El cineasta Alfonso Ungría relata, como protagonista y como testigo, las sucesivas transformaciones de tres etapas significativas del cine español, el franquismo, la Transición y la actualidad, en relación a su financiación, al papel de sus productores y de las majors del sistema de estudios estadounidenses, las leyes ministeriales, los festivales, Televisión Española, etc.
Unos cambios vividos a través de una filmografía construida tras muchas batallas y fracasos. Y es que, a menudo, las peripecias para conseguir hacer un film o salvarlo de recortes o censura son el relato de una aventura, repleta de suspense e incidentes, que nos fascina a todos (seamos cineastas o espectadores).
A continuación infoLibre publica un adelanto de este nuevo título que llegará a las librerías en septiembre a través de la editorial Cátedra.
--------------------
La gente suele escribir sus memorias por la añoranza, para dejarse mecer por los buenos recuerdos o restañar los malos (a base de relativizarlos, comprenderlos, asumirlos y demás maniobras evasivas); también la nostalgia empuja a reivindicar la propia vida o la obra realizada, insuflando de valores sus resquicios y hasta sus derrumbes; o por venganza, «poniendo en su sitio» a enemigos o competidores; incluso se hace para darse el gusto de criticar aquellas cosas o instituciones que nos disgustaron o dañaron en el pasado (en la vejez uno se siente liberado de la prudencia, el pudor o las cortapisas que antes había aceptado); es la hora de juzgar a tirios y troyanos, lo mismo a personas influyentes o poderosas que a íntimos, familiares o amigos; hasta es posible poner verde a fallecidos, que se habían salvado de ello, por miedo o por recato.
Como me considero una persona corriente, con las fobias y filias propias de cualquiera, no descarto que alguno de estos motivos sean ingredientes de este guiso de recuerdos, aunque puedo asegurar que en muy poca medida.
Sobre todos ellos, sobresalen y se diferencian otras dos razones muy particulares.
La primera, como suele suceder, proviene de una reacción impulsiva ante algo que, luego, se transformó en inquietud meditada, o sea, este texto. Me refiero al impacto que tuvo sobre mí la publicación de un libro de mi amigo Augusto M. Torres, Directores españoles malditos (2004). En él se me incluía junto a un grupo de cineastas que, por lo sugerido en tal recopilación, habíamos sufrido el injusto desvalimiento (por no decir desprecio) por parte del mundo cinematográfico y cultural español (sea el que sea ese mundo y lo que abarque). Según esa calificación, existiría, en nuestro país, un sector de directores que no habíamos recibido la consideración debida a la obra realizada por diversos motivos, todos ellos tan arbitrarios como injustificados. Como ya lo hiciera antes, en otros medios, la valoración que el autor hacía de mi filmografía era de lo más amable y elogiosa.
Sin embargo, mi extrañeza y desacuerdo vinieron al examinar el listado, un totum revolutum de damnificados por semejante maltrato. La mayor parte de los autores mencionados eran interesantes cineastas, situados (y hasta asentados) en la marginalidad, por su irreductible postura vanguardista y experimental (con films difíciles y hasta abstrusos); o por ser, su actividad fílmica, secundaria de su oficio principal (en muy diversas profesiones); por diletantismo (los había con verdadera ansia «renacentista», tocando todos los palos de las siete artes); o, incluso, unos pocos (aunque ninguno lo reconocería) por conseguir que su hobby o un sueño caprichoso se hiciera realidad.
Todos ellos —excepto, quizá, los últimos mencionados— habían realizado films muy interesantes y hasta valiosos por su originalidad, iconoclastia y audacia expresiva. Sin embargo, al repasar sus obras y trayectorias, me sentí muy alejado de su afiliación. Una gran parte de los mencionados eran cineastas estimables y habían logrado experimentos muy interesantes, pero casi ninguno podía considerarse director de cine, un profesional de la industria cinematográfica con la capacidad de contar en imágenes cualquier guion propuesto.
Naturalmente mi discrepancia surgía al creer que yo sí cumplía las condiciones que rigen ese oficio, esa categoría. O, por lo menos, lo había creído siempre. Pero, ahora, esta «clasificación», inventariada y crítica, me hacía interrogarme sobre lo acertado o no de mi propia consideración.
¿Era víctima de una extraña maldición que había condenado de forma demoniaca mi persona y mi trabajo?
¿O más bien había seguido, en la realización de mis películas, un camino tan marginal y extemporáneo, que acarreaba —ignorando o no sus valores artísticos— la lógica segregación o rechazo de gran parte del público y los medios informativos y culturales?
Como puede verse, estas y otras mil preguntas habían despertado mi curiosidad sobre cómo había moldeado mi vida cinematográfica y, por lo tanto, en qué territorio creativo me situaba.
O sea, esas malditas cuestiones eternas: ¿qué soy y qué he hecho? ¿De dónde vengo, adónde he ido y adónde voy? Esta disquisición es el verdadero motivo que me ha impulsado a escribir estas memorias.
Para empezar, debía tener clara mi adscripción profesional. Debo reconocer que mis dos primeras películas brotaron y se realizaron gracias a un pálpito artístico, un inequívoco deseo de realizar obras personales, al tiempo que provocadoras, asistemáticas y, en su ejecución, absolutamente intuitivas. Provenían de un deseo de narrar, en imágenes, una historia, de forma que, a pesar de sus innumerables influencias, nunca había visto en una pantalla.
Pero después de esos dos films iniciales mi vocación, mi vida, dieron un vuelco. El segundo de ellos, y yo mismo, habíamos sido prohibidos por la censura franquista, lo cual me obligaba a una decisión crucial: o me subsumía en mi condición rebelde y marginal, proponiéndome una labor alternativa con filmaciones experimentales en la senda que había iniciado, o aceptaba las reglas y condicionamientos que me exigía la industria del audiovisual, tan normativa y arbitral en cada uno de sus niveles.
Inequívocamente había elegido esta última opción. Por necesidades tanto pecuniarias como sociales (aunque solitario, necesito y busco la empatía), en determinado momento, que contaré en estas memorias, decidí ser Director de Cine, con todas sus consecuencias, restricciones y reglamentos (escritos o no). Gran parte de las películas que me habían fascinado e influido —aquellas que forman una vocación en la adolescencia—, aunque anormales y minoritarias, habían sido hechas dentro de la industria, quizá contra ella, pero adoptando sus medios y restricciones. Me sentía afín, identificado, con aquellos cineastas que habían probado o realizaban una obra personal dentro de los cánones profesionales. Así, una vez aceptado mi encaje en la estructura industrial cinematográfica, hice balance sobre el trato que había merecido mi filmografía, para ponderar si había sido suficientemente injusto, maldito.
Lo cierto es que nunca me he considerado apestado. Estaba seguro de haber sufrido, como tantos compañeros, muchas inclemencias profesionales, y más artísticas, a lo largo de mi trayectoria, pero nunca percibí que aquellas fueran parte de ninguna fobia o campaña de discriminación personal (fuera de mis tendencias ideológicas, que, en el periodo fascista, sí habían propiciado algunos ataques iniciales). Si alguna de mis películas no había recibido la consideración deseada no fue, pienso, por ningún conjuro ni señalamiento malicioso, sino por su desviación del gusto mainstream. Nada que pudiera tacharse de injustificado. Si las repasaba, una por una, veía que, cuanto más audaces, resultaban, lógicamente, peor acogidas; cuando se acercaban a los cauces del espectáculo, que rigen en la cartelera comercial, la repercusión favorable aumentaba proporcionalmente.
Tal y como me propongo relatar en esta autobiografía, cada uno de mis films, según sus circunstancias y adecuación al gusto medio (sin considerar su manipulación), obtenía el refrendo que merecía según criterios realistas. Hay que ser consciente: si aceptas un sistema, debes comprender y aceptar los resultados obtenidos dentro de su seno. Por mi parte había cumplido, siempre, con ciertos requisitos comerciales, sin que estos quebrasen mi ambición artística. Con un único principio: mi visión, la forma de hacer una película, fue también siempre la propia, sin ninguna obligación previa e impuesta.
Desde el momento que decidí mi adscripción profesional (y me preparé para ello, como contaré en las siguientes páginas), tuve claro que, para merecerla, y poder vivir de ese oficio, tenía que saber manejar tanto mi habilidad técnica como mi vinculación al tejido productivo.
Después de muchos años de trabajo, creo haber logrado al menos ese objetivo. Como ejemplo anecdótico, puedo mencionar dos ocasiones en las que he sido requerido por productoras para dirigir secuencias de películas que sus respectivos directores noveles (adscritos a la mencionada lista de malditos) no sabían acometer.
Por un lado, me veía diferente, ajeno, a aquellos que habían mantenido una posición más exigente y exclusiva. Pero, por otra parte, tampoco podía adscribir mi filmografía a la de tantos realizadores, más o menos comerciales, pero cumplidores, sin tacha, de las pautas que establece el mercado cinematográfico. Para bien o para mal, me consideraba, me consideraban, un eslabón perdido, una rareza.
Así pues, este repaso, esta meditación crepuscular sobre mi filmografía o, más bien, sobre mi actuación profesional en cada uno de sus títulos, fue lo primero que me propuse a la hora de encarar estas memorias. Aunque, claro, este impulso no debía conducir únicamente a un autoanálisis, más o menos egocéntrico, sino a la intención de enmarcar mi trabajo como cineasta en el tiempo y las circunstancias en que se desarrolló, esperando que su contraste con otras épocas pasadas o futuras pudiera esclarecer algunas de las interrogantes «eternas» que nos planteamos todos los amantes del arte cinematográfico (tanto espectadores como profesionales).
La segunda de las razones que me empujaron a esa labor (tal vez menos subjetiva que la anterior) también me llegó desde instancias externas. Más de un amigo y varios colegas me insistían, continuamente, en que debía contar mi recorrido y mis experiencias dentro del mundo cinematográfico. Me indicaban que, gracias a haber sido coetáneo de tres épocas tan singulares y distintas como el franquismo, la Transición y el Estado democrático consolidado, era el testigo perfecto para examinar y contar los cambios y el desarrollo de nuestra cinematografía.
Habiendo alternado y aunado, además, en mi trayectoria, tendencias transgresoras con otras más regulares (sobre todo en mis trabajos para la televisión), podía observar todo el panorama de ese periodo —de los años sesenta al nuevo siglo— desde la mejor perspectiva. Me propongo dar a conocer «lo que ha sido» para poder comprender «lo que hay» y «lo que será».
Naturalmente, como no soy ni historiador ni ensayista, mis intenciones no son críticas ni mucho menos beligerantes. Si en algún momento reprocho ciertas desidias y manipulaciones de profesionales, empresas o instituciones, o si, en algún otro, ironizo con la picaresca, la necedad o la prepotencia de varios arribistas y explotadores, no lo hago por señalar culpables o maldecir su insidia, sino porque ejemplifican el deterioro, el daño que hacen en este oficio compartido por mucha gente entregada a él.
Si el título de este libro muestra la palabra Transición no es solo para indicar el periodo histórico español en el que, mayormente, se desarrolla mi experiencia, sino porque también es la época, una más, en la cual la forma de hacer cine, la naturaleza del propio cine —como disciplina artística y como oficio profesional—, ha variado radicalmente en todo el mundo. La cinematografía —su estética, su práctica, la manera de ser consumidas las películas, la recepción y la aceptación pública, el ejercicio de sus creadores, todo— ha cambiado con el siglo, en grado sumo. Y mucho más en España, que partía, desde mediados del XX, con las limitaciones y desventajas de un atraso cultural e industrial propio de nuestra aislada posición entre las naciones desarrolladas.
Para situar ese contexto, espero que estos recuerdos sirvan también como eje narrativo para hacer una crónica que desgrane y anote la secuencia de todos esos cambios que marcará el cine que se proyectará en el futuro.
¿Pero lo seguirá haciendo como séptimo arte?
Me lo pregunto porque estoy seguro de que, en las próximas páginas, expresando intenciones y exponiendo logros y fracasos, voy a emplear la palabra «arte», e incluso «Arte», con la íntima esperanza de haber sabido conjugar (o, al menos, conciliar) mis deseos más íntimos —crear alguna obra necesaria e imperecedera— con un oficio remunerado.
¿Pero esa apelación —en una obra, una filmografía— a lo «artístico» (y, esta vez, empleo las comillas con la inquietud que da la duda) resulta lo bastante sólida y moderna como para ser una calificación positiva, valiosa? He aquí el problema. Porque, en esta, la última transición cinematográfica, la palabra «arte» brilla, cada vez más, por su ausencia (algunos lo califican de declive y otros, más optimistas, de impasse, como ese estado en el que algo queda suspendido tras haber descargado la tormenta).
También la palabra «creación» se ha hecho grandilocuente, elitista y hasta demodé, con lo que es posible que, por un tiempo y en este ámbito, caiga en desuso. O, al revés. Puede que sea rescatada y utilizada dentro de una nueva concepción de lo creativo como forma de realización personal, «democratizando» su uso, universalizándolo como parte del ocio «constructivo» (esta vez las comillas no sirven para ironizar, sino para señalar tan novedosa concepción).
Soy perfectamente consciente de cambios tan imparables y sustanciosos. Es por lo que advierto que si me sirvo de esas palabras (arte o creación) a la manera «antigua» no es por priorizar o magnificar sus esencias, sino para fechar su empleo.
No obstante, ante su cambiante concepción, sería prudente escuchar las palabras de Hermann Hesse (que espero no suenen a remilgo de abuelo) cuando advierte de que «frente al talento debe haber un carácter, frente al impulso una disciplina, frente a la ligereza y el ansia de producción unas inhibiciones que mantengan la balanza del equilibrio» (Lectura para minutos, Alianza Editorial).
Admito, por tanto, que, si postulo lo artístico con ánimo de valorar una película o un estilo determinado, ando muy desencaminado. La percepción actual no está, mayoritariamente, inmersa, y ni siquiera interesada, en ámbitos tan difusos, por no decir selectivos o puristas. ¿Es que acaso eso del Arte es algo que solo pueden disfrutar y vendernos los artistas? Semejante concepción parece un privilegio del pasado. Ahora la creación se ha extendido e igualado para todos, y cualquiera puede disfrutar de su uso sin necesidad de someterse a sus exigencias.
Entre paréntesis diré que siempre he considerado al artista como una persona corriente que, por hache o por be —dejo esta incógnita a analistas más conspicuos—, tiene una facultad, anomalía, o incluso tara, especial; nada magnífica, solo inefable, especial y ferviente. Ello no supone, por supuesto, devaluar o desmerecer la importancia del aprendizaje y la práctica. Pero, claro, y perdonad el ejemplo pedestre, para jugar al baloncesto conviene ser alto —al menos, en las Ligas Mayores—; ¡ay, de nuevo, cierto tufo elitista!
Alguien podría decir —a veces con razón— que la palabra «artista»rebosa autocomplacencia, pero si la empleo ahora es más como ariete político o poético que como aura especial.
El mercado y la corrección política han eliminado la capacidad transformadora del arte. Los artistas apenas generan ya algún impacto moral o social con sus obras. Si el arte se vuelve una herramienta al servicio de la convención, es la política —el juego sectario y partidista— la que se apropia del espacio de la provocación.
Lo audiovisual —y el cine como parte suya— se erige, como nunca, en el medio de entretenimiento más popular.
Ver más'El rastreador'
Y ello estaría bien —según mi criterio— si no excluyera otras posibilidades. Porque también espero que esa corriente predominante no arrase con todas las demás. Ni siquiera puedo augurar si la exclusivista concepción del Arte que ha regido durante siglos vaya a resucitar alguna vez —ya ni siquiera lo anhelo—, pero estoy seguro de que algunos de los placeres que conseguía empujarán a que nazcan otros.
Es posible que muchas de las actividades que intentaré documentar —en especial las mías— pertenezcan a esa categoría, tal vez ya periclitada, y que, por lo tanto, solo servirán como datos para los estudiosos de esa época, como parte de la historia del cine. Según dice Vargas Llosa, «Hay una actitud, una ética, una manera de asumir la vocación en función de un ideal, sin las cuales es imposible que un creador llegue a romper los límites de una tradición y los extienda [...]. Esa manera de “elegirse artista” parece haberse perdido para siempre...» (La civilización del espectáculo, Alfaguara).
Aún compartiendo esta idea, me identifico mejor con el pensamiento de mi abuela Agustina, que, desconfiando de las mentalidades marchitas de sus coetáneos, prefería siempre la audacia juvenil.
El cineasta Alfonso Ungría relata, como protagonista y como testigo, las sucesivas transformaciones de tres etapas significativas del cine español, el franquismo, la Transición y la actualidad, en relación a su financiación, al papel de sus productores y de las majors del sistema de estudios estadounidenses, las leyes ministeriales, los festivales, Televisión Española, etc.