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Pablo antes de Picasso. Sexo y muerte en el genio que abrió las puertas de la modernidad

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Es invierno de 1901 en París. 17 de febrero. Carles Casagemas invita a todos sus amigos al conocido Café Hippodrome. La velada es distendida, amena. Bohemia. Como los pintores, escultores o escritores sentados alrededor de la mesa. También está la modelo Germaine Pichot, aunque por poco tiempo, debió de pensar el pintor. “Como Germaine no me quiere, mi vida no vale nada”. Casagemas se levanta, saca un revólver, roza la sien de la mujer –su obsesión– de un disparo y, después, se pega un tiro en la cabeza. Aquel frío día parisino, Pablo Ruiz Picasso se encontraba fuera de la ciudad. En Madrid. Ni siquiera asistió al funeral de su amigo. “Sin embargo”, subraya Javier Pérez Segura, profesor de Historia del Arte en la Universidad Complutense, “al cabo de poco tiempo, Picasso sintió la muerte de Casagemas hasta el punto de condicionar su pintura posterior”. Fue el inicio del período azul. El trágico final de Casagemas no hizo sino reforzar la preocupación del malagueño por la muerte, que enseguida vinculó a la sexualidad y al erotismo. “Picasso”, resuelve Pérez Segura, “encontró en los locales de alterne la máxima expresión de la vida”.

Por aquel entonces tenía Picasso 20 años. Carles Casagemas formaba parte del grupo de intelectuales que lo había acogido en París tras las escalas en La Coruña, Barcelona y Madrid, previa salida de su Málaga natal. En Barcelona, tal y como explica en el monográfico Picasso 1881-1914 (Biblioteca El Mundo) Paloma Esteban, conservadora en el Reina Sofía, el pintor “ya formaba parte de la élite artística de la ciudad” con tan solo 18 años. Picasso fue precoz desde el principio. Con ocho años copiaba a su padre, profesor de pintura, en el dibujo de las palomas y pronto demostró que “tenía el talento y el fuego sagrado”, según lo define el escritor francés Gilles Plazy. Los planes que José Ruiz tenía para él pasaban todos ellos por el academicismo. Una vez detectó la genialidad de su hijo, el hombre le entregó sus pinceles en un gesto solemne y se dedicó en cuerpo y alma al brillante futuro del joven. Quizás, uno de los grandes aciertos de Picasso fue, precisamente, apartarse casi como por acto reflejo de la senda que marcaba su progenitor. Huir de lo que ya está inventado. Mostrar descarada alergia por lo establecido. Buscar, siempre, lo nuevo.

“Él era un trabajador y un creador incansable”, desliza Pérez Segura. En París, Picasso participa de tertulias con sus amigos –muchos de ellos, intelectuales catalanes con los que comparte un pasado reciente en la Barcelona modernista, donde vivió varios años con su familia–, frecuenta burdeles, tiene amantes y, tal y como remarca el profesor, “guarda todo lo que vive en su cerebro, que es como un gran contenedor, y luego lo pinta por la noche”. Era un creador compulsivo. Se le atribuyen 15.000 pinturas en toda su vida y 45.000 obras de todo tipo. Muchos de esos lienzos colgaron, algún día, de las paredes del Bateau-Lavoir, emblemático edificio del bohemio barrio de Montmartre (París) donde Picasso compartió estudio en su juventud. Y muchos, por supuesto, tuvieron a la muerte, a las mujeres y al sexo como protagonistas. “La mujer fue siempre fundamental en su producción”, asegura Pérez Segura, “y la muerte estuvo permanentemente en su cabeza”. El profesor dibuja la silueta de un Picasso que encontraba en esos burdeles una especie de Meca donde la vitalidad era mayúscula y extrema, pero que podía acabar de un plumazo por culpa de enfermedades como la sífilis, a la que parece que el propio Picasso tenía pavor. Sexo y muerte. Vida y muerte. “Se comenta”, reflexiona, “que tanto cuadro sobre esos temas funcionaba como una especie de conjuro para esquivar un final demasiado pronto”.

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No hay que imaginarse la vida del joven Picasso como una balsa de aceite. Es cierto que, casi desde el primer día, el marchante de arte Pere Mañach acogió su pintura, pero también lo es que lo abandonó durante el triste período azul (1901-1904), en el que Picasso, en gran medida afligido por el fallecimiento de su amigo Casagemas, pintaba escenas melancólicas y reflexivas que tenían poca salida en el mercado. Pero la situación dio un vuelco cuando entró en escena la escritora estadounidense y coleccionista Gertrude Stein. El pintor quedó impactado con el poderío de la mujer y se ofreció para hacerle un retrato. “Stein accedió y llegó a posar para Picasso casi un centenar de veces”, tercia el profesor. Y, sin embargo, no fueron suficientes. El artista había colapsado. No encontraba la forma de terminar el dibujo. Había superado ya el período azul y, ahora, necesitaba despegar también del rosa (1904-1907). Y para hacerlo, para despegar, tuvo que huir de París. Allí no iba a encontrar respuestas. Tampoco en la modernista Barcelona ni en su Málaga. La inspiración iba a asaltar la cabeza de Picasso en Gósol, un pueblo del Pirineo catalán que, en 1906, rondaba los 700 habitantes y que fue el recóndito escenario del salto al Arte moderno.

“En realidad, se estaba esgrimiendo un viaje mucho más audaz y definitivo: el tránsito vertiginoso del pintor hacia un nuevo arte plástico y, con él, hacia la modernidad”. Es una cita textual del volumen Picasso en Gósol, 1906: un verano para la modernidad (La balsa de la medusa, 2007). Acompañado por Fernande Olivier, su pareja, el artista permaneció unos 80 días en el pueblo. Se mezcló con las gentes sencillas y rudas; dio kilométricos paseos por las tierras ásperas y realizó más de 300 trabajos. Pero lo más importante no fueron esas obras, sino el resorte que debió de saltar en su cerebro. Cuando hubo abandonado Gósol, ya de vuelta en su estudio de Montmartre, retomó el retrato de Stein. Lo terminó en una tarde. En unas horas, Picasso había evolucionado el retrato del siglo XX. Había pintado un rostro “casi geométrico, reducido a un esbozo desnudo, a una máscara casi impersonal, con una mirada ausente”. Así se define en el documental Cuando Pablo se convierte en Picasso de RTVE. Quizás impactado por la estatuilla de la virgen de Gósol que contempló en la iglesia del pueblo, el artista da un vuelco a su obra y establece el primer cimiento de lo que más adelante se llamará cubismo, la corriente que lo pondrá en la cima artística universal.

Lo siguiente que hará será encerrarse para pintar Las señoritas de Avignon, que encarnará ya toda la esencia cubista, así como una gran inspiración en el arte africano. Aunque este es el principio de la consolidación de la leyenda picassiana, el pintor no logrará plena popularidad hasta que, en 1911, la ciudad de Nueva York recibe sus cuadros en una gran exposición. Poco queda ya de aquel chaval que, con 15 años, maravilla a Barcelona con su Ciencia y caridad… O quizás queda todo de él. Debía de ser así. A juzgar por una máxima que solía pronunciar ya en su vejez –“Cuando se es joven, se es joven para toda la vida”–, siempre hubo un pequeño Pablo dentro del gran Picasso.

Es invierno de 1901 en París. 17 de febrero. Carles Casagemas invita a todos sus amigos al conocido Café Hippodrome. La velada es distendida, amena. Bohemia. Como los pintores, escultores o escritores sentados alrededor de la mesa. También está la modelo Germaine Pichot, aunque por poco tiempo, debió de pensar el pintor. “Como Germaine no me quiere, mi vida no vale nada”. Casagemas se levanta, saca un revólver, roza la sien de la mujer –su obsesión– de un disparo y, después, se pega un tiro en la cabeza. Aquel frío día parisino, Pablo Ruiz Picasso se encontraba fuera de la ciudad. En Madrid. Ni siquiera asistió al funeral de su amigo. “Sin embargo”, subraya Javier Pérez Segura, profesor de Historia del Arte en la Universidad Complutense, “al cabo de poco tiempo, Picasso sintió la muerte de Casagemas hasta el punto de condicionar su pintura posterior”. Fue el inicio del período azul. El trágico final de Casagemas no hizo sino reforzar la preocupación del malagueño por la muerte, que enseguida vinculó a la sexualidad y al erotismo. “Picasso”, resuelve Pérez Segura, “encontró en los locales de alterne la máxima expresión de la vida”.

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