Me gustaría saber por qué me vine. O, mejor: por qué me fui. Hace ocho años decidí dejar otra vez ¿mi país?, la Argentina. Allí nací, de allí me fui por mucho tiempo y después volví y viví 25 años corridos, con alguna interrupción de uno o dos cada tanto. Me sorprendió: me creía más inquieto.
Los vaivenes habían empezado en 1976, cuando hubo un golpe un poco bruto y me tuve que ir. En esos días tenía 18 años, recalé en París, estudié, trabajé, la pasé bomba; con el tiempo decidí que intentaría escribir y que, para eso, sería mejor vivir en un lugar que hablara mi idioma. Confundido, me fui a Barcelona; después vine a Madrid y, casi sin proponérmelo, terminé quedándome hasta 1987. En esos años escribí mis primeras novelas y aprendí muchas cosas; aprendí, sobre todo, que cambiar de lugar también es una opción y, a veces, la única posible. Ahora sé que aquel aprendizaje definió mi vida.
Y sin embargo en 2012 llevaba mucho tiempo en Buenos Aires –y decidí dejarlo–. La primera vez que me fui no había tenido opción y fue más fácil; lo difícil, en general, es elegir. La segunda lo hice: mis razones todavía no están claras. Eso me tranquiliza: nunca confié en los que creen que saben por qué hacen lo que hacen.
En esos días las circunstancias me jugaban a favor. Sonaba aquel fracaso de mis veinte años: vivir en Barcelona se me había vuelto una especie de asignatura pendiente, y no me queda tanto tiempo para tratar de solventarlas. Tengo un privilegio: hace muchos años que viajo mucho pero, sobre todo, puedo hacer mi trabajo donde quiera que esté; no necesito incrustarme en ningún sitio para escribir mis tonterías –y escribirlas me permite sobrevivir en cualquier sitio. Así que, para mí, la idea de cambiar de lugar no significaba grandes cambios laborales: pasa cada vez más en el mundo globalizado y ultraconectado. El home working puede ser, al fin y al cabo, country working.
Nada práctico me impedía la partida, y para colmo acababa de terminar –ella– una relación larga y no tenía compromisos y parecía el momento. Pero, creo, todas esas son minucias al lado de una razón de peso: la Argentina me pesaba mucho –que es una forma fina de decir que me rompía las pelotas–. Imagino que no me habría ido de no ser por eso.
En la Argentina llevaba años y años interviniendo bastante en el debate público –con libros, artículos, columnas, trabajos en diversos medios–. En ese momento, tras diez de gobierno peronista, tenía la sensación –la certeza– de que ya había dicho casi todo lo que podía decir: que me empezaba a repetir como ese, mi “país calesita” –o tiovivo o carrusel–. La argentina era una sociedad que parecía moverse pero estaba siempre en el mismo lugar –y yo con ella–: mes tras mes, año tras año redundaba en los mismos conceptos con ligeras variantes, con suaves maquillajes. Era una sociedad encantada con sus propias impotencias, absorta en sus pequeñas discusiones, incapaz de mirar un poco más allá: tan provinciana, como casi todas –con el agravante terrible de que es, pese a todo, la mía–. Estaba harto, sentía que perdía el tiempo, que cada vez me quedaba menos y lo desperdiciaba como un tonto –y al mismo tiempo no creía que pudiera evitar esas reyertas y querellas–. Nunca lo había hecho, no sabía cómo hacerlo. De pronto, creí que irme sería la única manera de pensar en cuestiones más interesantes.
Así que me fui a Barcelona, como a mis 22. Y, como a mis 22, terminé por dejarla y me vine a Madrid. En estos ocho años he vivido en la una y la otra y la otra y la una, aunque nunca del todo: siempre estuve viajando –por trabajos– la mitad del tiempo. Hasta la peste.
La peste, como a tantos en tantos otros campos, me obligó a elegir. O, en verdad: confirmó las elecciones que había hecho pero no terminaba de confesarme. Ahora me he empadronado, soy un vecino de mi calle. Es extraño. Soy español porque siempre lo fui: mi padre Antonio nació en Madrid en 1928 y recién se fue a la Argentina, con sus padres, cuando a mi abuelo Antonio lo soltaron de una cárcel franquista en el cuarenta y tantos. O sea que en mi casa infantil el acento español era la mitad de las palabras –y sin embargo soy brutal, claramente argentino–.
Me gusta, y otras veces no. Algunas me cabrea que me digan que no puedo o no debo opinar sobre asuntos de acá porque no soy de aquí –a veces incluso les contesto que no soy de acá ni de aquí porque un dictador expulsó a mis mayores, pero no es del todo cierto porque mi otra mitad es judía rusa y polaca–. En cualquier caso, mantengo una rara relación con la ciudad donde me voy quedando. Madrid no me parece bonita, no me parece especialmente apetecible; ya he vivido en ella muchos años pero nunca elegí vivir en ella pero vivo en ella. Siempre seré, supongo, en ella un extranjero, y eso me gusta y me disgusta. Suelen decir que lo bueno de Madrid es que todos venimos de fuera, y es cierto pero no: no es lo mismo venir de fuera si fuera es Badajoz o Zaragoza que si es Buenos Aires o Caracas. Y sin embargo Madrid es la ciudad donde mi padre nació, donde murió, la segunda ciudad donde más he vivido.
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Así que tengo lo mejor y lo peor de cada mundo: soy forastero y no siempre puedo opinar o intervenir y –a diferencia de Buenos Aires– nadie me pregunta, pero al mismo tiempo soy forastero y lo que pasa no es del todo mi asunto. Soy español y tengo derecho a todos los derechos y nadie puede decirme que me vaya o me quede, pero al mismo tiempo soy español y tengo los deberes.
Y aquí estoy, tratando de entenderlo o resignado a no entenderlo. Me gustaría poder contar una historia de persecuciones y penurias, que son las que nos gustan y conmueven, pero ya no hay; de tanto en tanto cambio de sitio porque me da la gana: ni por obligación ni por necesidad ni por nada que un par de vinos no remedie. Y ya he cambiado demasiadas veces. Sé que soy un privilegiado, pero querría saber por qué lo hice, por qué lo sigo haciendo. Una razón es más o menos presentable: la neurosis de pensar que el mundo ofrece demasiadas atracciones como para pasarse toda la vida en un lugar. Esa idea de que siempre hay más, que siempre hay más allá, que siempre hay otros y otras y otras cosas que me estoy perdiendo: la razón de mi vida.
La otra razón no es razón sino comprobación. Soy, digamos, un viajero –un migrante– por la causa más boba, la que no suele entrar en ninguna estadística: más acá de cualquier argumento, la enorme mayoría de esas veces en que he cambiado de lugar fue por seguir un amor. No me jacto; a veces me sorprende, pero ya terminé por aceptarlo: hoy, a mis 64, negarlo sería necio. Y lo soy, por supuesto, pero me muevo mucho para disimularlo.
Me gustaría saber por qué me vine. O, mejor: por qué me fui. Hace ocho años decidí dejar otra vez ¿mi país?, la Argentina. Allí nací, de allí me fui por mucho tiempo y después volví y viví 25 años corridos, con alguna interrupción de uno o dos cada tanto. Me sorprendió: me creía más inquieto.