneamente”– porque afortunadamente, a los pocos días, en un concienzudo análisis de sangre me encontraron por fin tres tipos distintos de parásitos que eran los que me provocaban todo aquel desaguisado intestinal. Permaneció en mí, permanece aún años después, la perplejidad ante ese diagnóstico peregrino y la asunción directa, por parte del médico cordial, de que lo que me ocurría, más que hablarlo, había que medicarlo. No es este el lugar para entrar a valorar si, además, siendo mujer, hubo una dosis extra de paternalismo, que la hubo, y de mala praxis, que también. Pero con lo que me quedé es con una agria sensación. Pongamos que él, aunque erróneamente, imaginó que yo pasaba por una depresión o por un periodo de ansiedad. Pongamos que no hizo ni siquiera una simple pregunta, un cómo estás, te ha ocurrido algo. Tampoco ninguna recomendación acerca de que visitara a un especialista sino directamente apareció la pastilla y el gato de regalo. Si sufría o no de una depresión más valía no averiguarlo, la medicación iba a curarme. 

Dando por zanjada la visita y por su puesto mi explicación, si vivía sola. Intrigada, sin entender a qué venía la pregunta, respondí afirmativamente y movió la cabeza. Ajá, pareció decir. Entonces me preguntó qué pensaba acerca de tener gatos, si había pensado en adoptar uno porque “hacen mucha compañía”. Mientras hablaba, tomó el recetario y anotó algo rápidamente: Alprazolam 1 mg. Me lo entregó con una sonrisa cargada de condescendencia y, dulcemente, me dijo: “No pierdas más tiempo. Tómate esto y muy pronto te encontrarás bien”

No hace falta detallar lo que todos sabemos. En los últimos años ha crecido la tendencia a medicalizar una serie de emociones que anteriormente no se consideraban enfermedades: nerviosismo, tristeza, cansancio extremo, ansiedad o el duelo por la pérdida de un ser querido. Sin necesidad de viajar muy lejos en el tiempo, tres décadas atrás, estos sentimientos no eran vistos ni clasificados como patologías, y quienes pasaban por ellos no se autopercibían ni eran percibidos como enfermos. Se trataba, más bien, de parte de la experiencia humana. Rara vez se recurría a tratamientos farmacológicos como solución y ante la llegada de estos episodios, de estos malos tragos, no quedaba más remedio que elaborarlos con nuestras propias capacidades (o incapacidades). Es cierto que las redes ayudaban: no me refiero a las sociales sino a los amigos, la familia, el barrio, estructuras comunitarias que cada vez se han ido difuminando más en detrimento de la terapia, del medicamento.

Abel Novoa, médico de familia especializado en Bioética, señalaba en una entrevista que cada vez con mayor frecuencia se afirma que las enfermedades mentales tienen un origen biológico relacionado con desequilibrios en los neurotransmisores. Novoa, a quien leo a menudo, interesada por sus aproximaciones a la medicalización del malestar, recalca que este enfoque lleva a tratar las afecciones mentales como si fueran enfermedades físicas, comparándolas incluso con problemas como la neumonía. Aunque no niega que, en ciertos casos, este enfoque pueda ser el adecuado, lo que critica abiertamente es la tendencia generalizada a asumirlo como norma, ya que esta visión minimiza la responsabilidad personal. El malestar pasa a ser visto como algo que surge de forma fortuita o innecesaria, desvinculado de las circunstancias personales del individuo o de las decisiones que pueda haber tomado. Resulta interesantísimo el dato de la despersonalización, de la desaparición de la responsabilidad. Quizás, el concepto de enfermedad mental sea en exceso acomodaticio, y si el advenimiento del mal no depende de mí, tampoco depende de mí la cura. En lugar de abordar su verdadero sentido y las causas subyacentes, el malestar se aborda solo con fármacos o con asfixiantes y poco rigurosos diagnósticos.

Ocurre ahora que, en ocasiones, la palabra trauma sustituye a la de problema, la ansiedad a los nervios, y no decimos que estamos tristes sino directamente deprimidos. Esto que pudiera parecer anecdótico, o una inofensiva y casi cómica manera de hablar, no lo es, porque revestida de vocabulario terapéutico, la realidad se torna más amarga, más pesada, y solo puede ser atravesada de la mano de un diagnóstico que al fin nos alivie, nos ampare y, sobre todo, nos quite responsabilidad ante lo experimentado. 

Hacerse amigo de la paradoja

Medicados cuando no haría falta y sobrediagnosticados, atravesamos el dolor y el sufrimiento con banderas que avalan lo que sentimos, que nos reconfortan y, sobre todo, que eliminan el sufrimiento añadido de pensar que está en nuestras manos hacer algo para poder modificar el curso de los acontecimientos. La enfermedad se ha convertido casi en un concepto objetivo, lo que ha generado una ansiedad colectiva por encontrar soluciones rápidas a través de psicofármacos y diagnósticos, como si estos fueran respuestas inmediatas y definitivas a los problemas emocionales. Esta tendencia desvía la atención de las causas subyacentes que realmente importan, como los factores sociales, familiares o ambientales, que podrían ser mucho más relevantes en algunos casos. Por poner un ejemplo, el estrés relacionado con una situación de vida difícil –falta de recursos económicos, una ruptura traumática, un trabajo inestable– puede ser diagnosticado erróneamente como un trastorno de ansiedad, lo que impide ahondar en la causa profunda del problema e imposibilita que el individuo, despojado de sus propias herramientas, pueda tomar las riendas de la situación, abocado a buscar consejo e intervención profesional para temas que bien podrían ser resueltos de otro modo. Porque también la terapia puede resultar perjudicial e incapacitante cuando se prescribe en exceso y se presenta como la solución universal para todos los males.

La enfermedad se ha convertido casi en un concepto objetivo, lo que ha generado una ansiedad colectiva por encontrar soluciones rápidas a través de psicofármacos y diagnósticos, como si estos fueran respuestas inmediatas y definitivas a los problemas emocionales. Esta tendencia desvía la atención de las causas subyacentes que realmente importan, como los factores sociales, familiares o ambientales, que podrían ser mucho más relevantes en algunos casos

Contaba Andrea Kohler en su fabuloso ensayo El tiempo regalado que “esperar es hacerse amigo de la paradoja”, y, en última instancia, lo que las píldoras mágicas de Dana Wyse prometen no es más que un cuantioso y definitivo ahorro de tiempo, la desaparición de la espera, ese limbo que no sirve para nada, que no es útil productivamente hablando, que es el que sirve para reflexionar, para parar, para atravesar la incertidumbre. Si nos ofrecen distintas velocidades de reproducción para una película o una serie, ¿cómo no vamos a querer nosotros darle a la máxima opción de velocidad para salir del atolladero del desamor, del duelo, de la soledad, de la sensación terrible de fracaso? ¿Cómo no vamos a querer que desaparezca aquello que no sabemos abordar? 

La medicalización del malestar

La medicalización del malestar

No es cierto que el tiempo todo lo cura, pero la vida sería distinta y, tal vez más amable, si en vez de recetas, diagnósticos y terapias apresuradas y sobreprescritas recetáramos tiempo. Presencia. Hay un libro al que invariablemente regreso, ese clásico que fue el primer libro que leí al llegar a la universidad, y me sigue contando todo lo que sé con respecto al sufrimiento. Es, claro, El hombre en busca de sentido, donde Viktor Frankl recuerda que el dolor es una parte inherente de la vida humana, y que sanar emocionalmente no pasa por eliminar ese sufrimiento de inmediato, sino por darle un significado. Somos, todos nosotros, buscadores de sentido, solo mediante el relato dotamos de dirección y coherencia —cuando la tiene– a lo que nos ocurre, sin él estamos a oscuras abocados a la repetición de lo que ignoramos y a la vez tememos. 

Duerme, en cada uno de nosotros, un comprensible deseo de alejar el sufrimiento. Y hay que reconocer que, en algún momento, en muchos, de hecho, todos hemos querido una receta de Alprazolam, con o sin el gato. Sin embargo, el camino fácil al que nos lleva la medicalización, al sobrediagnóstico, o esa excesiva terapización de la vida no es otro que a la creación de una sociedad aterrada, que teme más que a nada a ese sufrimiento que, como no conoce, no sabe ni nombrar y solo esconde. Y así, en silencio, abandonada a las prisas habituales, en ese constante no tener tiempo para nada, pero sobre todo para estar mal, vive la sociedad recostada sobre un dolor oculto e invisible, entregada a una permanente sensación de impotencia, a una tenebrosa minoría de edad en cuanto a salud mental se refiere. Somos prisioneros de la incertidumbre y la paradoja. Somos, en definitiva, los que soñamos con las pastillas de Dana Wyse: muchos a escondidas nos tomaríamos cada uno de esos comprimidos, aunque sospecho que nunca lo confesaríamos.

*Laura Ferrero ha sido coguionista con Isabel Coixet de ‘El techo amarillo’ y ‘Un amor’, y autora de la novela ‘Los astronautas’ (Alfaguara, 2023).

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