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Juana de Castilla antes de Juana la Loca, la infanta que no conoció el camino recto

Hablar de Juana de Castilla antes de convertirse en reina propietaria es hablar de una vida antes de una no-vida. Y hablar, a su vez, de un eventual camino recto que pudiera haber seguido, tal y como se le requería a una infanta de la época, son palabras mayores en su caso, habida cuenta de la altura de la figura que debía dibujarlo, el camino. Nada menos que Isabel la Católica, la reina más regia, su madre. Ruth Martínez Alcorlo, profesora en la Universidad de Alcalá y doctora en Literatura Española Medieval, define la relación entre las dos como algo más distante que, por ejemplo, la que compartía la reina con su primogénita Isabel. “A ella”, explica, “la entendía, pero a Juana un poquito menos”. Ya desde muy joven, por ejemplo, dio muestras Juana de una actitud reticente con la religión, pero no fue hasta una vez casada con Felipe el Hermoso cuando las fricciones entre madre e hija alcanzaron su máxima expresión. Si de niña, Juana de Castilla ya dio síntomas de no estar hecha para un camino tan recto como el que parecía diseñado para ella, cuando contrajo matrimonio se confirmó su naturaleza, aunque existe, todavía, la discusión entre historiadores: ¿hasta qué punto interesó convertir a la heredera del trono de Castilla en Juana la Loca?

Antes de tratar de encontrar algunas respuestas a la pregunta, conviene trazar un perfil más o menos exacto de la infanta Juana en su juventud. El académico de la Real Academia de la Historia Manuel Fernández Álvarez la define en su Juana la Loca: la cautiva de Tordesillas como “la más hermosa de las hijas de los Reyes Católicos, según el parecer de los testigos de la época” y cita el retrato que le hizo Juan de Flandes, donde “luce Juana con toda su gracia juvenil: la cabeza descubierta, el pelo peinado a dos bandas, unos grandes ojos con un no sé qué de misterio, el generoso escote que deja ver un bien formado busto, y la fina mano diestra con el índice alzado, como si supiera que iba a ser llamada a heredar los reinos de España”. En cuanto a su carácter, la profesora Martínez Alcorlo habla de una niña y, después, adolescente, que “gustaba de las alegrías cortesanas como el baile” y que, si bien es cierto que no toleraba demasiado bien las clases que tenían que ver con la religión, “sí que era muy inclinada al estudio porque se sabe que era realmente notable su manejo del latín”. También tenía gusto, y de eso también quedó constancia, por los instrumentos y, en particular, por el clavicordio.

Las primeras noticias de “actitudes algo desordenadas”, en palabras de Martínez Alcorlo, llegaron desde Flandes una vez Juana ya llevaba un tiempo en la corte de su marido Felipe el Hermoso. Isabel la Católica, que, a pesar de su predilección por su primogénita, quería a Juana, tuvo que despedirse de ella —no sin pena— cuando zarparon los barcos que la llevaban a Flandes. Y “no es de extrañar la inquietud de Isabel”, tercia Fernández Álvarez en su libro. “En esas fechas”, continúa, “Juana contaba con dieciséis años; demasiado pocos para tamaña aventura”, que significaba “abandonar el hogar materno, donde recibía normalmente todo el mimo del mundo, para quedar al caprichoso poder autoritario del marido”. Lo cual era particularmente serio, sigue el historiador, “cuando esa novia debía dejar algo más que la casa familiar, su propio entorno habitual, su ciudad, su pueblo, para partir a un lejano y desconocido país, de extrañas costumbres, donde la misma lengua era ya una barrera difícil de superar”. Y, para colmo, cuando llegó a Flandes, Felipe el Hermoso no estaba ahí.

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Juana pasó sola un mes en una corte extraña, en un país extraño. “Imagínate, para una persona de dieciséis años, en obediencia a unos designios matrimoniales, que responden, todos ellos, a intereses políticos, y que, para colmo, tiene que esperar un mes entero a que aparezca el futuro marido”, desliza Martínez Alcorlo. Sin embargo, cuando llegó Felipe, “hubo una especie de flechazo”, resuelve. Lo cuenta también Manuel Fernández Álvarez en boca del hispanista alemán Ludwig Pfandl: “A la primera mirada, se encendió el apetito genésico de los dos jóvenes (ella tenía dieciséis y el dieciocho años) con tal fogosidad que no esperaron al casamiento fijado para dos días después, sino que mandaron traer al primer sacerdote que se encontrara para que les diese la bendición y poder consumar el matrimonio aquella misma tarde”. Culmina la explicación el propio historiador: “Esa vida amorosa, tomada con verdadero frenesí, fue el asidero al que se agarró Juana para olvidarse de todas sus zozobras, de sus angustias y de su soledad”.

Pero pronto llegó el cambio de guion que trastocaría su vida. Ella no iba a ser heredera del trono de Castilla, pero sus hermanos, el príncipe Juan e Isabel, murieron y también lo hizo el primogénito del propio príncipe, despejando, así, el camino de Juana de Castilla al trono. Volvió a casa y fue sometida a una gran presión política. Además, Felipe el Hermoso, de quien ella estaba perdidamente enamorada, tuvo que partir de nuevo a Flandes, lo que la sumió en un estado de nerviosismo y depresión que pronto corrió como la pólvora en la corte y alimentó las habladurías que la tachaban ya de loca. “Sí existen esos desórdenes”, insiste la profesora Martínez Alcorlo, “pero, hoy en día, podríamos entenderlos como actitudes depresivas o como ataques de ansiedad”. En su momento, se techaban de locura. Un tema aparte, más allá del simple diagnóstico, es la pregunta con la que abre este artículo: ¿hasta qué punto interesó convertir a la heredera del trono de Castilla en Juana la Loca? “Es difícil de saber”, responde, “pero, para algunos miembros de la Corte —entre ellos, su propio padre, Fernando el Católico, y su marido, Felipe el Hermoso—, políticamente era muy conveniente hacerla pasar por loca y apartarla”.

Y, tuvieran que ver las intrigas políticas o no, así sucedió. Juana I de Castilla, que nunca fue despojada de su título, pasó 46 años cautiva en el castillo de Tordesillas, al principio, junto a su hija Catalina. La encerraron en 1509 por orden de su padre. Tres años antes había muerto su marido. Catalina permaneció con ella hasta 1525 y, desde ese año, los episodios depresivos fueron en aumento. “Seguramente”, concluye la profesora Martínez Alcorlo, “habría sido más feliz si no hubiera tenido que tomar el trono castellano, algo para lo que nunca había sido preparada”. Isabel la Católica, a su muerte, dejó escritas las palabras que más apuntalan, historiográficamente, el estado mental de su hija. En su testamento, cuando habla del derecho al trono, sentencia: si mi hija no quisiere o no entendiere [ocuparse de él]. Ese “no entendiere” es lo suficientemente elocuente como para adivinar cuál era la opinión de la reina Isabel acerca del juicio o el entendimiento de su hija.

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