Con esta serie de seis artículos, los redactores de la revista esta serieInsertos rastrearán este verano el camino iniciado por Los niños nos miran y comentarán películas que cuentan, cada una a su manera, historias sobre niños dentro de un universo de mayores.
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El cine de animación siempre ha sido el terreno más fértil para abordar el mundo infantil. Sin embargo, es habitual confundir el concepto “películas para niños” con el de “películas sobre niños”, motivo por el que, en general, el público asocia el cine infantil a la producción de cintas de entretenimiento puro para los más pequeños, sin apenas interés para la audiencia adulta. El modelo Pixar ha puesto de manifiesto dicha confusión. Si se analiza a qué se debe el éxito de sus trabajos, se concluye fácilmente que una de las claves reside en prestarle tanta atención al público infantil como al adulto, que al final es quien paga las entradas y, por tanto, necesita que le entretengan con material que le resulte interesante para que repita la experiencia.
A pesar de que sus películas son, en líneas generales, impecables, fomentan un modelo de realización que resulta cuestionable. ¿Acaso el mundo infantil no tiene interés suficiente como para ser abordado sin acudir a asuntos del mundo adulto? ¿No estamos cayendo en el error de subestimar los conflictos de los niños y su, en realidad, apasionante manera de entender la vida? Como recoge nuestro compañero Santiago Alonso en una entrega previa de este especial, lo fácil es convertirnos en el cónsul de El incomprendido y decirnos "Si son niños… ¿Qué quieres que sientan?", pero lo adecuado es responder: “Los niños claro que sienten: mucho y de qué manera”.
El director japonés Hayao Miyazaki es plenamente consciente de dicha situación, pero, lejos de reaccionar con pasividad, ha dedicado el grueso de su carrera cinematográfica a abordar el mundo infantil desde la perspectiva de sus pequeños protagonistas, sin apenas concesiones, puesto que, si se tiene la suficiente humildad como para observar con atención dicho universo, salta a la vista que las posibilidades son infinitas. Un claro ejemplo de su modelo es Mi vecino Totoro (1988), un filme en el que aborda el tremendo conflicto vital de dos hermanas durante el traslado a un nuevo hogar, mientras su madre, enferma, trata de recuperarse en el hospital. Se trata de un filme cuya mirada es la de sus pequeñas protagonistas, pero eso no le impide convertir el mundo infantil en un terreno asombroso, desbordante y tremendamente estimulante tanto para pequeños como para adultos.
Miyazaki ha profundizado en su modelo de autor a lo largo de su filmografía, alternando ejemplos más adultos (La princesa Mononoke, 1997) con otros más cercanos a lo infantil (El viaje de Chihiro, 2001), pero la obra clave de su legado, aquella con la que llevó hasta la radicalidad sus planteamientos, fue Ponyo en el acantilado. En la película de 2008 el animador propuso una historia que se entregaba sin concesiones al mundo infantil, dándole totalmente la espalda al adulto. La historia narra la aventura de Sôsuke, un niño que rescata en un acantilado a un pez dorado con poderes mágicos al que llama Ponyo. Debido a que el pececillo entra en contacto con la sangre de Sôsuke, adquiere la capacidad de transformarse en un humano, por lo que adoptará la forma de una niña, con quien el protagonista vivirá toda una aventura fuera del agua.
Para abordar el relato, Miyazaki toma la decisión de pasar por la mirada infantil cada aspecto de la producción de la película, y el primero que se verá condicionado es el apartado de la puesta en escena. Animadas mediante técnica tradicional en dos dimensiones, con lápiz y papel, las imágenes nos dan la sensación de estar ante un dibujo de un niño, sobre todo en las escenas de créditos y en los fondos de los escenarios durante todo el metraje. Se trata de toda una declaración de intenciones, con la que el animador deja claro desde el primer momento que no hay asidero posible para aquel sector del público adulto que espere encontrar asuntos o dilemas morales pertenecientes a su universo.
En el apartado del guion la trama tampoco ofrece tregua a los mayores, puesto que se trata de la obra de Miyazaki en la que queda más clara su intención de abordar la historia desde la perspectiva de sus protagonistas, los niños. Para ello no dudará en colocar como conflictos clave del relato situaciones tremendamente cotidianas para los adultos, incluso anodinas, pero que, vistas desde la perspectiva de un niño, adquieren un significado bien distinto. Así, esconder a la pequeña Ponyo en un cubo de agua entre los arbustos del jardín infantil se convierte en una escena de intriga, y un viaje en barco pasa a ser una aventura a la altura de las que vive Indiana Jones. De esta manera, Miyazaki nos recuerda que en la vida todo es cuestión de voluntad y de perspectiva: aplicando la lógica y la actitud de un niño, que siempre intentará investigar, descubrir nuevos aspectos de la vida y divertirse, lo más mundano se convierte en algo literalmente mágico
Mi vecino Totoro es un claro ejemplo, puesto que nunca se confirma ni se desmiente que la existencia de los diferentes personajes fantásticos sea real, ya que en realidad solo los ven las dos hermanas. En el caso de Ponyo en el acantilado la incógnita es mayor, pues los adultos sí que entran plenamente en contacto con los aspectos mágicos del relato, pero, por la manera en que estos se comportan, como si fuera lo más normal, la narración pone en duda que realmente la magia exista en este universo de ficción, lo que en el fondo refuerza el punto de vista de los pequeños. Un claro ejemplo es el del mar, que se comporta como un personaje más. Cuando una ola amenaza con llevarse por delante a Sôsuke y a Ponyo, el agua se mueve a voluntad, como si esa fuera, precisamente, la intención, e incluso le aparecen unos ojos. O cuando Ponyo trata de reencontrarse con su amigo en medio de una gran tormenta, y para ello corretea sobre las olas, que se han convertido en gigantes pescados azules. La propia historia justifica que un ser mágico que habita en el mar, el padre de Ponyo, es el que controla dichas olas, para tratar de recuperar a su hija. Sin embargo, ¿no es a su vez una idea que perfectamente podría tener un niño para tratar de dar explicación al violento comportamiento de las olas?
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Pero el elemento definitivo que confirma la capacidad de Miyazaki para observar y comprender el mundo infantil reside en lo más básico: la manera de animar a sus pequeños personajes. Los resbalones inesperados, el descenso de los escalones de uno en uno, siempre con el mismo pie, o la peculiar manera con que una niña se quita una mochila, son solo algunos de los innumerables detalles de animación que aparecen en todas sus películas. Se trata de matices que desde el punto de vista del desarrollo de la trama no aportan nada al relato, pero que lo enriquecen hasta elevarlo a un nivel superior.
En Ponyo en el acantilado, lejos de haber una confrontación entre el mundo adulto y el infantil, lo que se produce es la fagocitación del primero por parte del segundo, como si la imaginación desbordante de los niños fuera un huracán que arrasara con todo lo que se interpone en su camino. Sin embargo, en un sentido general, sí que existe una confrontación. En última instancia, el filme es una suerte de declaración de guerra de Miyazaki al mundo adulto. Partiendo del universo infantil, desarrollándolo, matizándolo y comprendiendo toda su trascendencia, el autor japonés no solo pone de manifiesto las maravillas que residen en dicho plano de la realidad, sino que expone la necesidad de vivir como adulto, aunque siempre teniendo en cuenta la mentalidad infantil como una forma de disfrutar de la vida desde el juego, desde el desarrollo de la imaginación y desde la capacidad para sorprenderse ante los aspectos más aparentemente irrelevantes de la existencia.
Con esta serie de seis artículos, los redactores de la revista esta serieInsertos rastrearán este verano el camino iniciado por Los niños nos miran y comentarán películas que cuentan, cada una a su manera, historias sobre niños dentro de un universo de mayores.