El Umbral de sí mismo
El caso de Francisco Umbral admite una paradoja: su mayor virtud como escritor fue la voluntad de estilo, a la vez que su estilo voluntarioso acabó siendo su mayor defecto como escritor, hasta el punto de llegar a convertirse –puede pasarle a cualquiera, por supuesto– en un imitador de sí mismo, en un parodiador abaratado de sus tics y de sus trucos, en parte por otra paradoja: el ser dueño de un estilo conlleva una esclavitud con respecto a ese estilo… Lo que no quita, claro está, que, por encima de eso, Umbral fuese un escritor dotado de un instinto verbal prodigioso, aunque incapacitado quizá para administrar ese don, para establecer una jerarquía entre lo esencial y lo accesorio, entre la literatura de veras y la bagatela disfrazada de literatura. Nunca le tuvo miedo, digamos, a la falsificación, tanto de la literatura como de sí mismo: el escritor que da por buena cualquier cosa con tal de que sea suya y el hijo de vecino que decide crearse un personaje público mezclando una especie de dandismo de Cortefiel con una actitud retadora, faltona y chulesca, con algo de quinqui lírico fascinado por la jet set, a la manera de Proust, pero en versión castiza. No deja de ser significativo que a su entierro apenas asistieran algún aristócrata del cupo de los de la prensa rosa, alguna gente del espectáculo y del periodismo y un solo escritor: Ramón Irigoyen. Los únicos políticos que aparecieron por allí eran todos de derechas, a pesar de que Umbral se declaró siempre de izquierdas, aunque cabe la suposición –reconozco que un tanto insidiosa– de que se tratase de un posicionamiento ideológico meramente ornamental, como lo fueron sus bufandas de friolero y sus fulares de lechuguino, e incluso da la impresión de que apenas le interesaba la política para extraer de ella a los personajes de aquel guiñol suyo de nombres en negrita.
Hablaba Umbral como si ladrase, con la ronquera cavernosa de un cantaor flamenco que se ha pasado la madrugada dando quejíos y con la artificiosidad tonal de un robot, como si troceara las sílabas. Practicaba la insolencia con desparpajo y profesionalidad, pero intuye uno que, detrás de esa fachada arrogante y pendenciera, latía la fragilidad del tímido: un hombre (Francisco Pérez Martínez, natural de Valladolid) sobrepasado por su personaje.
Para la configuración de ese personaje suyo creo que contó de manera decisiva con un ejemplo magistral: el de Camilo José Cela, tal vez el peor de los ejemplos posibles para crearse un personaje. Del gallego aprendió, entre otras cosas, la eficacia publicitaria del histrionismo, la consideración del egotismo como musa predominante y la exhibición de la vanagloria como sistema filosófico. La sintonía no era casual: ambos representan ese tipo de escritor capacitado para regodearse sin complejos no ya en la escritura florida, sino incluso en los floripondios estilísticos. Cuando conseguían controlar un poco su tendencia a la desmesura, bien; cuando se les iba la mano, regular. Y es que da la impresión de que tanto en uno como en otro lo principal no era la cabeza, sino la mano: esa mano que escribía sin necesidad de estar demasiado conectada al pensamiento, o conectada tan solo a esa zona específica de la mente –supongo que los neurólogos la tendrán localizada y bautizada– en la que determinados seres humanos conciben metáforas y similares y en la que se activan las adjetivaciones pintorescas y gallardas.
A parte de eso, Cela y Umbral coincidían en un padecimiento: la ambición patológica, cuyo síntoma más evidente es el de una vanidad eternamente insatisfecha, cuando no agraviada, por mucho que sea lo que se logre: cuanto más se consigue, más se ansía conseguir, así sea que te den el premio Planeta después de que te hayan dado el Nobel, cabe suponer que para paliar algún tipo de síndrome de abstinencia de la notoriedad. Es la condena del triunfador obsesivo: creer que nunca ha triunfado del todo, o no en la medida de sus méritos y merecimientos.
Lo que Cela tuvo de carpetovetónico y de escatológico, Umbral quiso refinarlo con chaquetas de Pierre Cardin y con un extraño esnobismo cheli, reflejado sobre todo en aquellas columnas de periódico en que practicaba, a su muy peculiar manera, la crónica social, sin sacudirse nunca del todo el deslumbramiento provinciano de aquel muchacho que llegó a la capital con la intención de comerse el mundo aun a riesgo de que el mundo se lo comiese a él.
A la muerte de Cela, Umbral se apresuró a publicar un libro sobre su “padre literario”, un texto inconsistente y chapucero –marca de la casa– que muchos interpretaron como un mezquino ajuste de cuentas, aunque de todo hay en él. Umbral debía a los autoritarios e intrigantes tejemanejes de Cela la obtención del premio Cervantes, por ejemplo, de modo que solo cabría suponérsele gratitud hacia él, pero habría que tener en cuenta que alguien que aspira a la gloria literaria en vida no suele estar dispuesto a compartir el trono con nadie. (Por si quedaban dudas, Umbral lo puso por escrito: “Un genio tiene su elipse y no soporta a otro genio vagabundeando dentro de la elipse”). Muerto el presunto rey, en fin, Umbral parecía empeñado en dejar muy claro quién era el sucesor: a rey muerto, rey puesto, y tal vez creyó que la corona era suya por fin, una vez desalojado de la elipse el intruso principal. Se mire por donde se mire, una fantasía tan pintoresca como lastimosa, sobre todo tratándose de dos escritores que gozaban de popularidad como personajes mediáticos estudiadamente chabacanos y calculadamente estrafalarios, pero que a esas alturas habían perdido credibilidad ante los lectores, cuyos gustos literarios iban ya por otros registros, no diré que mejores o peores, pero en todo caso diferentes.
Mi Umbral
Era yo adolescente cuando entró en mi casa familiar, de la mano del agente del Círculo de Lectores, un ejemplar de Las ninfas, la novela con la que Umbral había ganado el premio Nadal en 1975. La ilustración de la cubierta –la foto de una joven pareja en un paraje apastelado, con crepúsculo incluido- resultaba repelente para un aprendiz de poeta que se sentía biznieto de Baudelaire y nieto de los surrealistas. Aun así, acabé leyendo aquella novela de un autor del que no sabía nada y, para mi sorpresa, me deslumbró, hasta el punto de hacer trizas una novela que yo había empezado a escribir unos meses antes, pues llegué a la conclusión categórica de que lo que quería hacer era algo como Las ninfas, no aquella chaladura narrativa –ambientada en la ciudad de Cádiz en pleno siglo XVIII, con maremoto por medio– que ocupaba mis tardes en detrimento de las tareas propias de un estudiante de BUP.
Creo que Umbral no tenía en estima esa novela, por considerarla convencional, concebida para satisfacer a un público mayoritario, ya que acabó valorando más aquella especie de experimentos novelísticos suyos -entre la vanguardia en sentido laxo y el costumbrismo en sentido literal- que, al igual que los de Cela, renunciaban a los patrones estructurales en beneficio de los chisporroteos verbales. Releí hace poco Las ninfas, con ese miedo a la defraudación con que releemos los libros que nos encandilaron en otras épocas, y me atrevo a suponer que, aun en el caso de que Umbral solo hubiese escrito ese libro, merecería un lugar en la historia de la novelística española del siglo XX, al menos como el que tiene Julián Ayesta por Helena o el mar del verano, pongamos por caso. Porque Umbral renuncia ahí al exhibicionismo estilístico, a su tendencia al esperpento y a su repertorio habitual de frivolidades y acierta a componer una novela de tono serenado y lírico, a la vez que una historia convincente, alejada de las astracanadas a las que más tarde tomó afición.
Después de aquello, leí Mortal y rosa, su libro más celebrado, y también me gustó, pero menos. Releído hoy, le aprecio un problema, aunque tal vez el problema sea mío como lector: una sobrecarga poética que lo vuelve enfático. Es el mismo problema que presentan, a mi entender, los poemas que escribió Umbral: que, más que poemas propiamente dichos, parecen simulaciones de poemas. Poemas escritos, en fin, desde la convicción arriesgada de que la poesía ha de ser poética, cuando el efecto poético no es un punto de partida, sino –si hay suerte– de llegada.
…Todo esto que llevo escrito me temo que puede ofrecer una idea adversa de mi estimación por la escritura de Umbral, cuando no es así, ya que mi estimación es alta, aunque se sostiene en contradicciones: me parece un escritor admirable a la vez que irritante, frívolo a la vez que hondo, soez a la vez que tierno, irresponsable a la vez que fervoroso, disparatado a la vez que lúcido… Y así sucesivamente. Creo que ya lo he dicho: pocos con un instinto literario tan afinado y sagaz como el suyo, aunque pocos también los que han despilfarrado su talento de manera tan alegre… o tan triste, según se mire. Daban ganas de preguntarle: “¿Por qué no se toma usted más en serio su literatura y un poco menos en serio a sí mismo?”.
Eso sí: lo que tenía de instintivo le faltaba de riguroso, sin apuro alguno a la hora de recurrir no ya al dato equivocado, sino incluso al dato falso. En Las palabras de la tribu –título que ya había usado José Ángel Valente- no tiene reparo en contar la siguiente escena:
Una vez, en los primeros sesenta, fuimos un grupo de escritores jóvenes a visitar a Cernuda en Londres. Vivía con el pintor Gregorio Prieto en un barrio infame. (…) Nos abrió la puerta Gregorio, del que luego fui muy amigo, hasta la muerte, y estuvo muy amable. Llamó a Cernuda, levantando el pico de una cortinilla triste (Gregorio estaba planchando ropa):
-Luis, Luis, que hay aquí unos jóvenes poetas de España, unos chicos muy majos que han venido a conocerte. Mientras esperábamos a Cernuda, Gregorio seguía planchando camisas y pañuelos:
-Tengo que tenerle todo limpio y planchado a Luis. Si no, se me pone hecho un basilisco.
O sea que el gran pintor Gregorio Prieto era la asistenta por horas del poeta.
Pero Luis, pese al reclamo de los “chicos muy majos”, no salió nunca de detrás de la cortina, y nos fuimos sin verle.
Bien, lo raro hubiese sido que Cernuda, que se fue de Londres en 1947 y nunca volvió allí, aparte de que murió en México en 1963, hubiese aparecido, “en los primeros sesenta” (sic), tras aquella cortina, a menos que fuese una cortina del atrezo del mago Houdini.
La pifia me parece muy característica de Umbral: alguien a quien no le preocupaba mucho distinguir no ya entre la fantasía y la realidad, sino incluso entre la fantasía y la mentira –empezando por su biografía–, de lo que dejó muestras variadas en sus escritos, ya fuesen ensayos, artículos o novelas.
El fantasma del Palace
Solo hablé con Umbral en una ocasión. En 1995. Me habían dado un premio de novela del grupo Planeta y el banquete de presentación del libro se daba en el hotel Palace de Madrid. Yo estaba bastante cohibido entre aquel gentío mundano, entre otras razones porque venía de no tener dinero para pagar el alquiler y, de repente, era diez veces millonario en pesetas: sin la ayuda profesional de un psicólogo, un tránsito espiritual de ese tipo no resulta sencillo. Creo que nunca me he sentido tan impostor como esa vez, en parte porque la novela que me habían premiado me gustaba poco a esas alturas, por artificiosa y precipitada. Deseaba, en fin, que todo terminase cuanto antes para volver a casa, ponerme al día con mi arrendador, convidar a nuestro gato a un jamón york del caro y ponerme a escribir una novela un poco mejor que aquella.
En el aperitivo, mientras yo deambulaba por allí sin que nadie mostrase interés en darme conversación, al andar cada cual en sus cosas y corrillos, se me acercó Ana Gavín, directiva de Planeta, y me pidió que saliésemos de la sala. “Hay alguien que quiere saludarte”. En un rincón de la rotonda, escondido detrás de una columna, con su silueta de Nosferatu, con un abrigo negro y una bufanda blanca, estaba Francisco Umbral. “Hola. Todas las novelas de este premio son muy malas y las tiro a la piscina, pero he leído la tuya y me ha gustado porque he reconocido en ella cosas muy mías. He venido a decírtelo y me voy ya. No me quedo al almuerzo”. Más allá de darle las gracias, no supe qué decir, y supongo que me quedé sonriendo como un idiota, que es lo menos idiota que uno puede hacer en tales casos. (Poco más hubo de Umbral para mí, aunque Silvia, mi mujer, me asegura que finalmente, ante la insistencia de Ana Gavín, se quedó al almuerzo, pero habría allí unas doscientas personas y todo lo recuerdo como un grumo).
Al poco de aquello, Umbral me citó elogiosamente en dos o tres de sus columnas. Entonces no, pero hoy me atrevo a sospechar que se trataba de una estrategia: tras haberse pasado la vida adulando a los escritores mayores para convertirse algún día en su relevo legítimo, le había llegado el momento en que el viejo necesitado de discípulos y de aduladores era él, de manera que tocaba adular a los jóvenes.
Menos por descortesía que por pereza, no le escribí para darle las gracias por sus menciones ni le fui mandando, como gesto de pleitesía, mis libros. Tampoco escribí nada sobre él, que era –supongo- lo que se esperaba. Nunca he tenido unas habilidades diplomáticas que merezcan ese nombre, y bien que lo lamento, por la cuenta que me ha traído, aunque parte de la culpa la tenía en este caso la oficina de correos de mi pueblo, que era por entonces una pesadilla, tanto por las colas como por un funcionario que me la tenía jurada y ponía pegas reglamentistas a todos mis envíos, así fuese por la colocación inadecuada del sello o del remite.
Pasó el tiempo y llegamos al año 2000, en que publiqué una recopilación de mis artículos periodísticos. El libro se presentó en Madrid y me hicieron varias entrevistas en las que invariablemente me preguntaban por mis referentes en ese género. A todos les respondía que me ceñiría a mis modelos históricos, no a los presentes, por no molestar a nadie, y les daba algunos nombres: no sé, Camba, Chesterton, Fernández Flórez y algunos más, a los que yo había leído de muy joven gracias a las recomendaciones de Abelardo Linares. El entrevistador de El Mundo, el periódico en que Umbral publicaba por entonces sus columnas, citó a todos esos, pero olvidó precisar mi precisión: que sólo daría nombres de articulistas del pasado. Imagino que Umbral, al leerlo, debió de saltar de su hamaca colonial, y con razón: ¿un niñato al que él había inmortalizado fugazmente –valga el oxímoron– no lo nombraba como maestro indiscutible del género? Para alguien acostumbrado a la política literaria del toma y daca, una decepción. Tan decepcionante fue la cosa que al día siguiente me dedicó su columna, titulada Benítez Reyes, articulista, en la que, en tono condescendiente, me leía la cartilla, aunque sin intención de hacerme sangre, sino como mucho un hematoma: una advertencia de cara a mi comportamiento futuro con respecto a él.
La cosa no tendría nada de particular si no se diese el caso de que ese mismo día le dieron el premio Cervantes, lo que supongo que añadió una relevancia extraordinaria a su artículo.
Sé que esto siempre se dice, para quedar vanidosamente por encima de las calamidades, pero les confieso que aquel artículo admonitorio me divirtió y me halagó más que otra cosa, aunque a mi editor lo arrastró al catastrofismo: “Esto nos ha hundido. Qué desastre. Casi mejor que mandemos toda la edición a la guillotina”. No hubo necesidad: el libro fue a la guillotina por su propio pie, pues se vendió poco, no por culpa de Umbral, claro, sino por su condición: ¿qué puede esperarse, a nivel comercial, de un libro de artículos, pues hasta los de Umbral, siendo Umbral, tengo entendido que se vendían entre nada y menos?
Se cumplen ahora 15 años, en fin, de la muerte de Francisco Umbral. Sería tal vez el momento de seleccionar y difundir lo mejor de su obra –que no es poco, ni poca tarea el seleccionarlo– para apreciar la dimensión de un escritor que, más allá de sí mismo, de sus fuegos artificiales, de sus vanidades y mundanidades, de la caricatura en que eligió convertirse, disfrutó del don azarosísimo de llevar la literatura en la masa misma de la sangre, como dicen de sí los flamencos.