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Nazismo desde la cuna

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Yago Paris (Insertos)

Con esta serie de seis artículos, los redactores de la revista esta serieInsertos rastrearán este verano el camino iniciado por Los niños nos miran y comentarán películas que cuentan, cada una a su manera, historias sobre niños dentro de un universo de mayores.

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"No sé si lo que voy a contarles es totalmente cierto. En parte me ha llegado de oídas. Después de tantos años, el misterio permanece y muchas preguntas quedan sin respuesta. Pero debo hablar de los extraños sucesos que transcurrieron en nuestro pueblo. Quizás así se aclaren los acontecimientos que ocurrieron en este país". Con este monólogo comienza La cinta blanca (2009), de Michael Haneke. La voz en off del narrador, un profesor de escuela de un pueblo de la Alemania rural en el que se desarrolla el relato, rememora una serie de extraños sucesos que tuvieron lugar durante su juventud, en los años previos al inicio de la Primera Guerra Mundial. A través de las reflexiones del personaje, el realizador y también guionista de la cinta expone su hipótesis sobre la historia del siglo XX del país germano: a su juicio, el nazismo y toda su violencia ya estaban presentes en la sociedad alemana desde antes de las dos guerras mundiales, por lo que nada de lo que aconteció en el periodo de entreguerras fue la causa que provocó el auge del fascismo en la nación centroeuropea.

El cine de Michael Haneke se caracteriza por sembrar preguntas a las que no da respuesta y/o por ofrecer visiones de la realidad alternativas a las oficiales. En el caso del filme que analizamos, el realizador austriaco propone una versión alternativa al nacimiento del nazismo. Lo habitual es explicar que todo fue resultado del maltrato que sufrió el país en el Tratado de Versalles, en el que los Países Aliados de la Primera Guerra Mundial sometieron a una humillación a la sociedad alemana a través de las durísimas condiciones que el acuerdo de paz imponía. Según la versión oficial, del vapuleo nacional surgieron el rencor y las ansias de venganza, que se canalizaron a través del salvaje gobierno de Adolf Hitler. Haneke descarta dicha versión y propone otra, en la que, según su manera de ver, era solo cuestión de tiempo que la explosión de violencia tuviera lugar. Una situación que expone a través de un conjunto de sucesos macabros, en principio inexplicables, que se desarrollan en una localidad en apariencia idílica.

El cineasta apuesta por una impoluta fotografía en blanco y negro, que refleja el puritanismo y la sobriedad del pueblo, en el que la doctrina cristiana tiene tanto poder como las leyes. El autor enfatiza la idea de la pureza del alma y la corrección en el comportamiento de los vecinos para ejercer un potente contraste con los actos violentos que suceden con el paso de los días. Un hilo que provoca la caída del caballo en el que viajaba el médico, la quema de un granero, el ataque al niño con discapacidad mental... El tiempo pasa y nadie parece saber nada al respecto. No hay sospechosos ni motivaciones que justifiquen los actos. De esta manera, Haneke somete al público a una de sus habituales manipulaciones narrativas, a través de las cuales lo que persigue, en realidad, es dejar en evidencia a los espectadores, y no tanto a sus personajes de ficción. Quizás el caso más evidente de dicho modus operandi sea Caché (Escondido) (2005), filme en el que construía una trama de thriller a partir de unas perturbadoras cintas de vídeo que recibía una familia francesa de la burguesía. ¿Quién envía los vídeos? ¿Cómo es posible que hayan podido grabar lo que muestran sin que las personas implicadas se hayan dado cuenta? Lo normal es romperse la cabeza tratando de resolver el misterio, pero la respuesta es de lo más sencillo: nada de eso importa.

En el caso de La cinta blanca tampoco importa quién haya sido el responsable de los actos. Aunque en esta ocasión se deja entrever que probablemente hayan sido los niños del pueblo, una idea que refuerza la teoría que defiende Haneke de que el clima en el que esa generación se crió provocó que posteriormente se relacionaran con el mundo a través del odio y la violencia, lo cierto es que poco importa quiénes fueran. ¿Por qué narrar la historia de esta manera? Porque, al mismo tiempo, el director también está construyendo un retrato de la sociedad, que funciona como espejo para el espectador. Una de las críticas habituales que se hicieron en su día a Caché fue señalar que juega al despiste con el asunto de las cintas de vídeo para llegar a ninguna parte, y, entremedias, no contar nada. Sin embargo, a la persona que sostenga tal opinión se le habrá escapado el desolador retrato de la sociedad francesa, resquebrajado por las diferencias de clase y el racismo poscolonial todavía presente en dicho país. Todo esto a pesar de que, aparentemente, en la película “no sucede nada”. De esta manera, Haneke se dirige al público y le espeta en la cara “si no te has dado cuenta de todo esto significa que eres parte del problema”.

 

Un fotograma de La cinta blanca, de Michael Haneke. / GOLEM

La estrategia es idéntica en la obra que se analiza en el texto. Mientras manipula al público de manera evidente con el misterio de los actos de violencia —al no mostrarlos y al no dar apenas pistas sobre quién o quiénes pueden haber sido los responsables—, construye un retrato de la Alemania previa a la Primera Guerra Mundial, cuya sociedad entiende que el desprecio al prójimo, el castigo y la humillación son las maneras más naturales de relacionarse. Nuevamente, si el espectador de La cinta blanca termina el visionado con la sensación de que le han tomado el pelo, y no se ha percatado de qué es lo que realmente ha querido contar el director, es que probablemente sea parte del problema, sobre todo porque, en última instancia, lo que Haneke quiere decirnos es que, aunque lo que cuenta la obra está exagerado, debido a que sucedió hace un siglo, en el fondo las relaciones personales, especialmente en el ámbito familiar, poco han cambiado. En realidad el director también nos está retratando como sociedad, señalando los males que enarbolan nuestra conducta apática, violenta y alienada, un mensaje del que se puede extrapolar que, ni el nazismo se debió al Tratado de Versalles, ni murió tras la Segunda Guerra Mundial.

¿Y dónde quedan los niños en todo este entuerto? Como se ha expuesto anteriormente, las sospechas sobre los actos violentos recaen sobre los propios infantes, que en sociedad se muestran como seres rectos, obedientes y puros, pero a escondidas probablemente son los que desatan toda su ira y frustración castigando a los demás, con especial mención a los más débiles —el ataque al discapacitado mental o al pequeño hijo del barón son paradigmáticos—. Sin embargo, lo que sí se muestra es la colisión que se produce entre el mundo infantil y el adulto, a través de una educación enfermiza en la que prima el castigo frente a la concienciación, la violencia frente al amor y la humillación frente a la compasión. Sin ir más lejos, la cinta blanca a la que alude el título de la obra es una prenda que algunos de los niños son forzados a llevar, como símbolo de la pureza que han perdido y como recordatorio constante de que no se han comportado de manera adecuada y que deben ser penalizados por ello, humillación pública incluida. En tal situación cobra especial relevancia el castigo, que los adultos utilizan como excusa para ejercer el mal sobre los más débiles, sus propios hijos. En este modelo de educación no faltan las agresiones físicas, la exposición pública a los ojos de la comunidad de los pecados o la constante presión psicológica a la que los jóvenes son sometidos, lo que irremediablemente provoca que estos, a su vez, perpetúen los actos de los mayores, en un círculo vicioso que no conoce fin.

 

Los dos mundos

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Un fotograma de La cinta blanca, de Michael Haneke. / GOLEM

Al mismo tiempo, la desconexión entre ambos mundos no solo se provoca por el hecho de que los mayores sean los principales enemigos de los pequeños, sino que la incomunicación define las propias interacciones orales. Lejos de escuchar, los padres imponen su criterio sobre sus hijos, deciden lo que es mejor para ellos y creen saber perfectamente qué les pasa a cada momento. En ese sentido la escena en la que el pastor decide, sin escuchar a su hijo, que las ojeras que este presenta son fruto de que ha caído en el pecado de la masturbación, y por ello debe ser atado todas las noches hasta que se recupere, es demoledora. El niño, aterrorizado ante la mera presencia de su dictatorial progenitor, se ve forzado a darle la razón, a pesar de que a todas luces parece evidente que este no es el motivo de su estado físico. La conversación, lejos de destacar por el diálogo, la comprensión o la complicidad, se convierte en un auténtico interrogatorio, en el que la tortura psicológica se refuerza con cada nueva palabra que el adulto pronuncia. Por último, el cineasta parece preguntarse por las causas de tal desconexión. Si los adultos fueron niños en su día, ¿qué les impide empatizar con lo que estos viven? Como es habitual en el cine de Haneke, la narración se centra en plantear incógnitas e incomodar al público al enfrentarlo a sí mismo, pero lo que parece evidente es que, ante semejante panorama, los actos de maldad que infligen los jóvenes, lejos de ser justificables, son totalmente entendibles.

Con esta serie de seis artículos, los redactores de la revista esta serieInsertos rastrearán este verano el camino iniciado por Los niños nos miran y comentarán películas que cuentan, cada una a su manera, historias sobre niños dentro de un universo de mayores.

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