El novelista James McBride no elige el camino fácil. En El pájaro carpintero, ganadora del National Book Award en 2013 y publicada ahora en castellano por la editorial asturiana Hoja de Lata, mezcla ingredientes peligrosos. La guerra civil estadounidense, la picaresca a lo Huckelberry Finn, la controvertida figura del abolicionista John Brown y una mirada oblicua a la cuestión racial. El novelista afroamericano, también músico de jazz, sobrevive al experimento: en 2015 obtiene la Medalla Nacional de las Humanidades de manos del presidente Barack Obama.
El primer capítulo de la novela, que infoLibre publica para iniciar esta serie de adelantos literarios, da una idea del tono ágil y humorístico afilado por McBride. Ah, y no se dejen engañar: contra todo pronóstico, John Brown el Viejo existió.
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1. Conoced al Señor
Nací y fui un hombre de color, no lo olvidéis, pero viví como una mujer de color durante diecisiete años.
Mi papa era un negro de pura raza de osawatomie, en el territorio de Kansas, al norte de Fort Scott y cerca de Lawrence. Papa era barbero de profesión, aunque su trabajo nunca lo dejó del to satisfecho. Pa él, lo principal era predicar los Evangelios. Papa no tenía una iglesia al uso, d’esas que no permiten na salvo’l bingo los miércoles por la noche y que las mujeres se sienten por ahí a hacer recortables de muñecas. Salvaba las almas d’una en una mientras cortaba’l pelo en la taberna de Henry el Holandés, qu’estaba metía en una encrucijá en la ruta de California, que discurre paralela al río Kaw, al sur del territorio de Kansas.
Papa predicaba pa, en su mayoría, la chusma, los faroleros, los negreros y los borrachos que venían por la ruta de Kansas. No era un hombre de gran tamaño, pero se vestía como si lo fuera. Le gustaba llevar chistera, los pantalones arremangaos en los tobillos, camisas de cuello alto y botas de tacón. Casi toa su ropa era basura qu’encontraba, o cosas que robaba a los blancos qu’habían muerto en la pradera d’una hinchazón o que se los habían cargao en cualquier trifulca. Su camisa tenía agujeros de bala del tamaño d’una monea de veinticinco centavos, su sombrero era dos tallas más pequeño y sus pantalones estaban hechos de dos perneras de distinto color qu’había cosío por el medio, por la parte donde se junta’l culo. Tenía’l pelo tan enredao y fosco que se podían encender cerillas en él. La mayoría de las mujeres ni se l’acercaba, mi madre incluía; ella cerró los ojos pa siempre al darme a mí la vida. Se decía qu’era una mujer amable y de piel clara, pa ser negra.
—Tu madre era l’única mujer del mundo lo bastante hombre pa escuchar mis santos pensamientos —alardeaba papa—, pues soy un hombre de muchas cualidades.
Cualesquiera que fueran esas cualidades, no formaban un to mu grande, pues vestío de punta en blanco con toa su ropa, incluso con las botas y la chistera de casi diez centímetros, papa no llegaba al metro y medio d’altura, y parte de su estatura no era más qu’aire.
Pero lo que le faltaba d’altura, papa lo compensaba con la voz. Mi papa podía gritar más que cualquier blanco que jamás haya caminao por la verde tierra de dios, sin ninguna excepción. Tenía una voz aguda y fina. Cuando hablaba, sonaba como si tuviera un arpa de boca metía en la garganta, pues hablaba con estallíos y explosiones, así que conversar con él era un auténtico dos por uno: te limpiaba la cara y te la lavaba con sus escupitajos al mismo tiempo; o más bien un tres por uno, si tenías en cuenta su aliento. L’olía a vísceras de cerdo y a serrín, ya qu’había trabajao en un matadero durante muchos años, así que, en general, la mayoría de la gente de color l’evitaba.
Pero a los blancos sí les gustaba bastante. Muchas noches, vi cómo mi papa s’hinchaba a beber zumo de l’alegría y luego saltaba encima de la barra de la taberna de Henry el Holandés, pegaba tijeretazos y gritaba entre’l humo y la ginebra:
—¡Que viene’l Señor! ¡Ya viene a sacaros los dientes y a arrancaros el pelo!
Luego se tiraba encima d’una multitú de la peor escoria, la de los rebeldes de Misuri más borrachuzos que jamás hayáis visto. La mayoría lo golpeaba hasta tumbarle en el suelo y sacarle los dientes a patás, pero a esos tipos blancos les daba igual que mi papa se los echase encima en el nombre del espíritu Santo o que viniera un tornao y lo mandase volando d’un lao a otro de la taberna; en aquellos tiempos el espíritu del redentor que derramó su sangre por nosotros era un asunto serio en la pradera y a los típicos pioneros blancos no les era ajeno’l conceto de l’esperanza. Casi tos lo tenían bien reciente al haber venío al oeste con una idea que no había salío como s’esperaban, así que daban la bienvenía a cualquier cambio que los ayudara a levantarse de la cama pa matar indios y no morirse por culpa de las fiebres o de las serpientes de cascabel. También ayudaba que papa hacía’l mejor aguardiente del territorio de Kansas (a pesar de qu’era predicador, a papa no le molestaba tomar un trago, o tres) y, aunque parezca mentira, los mismos pistoleros que l’arrancaban el pelo a tirones y le daban una buena tunda solían levantarlo después y decir: «Vamos a beber»; y tos juntos se marchaban a aullar a la luna mientras bebían el licor de la felicidá de papa. Se sentía orgulloso de su amistá con la raza blanca; l’había aprendío de la Biblia, o eso decía.
—Hijo —solía decir—, acuérdate siempre del libro d’Ezequías, capítulo doce, versículo diecisiete: «Capitán Ahab, cede tu vaso a tu sediento vecino y deja que beba hasta que se harte».
Cuando me di cuenta de que no había ningún libro d’Ezequías en la Biblia, ya era adulto, y tampoco había ningún Capitán Ahab. En realidá, papa no sabía leer ni una palabra y solo recitaba los pasajes de la Biblia qu’había escuchao a los blancos.
Ahora bien, es verdá qu’en el pueblo había quienes querían ahorcar a mi papa por haberse visto poseío por el Espíritu Santo y haberse arrojao a la muchedumbre de pioneros qu’iban al Oeste y se detenían a por provisiones en la taberna de Henry el Holandés. Eran especuladores, tramperos, niños, mercaderes, mormones e, incluso, mujeres blancas. Estos pobres colonos ya tenían bastante con preocuparse de las serpientes de cascabel que salían del entarimao, de los rifles que se disparaban a la mínima y de construir chimeneas al revés, de manera que terminaban asfixiándose y muriéndose; como pa tener que preocuparse por un negro que se les tiraba encima en el nombre del Gran redentor Coronao. D’hecho, cuando yo tenía diez años, en 1856, en el pueblo ya s’hablaba abiertamente de volarle la tapa de los sesos a mi papa.
Creo que se l’habrían volao de no haber recibío una visita en primavera que les ahorró el trabajo.
La taberna de Henry el Holandés estaba mu cerca de la frontera con Misuri y era una especie d’oficina de correos, juzgaos, lugar de chismorreos y licorería pa los rebeldes de Misuri que cruzaban la frontera de Kansas pa venir a beber, jugar a las cartas, contar mentiras, ir de putas, vocear y quejarse de cómo los negros s’estaban haciendo con el mundo mientras los yanquis s’encargaban de tirar por la letrina los derechos constitucionales de los blancos. Yo no prestaba atención a estas charlas porque mi trabajo, por aquel entonces, consistía en sacar brillo a los zapatos mientras mi papa cortaba’l pelo, y m’echaba al gaznate tol pan de maíz y la cerveza que podía. Pero, al llegar la primavera, en la taberna del Holandés no s’hablaba d’otra cosa que de cierto canalla blanco y asesino conocío como John Brown el Viejo, un yanqui del este qu’había venío al territorio de Kansas a causar problemas con la banda de sus hijos, los llamaos rifles de Pottawatomie. Según lo que contaban, John Brown el Viejo y sus hijos asesinos pensaban matar a tolos hombres, mujeres y niños de la pradera. John Brown el Viejo robaba caballos, quemaba granjas, violaba mujeres y rebanaba cabezas. Que si John Brown el Viejo esto y John Brown el Viejo l’otro y, vaya por dios, pa cuando terminaron con él, tenía pinta de ser el hijo de puta asesino más infame y retorcío que jamás hayáis visto, así que decidí que, si algún día me topaba con él, vaya que si me lo cargaba yo mismo, solo por lo qu’había hecho o por lo qu’iba a hacer a los blancos buenos que yo conocía.
Bueno, no mucho después de que tomara esta decisión, un viejo irlandés entró tambaleándose en la taberna de Henry el Holandés y se sentó en el sillón de barbero de mi papa. No tenía na d’especial, porque en aquellos tiempos había cientos d’holgazanes a la caza d’oportunidades, deambulando por el territorio de Kansas en busca d’alguien que los llevara al Oeste o d’un trabajito robando ganao. Este trotamundos no tenía na d’especial. Era un tipo encorvao qu’estaba en los huesos, recién salío de la pradera; olía a boñiga de búfalo, tenía un tic en la mandíbula y la barbilla llena de pelos retorcíos. Tenía tantas arrugas en la cara entre la boca y los ojos que, si las juntabas, te daban p’hacer un canal. Fruncía los labios finos de forma permanente y parecía que los ratones l’habían roío por toas partes el abrigo, el chaleco, los pantalones y la corbata de cordón. Tenía las botas destrozás y se le salían los deos de los pies por la puntera. en conjunto tenía un aspecto lamentable, incluso pa lo que se veía en la pradera; pero era blanco, así que cuando se sentó en el sillón de papa pa que le cortasen el pelo y l’afeitaran, papa le puso una capa y empezó a trabajar. Como era habitual, papa trabajaba por arriba y yo, por abajo. Me dediqué a sacar brillo a las botas, aunque en este caso había más deos que cuero.
Después d’unos instantes, el irlandés echó un vistazo alrededor y, al ver que no había nadie demasiao cerca, le dijo a papa con voz queda:
—¿Es usted hombre de Biblia?
Bueno, papa estaba loco por tolo relacionao con dios, así que s’animó bastante.
—Pues claro que sí, jefe —dijo—. Me conozco to tipo de pasajes de la Biblia.
El vejete sonrió, pero no puedo decir que de verdá, pues su rostro severo era incapaz de sonreír; pero como que se l’ensancharon los labios. L’agradó la sola mención del Señor, y con razón. Dependía de la misericordia del Señor en aquel momento y lugar, pues se trataba del asesino, del mismísimo John Brown el Viejo; el azote de Kansas estaba sentao justo allí, en la taberna del Holandés. S’ofrecía una recompensa de mil quinientos dólares por su cabeza y la mitá de la población del territorio de Kansas tenía intención de llenarlo de plomo.
—¡Maravilloso! —exclamó—. Dígame, ¿cuáles son sus libros favoritos de la Biblia?
—¡Ah! Me gustan tos —contestó papa—, pero los que más me gustan son los d’Ezequías, Ahab, Trotter y del Sumo Pontífice.
El Viejo frunció el ceño.
—No recuerdo haberlos leído, y eso que he leído la Biblia de cabo a rabo.
—No me los sé con esatitú —dijo papa—, pero m’encantaría oír cualquier pasaje que se sepa, forastero, si tuviera l’amabilidá de compartirlos conmigo.
—Por supuesto, hermano, nada me haría más feliz —continuó el forastero—. Aquí va uno: «El que cierra su oído al clamor del Señor, también clamará y no se le responderá».
—¡Cielo santo! ¡Ese sí qu’es bueno! —dijo papa, según daba saltos y entrechocaba las botas—. ¡Dígame otro!
—«Y el Señor extiende su mano, toca todo mal y lo mata».
—¡Ese último m’ha llegao al alma! —Papa pegaba saltos y daba palmas—. ¡Deme más!
El vejete ya no paraba.
—«Pon un cristiano en presencia del pecado y se le tirará a la garganta».
—¡Vamos, forastero!
—¡Liberad al esclavo de la tiranía del pecado! —casi gritó el vejete.
—¡Eso sí qu’es predicar!
—¡Y esparcid a los pecadores como si fueran grano para que el esclavo sea libre para siempre!
—¡Sí, señor!
Los dos estaban sentaos justo en tol medio de la taberna de Henry el Holandés mientras hablaban y, a menos de dos metros d’ellos, habría unas diez personas chismorreando. Algún mercader, mormón, indio o alguna ramera, hasta’l mismísimo John Brown, podría haberse acercao a mi papa pa susurrarle unas palabras que le salvasen la vida, pues el tema de l’esclavitú había traío la guerra al territorio de Kansas. Habían saqueao Lawrence, el gobernador había huío, ya no había ley alguna y los jinetes de Misuri echaban a patás en el culo a cualquier colono yanqui qu’estuviera entre Palmyra y Kansas City. Pero papa no sabía na de to esto, nunca s’había alejao más d’un kilómetro de la taberna del Holandés. Nadie dijo na y papa, como estaba loco por el Señor, daba saltitos y tijeretazos mientras se reía.
—¡Que viene’l espíritu Santo! ¡la sangre de Cristo! Sí, señor, ¡Esparce ese grano! ¡A esparcirlo! ¡Me siento como si ya hubiera conocío al Señor!
A su alrededor, la taberna se quedó en silencio.
Justo entonces entró Henry el Holandés.
Henry el Holandés Sherman era un tipo alemán bastante corpulento que medía más de seis palmossin las botas puestas. Tenía las manos del tamaño d’un cuchillo carnicero, los labios del color de los chuletones y una voz atronadora. Era mi dueño, el de papa, de mi tía y mi tío y de varias mujeres indias que tenía pa su disfrute. El viejo Holandés también s’habría podío comprar un blanco d’esclavo si hubiera estao permitío. Papa fue su primer esclavo, así que tenía algunos privilegios: iba y venía a su voluntá. Pero siempre, a mediodía, el Holandés venía a recoger su dinero, que papa guardaba religiosamente en una caja de puros detrás del sillón de barbero y, por cosas del azar, era mediodía.
El Holandés entró, fue a por la caja detrás del sillón de barbero, se llevó su dinero y estaba a punto de darse la vuelta cuando echó un vistazo al viejo sentao en el sillón de papa y vio algo que no le gustó.
—Tiene un aspecto familiar —dijo—. ¿Cómo se llama?
—Shubel Morgan —respondió el Viejo.
—¿Y qué hace por aquí?
—Busco trabajo.
El Holandés se detuvo un momento y clavó la mirada en el Viejo. Se dio cuenta de qu’había gato encerrao.
—En la parte de atrás tengo madera que hay que cortar — dijo—. Le daré cincuenta centavos por cortar madera a media jornada.
—No, gracias —contestó el Viejo.
—Setenta y cinco centavos.
—Que no.
—¿Un dólar, entonces? —preguntó el Holandés—. Un dólar es mucho dinero.
—No puedo —gruñó el Viejo—, estoy esperando a que el barco de vapor baje por el río Kaw.
—El barco de vapor no viene hasta dentro de dos semanas —replicó el Holandés.
El Viejo frunció el ceño.
—Si no le importa, estoy aquí sentado, compartiendo la Palabra de dios con un hermano cristiano —dijo—, así que por qué no se ocupa de sus asuntos, amigo, y pica usted mismo su propia madera, a menos que quiera parecer un puerco gordo y perezoso a los ojos del Señor.
En aquellos tiempos, el Holandés llevaba un revólver pimentero encima, una pistolita. Tenía cuatro cañones y, a bocajarro, te dejaba bien apañao. en vez d’en una pistolera, la llevaba en el bolsillo de delante pa poder sacarla rápido; justo en el bolsillo delantero. Metió allí la mano y desenfundó. Sostuvo la pistola, con los cuatro cañones apuntando al suelo mientras hablaba con ese viejo arrugao, ahora con un arma en la mano.
—Solo un yanqui cobarde y pervertido hablaría así —dijo.
Varios hombres se levantaron y se fueron, pero’l Viejo se quedó allí sentao, bien calmao y sereno.
—Me está insultando —le dijo al Holandés.
Aquí debería aclarar que yo iba con el Holandés. No era un mal tipo; d’hecho, cuidaba bien de mí, de papa, de mi tía y mi tío y de las varias mujeres piel roja qu’usaba pa pasárselo en 30 grande. Tenía dos hermanos pequeños, William y Drury, y los mantenía, además de qu’enviaba dinero a su mama en Alemania y daba ropa y comida a tolas indias y las rameras de to tipo que su hermano William se traía del Arroyo Mosquito y alrededores, lo qu’era extraordinario, pues William no valía una mierda y s’hacía amigo de tol mundo del territorio de Kansas, excepto de su propia mujer y de sus hijos. Y eso por no mencionar que’l Holandés tenía un establo, varias vacas y pollos, dos mulas, dos caballos, un matadero y una taberna. Estaba mu ocupao y no dormía más que dos o tres horas por la noche. D’hecho, al volver la vista atrás, Henry el Holandés era una especie d’esclavo.
Dio un paso atrás, con el pimentero todavía apuntando al suelo, y dijo:
—Levántate.
El sillón de barbero estaba sobre una tarima de madera. El Viejo se bajó despacio, el Holandés se volvió al camarero y le dijo: «Dame una Biblia». Así hizo’l camarero, y luego mi amo se dirigió al Viejo con la Biblia en una mano y el pimentero en l’otra.
—Voy a hacer que jures sobre esta Biblia que estás a favor de la esclavitud y de la Constitución de los estados Unidos —dijo— . Si lo juras, vejestorio, te puedes ir de aquí sin que pase nada; pero si eres un embustero cagueta en contra de la esclavitud, te voy a atizar en la cabeza con esta pistola tan fuerte que se te va a salir el cerebro por las orejas. Pon la mano aquí.
Yo iba a descubrir más sobre John Brown el Viejo durante los próximos años, porque hizo algunas cosas salvajes y horribles; pero l’único que no podía hacer era mentir, en especial cuando tenía la mano sobre la Biblia. Estaba en un aprieto. Puso la mano sobre la Biblia y, por primera vez, lo vi tenso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el Holandés.
—Shubel Isaac.
—Creía que te llamabas Shubel Morgan.
—Isaac es mi segundo nombre —respondió.
—¿Cuántos nombres tienes?
—¿Cuántos me hacen falta?
La charla hizo que s’espabilase un viejo borracho llamao Dirk, qu’estaba dormío en la mesa d’una esquina cercana. Dirk s’incorporó, echó un vistazo a la sala y soltó:
—¡Vaya, Holandés! Si ese se parece a John Brown el Viejo.
Al decirlo, los hermanos del Holandés, William y Drury, y un tipo joven llamao James Doyle (los tres morirían en otro momento) se levantaron d’una mesa cerca de la puerta, desenfundaron sus revólveres Colt, apuntaron al viejo y lo rodearon.
—¿Eso es cierto?
—¿El qué es cierto? —dijo’l Viejo.
—¿Eres Brown el Viejo?
—¿Acaso he dicho que lo fuera?
—Si no lo eres, ¿entonces quién eres? —el Holandés parecía aliviao.
—Soy el hijo de mi Creador.
—Eres demasiado viejo para ser un niño. ¿Eres John Brown el Viejo o no?
—Soy quien el Señor quiera que sea.
El Holandés tiró la Biblia al suelo, puso’l pimentero en el cuello del Viejo y lo amartilló.
—¡Por Dios! ¡Basta de sandeces, estúpido de mierda! ¿Eres John Brown el Viejo o no?
Durante tolos años que lo conocí, John Brown el Viejo nunca s’exaltó, ni siquiera en lo relacionao con la muerte (con la suya o con la del prójimo), a menos que sacasen el tema del Señor. Con ver que’l Holandés tiraba la Biblia al suelo y qu’usaba’l nombre del Señor en vano, tuvo bastante; sencillamente, no lo soportaba. Se le puso la cara rígida y la siguiente vez qu’habló ya no hablaba como un irlandés, sino con su voz real, aguda, clara y firme como un alambre.
—Muérdase la lengua al mentar a nuestro Creador —dijo con templanza—. Por el poder de Su Santa Misericordia, me voy a ver obligado a redimirlos en Su nombre, y luego esa pistola que tiene ahí no valdrá ni un centavo. El Señor se la quitará de la mano.
—¡Dios, ya vale de tonterías! ¡Dime cómo te llamas, me cago en todo!
—No vuelva a mencionar el nombre de Dios en vano.
—¡Mierda! Diré su puto nombre cuando me dé la puta gana. ¡Lo voy a gritar por el culo de un cerdo muerto y luego te lo voy a meter por la garganta, yanqui comemierda! ¡Sé que por dentro eres un puto negro!
El Viejo s’enfureció al oír aquello y, antes de que nadie se diera cuenta, se quitó la capa y, debajo del abrigo, apareció la culata d’un rifle Sharps. Se movió con la rapidez d’una serpiente de cascabel, pero’l Holandés ya tenía los cañones de la pistola pegaos al cuello del viejo y no tenía qu’hacer na más que dejar caer el percutor.
Y así hizo.
Pero esos pimenteros son revólveres complicaos, no se puede confiar en ellos como en un Colt o en uno de repetición. Son pistolas de restallones y tienen qu’estar secas, y de tol sudor y de tolas ordinarieces, las manazas del Holandés se debían d’haber mojao (es l’único que se m’ocurre), porque cuando apretó el gatillo y la pistola hizo «¡pum!», falló. Un cañón explotó y reventó. el Holandés soltó la pistola y cayó al suelo, bramando como un ternero y con la mano casi arrancá de cuajo.
Los otros tres tipos qu’apuntaban a Brown el Viejo con sus Colts habían dao un paso atrás pa que los sesos del Viejo no les salpicaran la cara, pues esperaban que se desparramasen por la taberna en cualquier momento, y ahora los tres s’habían quedao boquiabiertos y mirando’l cañón amenazante d’un rifle Sharps, que, con calma, el viejo loco terminó de desenfundar del to.
—Le dije que el Señor se la iba a quitar de la mano, pues el rey de reyes acaba con todos los incordios.
Puso’l Sharps en el cuello del Holandés y llevó el percutor hasta’l final. luego miró a los otros tres tipos y siguió hablando:
—Dejen las pistolas en el suelo o díganle adiós.
Así hicieron, y en ese momento se dirigió a la taberna, con el rifle todavía en las manos, y gritó:
—Soy John Brown, el capitán de los rifles de Pottawatomie. Traigo la bendición del Señor para liberar a todos los hombres de color de este territorio. a cualquiera que se me oponga le espera tragar metralla y pólvora.
Bueno, en aquella sala habría una media docena de trotamundos con revólveres y ninguno intentó desenfundar, pues el Viejo mantenía tola calma e iba en serio. Echó un vistazo a la taberna y habló con tranquilidá:
—Que salgan todos los negros de aquí, y los que estáis escondidos también. Ahora sois libres, ¡seguidme! No tengáis miedo, hijos.
Había varios morenos en la sala, algunos venían a hacer recaos y otros a acompañar a sus amos. La mayoría s’había escondío debajo de las mesas, temblaban de miedo, esperaban a qu’empezasen los disparos y cuando’l Viejo dijo esas palabras, vaya que si salieron y huyeron, tos y cada uno d’ellos. Por la puerta que se fueron. Apenas se les veía l’espalda mientras arrastraban el culo de vuelta a casa.
El Viejo los vio desperdigarse.
—El Señor aún no los ha salvado —masculló.
Pero todavía no había terminao con las liberaciones. Se giró hacia mi papa, que seguía allí plantao, temblando y diciendo: «Ay, Señor; ay, Señor…».
El Viejo l’interpretó como sis’estuviera ofreciendo voluntario, porque papa había dicho: «Ay, Señor», y él fue y contestó: «Sí, es obra del Señor». Creo que fue como si llegasen a un acuerdo. Dio una palmadita en l’espalda a papa, bien satisfecho.
—Amigo mío, has elegido con sabiduría —dijo’l Viejo—. Tú y tu desgraciada hija mulata, aquí presente, habéis sido bendecidos al aceptar los designios del redentor de que viváis en libertad y sin pecado, y así no pasaréis el resto de vuestras vidas en este antro de maldad con estos pecadores salvajes. Ahora sois libres. Salid por la puerta de atrás mientras sigo apuntando a estos infieles. ¡Os guiaré hasta la libertad en nombre del rey de Sion!
Mirad, no sé qué pasaría con papa, pero entre tanto hablar de reyes, d’infieles, de Siones y de to eso, y al verle agitar el rifle Sharps d’un lao a otro, d’alguna manera me llamó l’atención la parte de su discurso sobre una «hija». Es verdá que yo llevaba puesto un saco de patatas, como la mayoría de los niños de color por aquel entonces, y qu’encima varios niños del pueblo se reían de mi piel clara y de mi pelo bien rizao, aunque solía vengarme a puñetazos con los que podía; pero tos en la taberna del Holandés, hasta los indios, sabían que yo era un chico. A esa edá ni siquiera m’interesaban las chicas, pues m’había criao en una taberna en la que la mayoría de las mujeres fumaba puros, bebía aguardiente y apestaba de lo lindo, igual que los hombres. Pero incluso aquellas personas tan infames, que solían estar tan beodas que no distinguían un escarabajo gorgojo d’una bola d’algodón y que pensaban que los morenos éramos tos iguales, sabían en qué me diferenciaba de las chicas. Abrí la boca pa corregir al Viejo, pero justo entonces parecía qu’un grito agudo inundaba l’habitación y que yo no podía gritar más alto. Después d’unos instantes me di cuenta de que tos esos bramíos y lamentos salían de mi propia garganta. Debo confesar qu’había perdío los nervios.
Papa estaba aterrao. Se quedó allí plantao, temblando como las vainas del maíz.
—Amo, mi Henry… eh… ah… no es…
—¡No tenemos tiempo para racionalizar tus pensamientos de deficiente mental! —soltó el Viejo, con el rifle todavía apuntando a la sala, y cortó a papa en seco—. Tenemos que irnos. Valiente amigo, voy a llevaros a ti y a tu Henrietta a un lugar seguro.
Veréis, en realidá me llamo Henry Shackleford, pero’l Viejo oyó que mi papa decía «Henry… eh… ah…», y se creyó que decía «Henrietta»; así funcionaba la mente del Viejo. En lo que creía, se lo creía del to; no l’importaba si era cierto o no, sencillamente cambiaba la realidá según le convenía. era un hombre blanco de verdá.
—Pero mi hi…
—Valor, amigo —le dijo a papa—, tenemos a un carnero trabado por los cuernos a un matorral, como Abraham. Acuérdate del libro de Joel, capítulo uno, versículo cuatro: «Lo que dejó la oruga, lo devoró la langosta. lo que dejó la langosta, lo devoró el pulgón. lo que dejó el pulgón, lo devoró el saltamontes».
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó papa.
—Que te van a comer vivo si te quedas aquí.
—Pero es que no es una niñ…
—¡Silencio! —dijo’l Viejo—. No hay tiempo de entretenerse, ya hablaremos luego de enseñar a tu hija las Sagradas Escrituras. Me cogió de la mano y, todavía con el Sharps a punto, se dirigió a la puerta trasera. Oí elruido de los caballos que s’acercaban por el callejón d’atrás. Cuando llegó a la puerta, me soltó la mano un momento p’abrirla y, mientras estaba en ello, papa l’embistió.
Al mismo tiempo, el Holandés s’abalanzó sobre uno de los Colts qu’estaban en el suelo, lo cogió, apuntó al Viejo y disparó.
Falló, pero la bala dio en el borde la puerta y sacó un’astilla d’unos veinte centímetros. L’astilla salía del lao de la puerta como un cuchillo horizontal, como a l’altura del pecho, y papa corrió directo hacia ella. Directa a su pecho que fue.
Papa se tambaleó, se desplomó en el suelo y justo allí se l’apagó la llama de la vida. Pa entonces, el estampío de los caballos que venían por el callejón a toa velocidá ya se nos había echao encima, y el Viejo abrió la puerta del to dando una patá.
—¡Ladrón de negros! ¡Me debes mil doscientos dólares! — gritó Henry el Holandés, sentao en el suelo.
—Ponlos en la cuenta del Señor, pagano —replicó el Viejo. luego me levantó con una sola mano, salió al callejón y nos fuimos.
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El pájaro carpinteroJames McBrideTraducción de Miguel SanzHoja de Lata5 de septiembre de 201723,90 eurosEl pájaro carpintero
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La editorial
El sello Hoja de Lata nació de una situación común en la cultura española de la crisis. Daniel Álvarez Prendes y Laura Sandoval se reconvirtieron de libreros a editores cuando se quedaron en paro —solo entre 2013 y 2014 cerraron 912 comercios de este tipo, según un informe de los libreros españoles— y decidieron capitalizarlo para tirarse a la piscina. Lo hacían, además, desde Gijón, periferia geográfica y cultural en un país cuya industria editorial se reparte entre Madrid y Barcelona. Después de tres años de duro trabajo —con títulos con tanto carácter como Arraianos, de Xosé Luis Mández Ferrín, o Cartas de una pionera, de Elinore Pruitt Stewart—, el último ejercicio les trajo una sorpresa tanto económica como sentimental.
Hoja de Lata ha sido una de las responsables, tras la labor previamente realizada por Antonio Plaza y la editorial Renacimiento, de la recuperación de la obra de Luisa Carnés. La novela Tea Rooms, publicada en 1934 por esta escritora autodidacta, feminista, republicana y exiliada, ha vendido más de 4.000 ejemplares, una nimiedad para los grandes sellos pero todo un logro para una editorial de estas dimensiones. Ahora publican trece de sus relatos, que recorren no solo la historia de España de la Guerra Civil al exilio interior y exterior, sino también la de su autora.