Por compartir sus honestas peripecias de caballero inglés reconvertido en campesino andaluz en Entre limones, convirtiendo su debut literario en consagrado bestseller. También por sus siguientes cinco cantos a la vida en forma de libros.
Por ser el discreto cofundador y primer batería de la banda que alcanzó el firmamento del rock con el nombre de Genesis y con el multimillonario triunfo de la venta de sus álbumes.
Por estudiar en un elitista colegio de Inglaterra, cuna de abogados y banqueros con nombres estampados en la revista Forbes y, sin embargo, deleitarse descubriendo el mundo real poniendo ladrillos y cambiando su rumbo leyendo a Gerald Brenan.
Por unirse a un circo, convertirse en esquilador de ovejas y enrolarse como patrón de barco sin haber navegado antes. Por luchar el sustento perdiéndose en China. Por ser piloto de aviación en Los Ángeles, laurearse en cocina francesa, y por seguir a sus sesenta y nueve años construyendo puentes.
Por haber resucitado del derrumbe y del olvido a un viejo cortijo con las mismas manos que estrecha sembrando sonrisas, literatura y amistad en los rincones más remotos de la Alpujarra.
Por ser requerido por la mismísima reina de Inglaterra para ser invitado de honor a una recepción de los reyes de España y no descuidar sus gallinas, sus perros, sus olivos y sus tomates.
Por haberse convertido en un virtuoso de la guitarra española a la que venera tanto como al país que ha hecho suyo.
Por no morderse la lengua ni en inglés ni en el más simpático castellano rechazando el Brexit y coqueteando con la política de Los Verdes para combatir la inoperancia contra el cambio climático.
Por ser el escritor con más callos en las manos y por contagiar la alegría y la belleza de quien ha vivido mil vidas en una.
Sobran motivos. Pero si Chris Stewart hace historia es sobre todo por ser un hombre sencillamente feliz. Su edén tiene nombre alpujarreño: “Valero”. Su secreto, lo que despistados casi nadie acierta a tener: la valentía para no dejarse llevar, la intuición para encontrar su lugar en el mundo y la sabiduría para disfrutar la tierra “donde dejar tus huesos”.
De niño de internado a promesa del rock
Su vital optimismo, que regala sonrisas a todas horas, no creció entre algodones. Para una familia inglesa de finales de los años cincuenta ni el desarraigo ni la privación de autoeducar a sus hijos eran más importantes que aspirar a asegurarles un porvenir y crecer en el escalafón social. A los ocho años, Chris Stewart lloró y vio llorar a su madre por dejarle en un internado que “emanaba un olor asqueroso a col hervida hora tras hora mezclado con el del permanente abrillantador del suelo”. En aquella impresionante mansión reservada a los hijos varones de familias pudientes, la convivencia, la disciplina y hasta la homosexualidad se marcaban a golpe de sadismo. Sus orejas de soplillo, “sobresalientes”, y su aspecto frágil eran carne de cañón de acoso y maltrato. No había tiempo para lamentaciones. Se imponía sobrevivir. Pese a ser solo un crío pequeño desarrolló una inteligencia emocional mayor que los peligros que le acechaban y una astuta habilidad como manual de supervivencia: “el oficio de humorista”. Entre los muros centenarios de aquel colegio de película aprendió a acercarse a la literatura grecolatina, a padecer la competitividad fomentada desde un exigente sistema educativo y a medirse sin remedio con los demás. Pero también a manejar el humor como “una buena manera de alcanzar a la gente, como un arma incluso para tratar las cosas más serias”.
De aquel tiempo de infancia y adolescencia del que guarda el selectivo recuerdo de “una agonía de risas” que “echa mucho de menos”, también queda su nombre en la historia de uno de los grupos de rock más emblemáticos de todos los tiempos: Genesis. Su amistad con Peter Gabriel, su compañero de bromas y fatigas en Chaterhouse School, le permitió acariciar su sueño infantil de convertirse “en cantante y más específicamente en Cliff Richard”. Pero ni siquiera llegó a tener tiempo de tararear Congratulations. Baquetas en manos, con quince años Chris marcaba los redobles de la primera formación del grupo. Sin embargo, dos años después, mientras ponía ritmo a Silent Sun, el mánager de la banda, Jonathan King, convenció a sus compañeros para que le echaran: “Fue una sabia decisión, ya que reconozco que era un batería inútil. Además, mientras los padres permitieron a los demás abandonar la escuela para perseguir una prometedora carrera en la música pop, los míos no vieron ningún futuro en ese negocio tan poco fiable. Me obligaron a quedarme y a hacer mis exámenes finales. El resultado fue que mientras Peter, Mike, Tony y Ant Phillips se convirtieron en multimillonarios, yo dejé la escuela para acabar convirtiéndome en esquilador de ovejas. No me importó: me encantaba esquilar ovejas y aún me gusta”. Con 300 libras y el orgullo adolescente herido, salir de Genesis acabaría conduciéndole al Edén.
Explorar caminos con acordes de guitarra le condujo al paraíso
Con una plaza en la Universidad de Leeds para estudiar Bellas Artes, el inglés más españolizado “de optimismo innato” decidió tomarse un año sabático. Convencido de que no hay trabajo menor, para financiar ese tiempo pasó de convivir con los cachorros de la élite social británica a pisar el mundo real de una obra: “Fue duro y sucio, pero me encantó. Eché arena y grava hasta que mis hombros no pudieron más. Aprendí a hablar mal, a reírme de chistes cuestionables. Mi finura de colegio privado adquirió una ordinariez complementaria, mientras que mi decolorado cuerpo tomó un bronceado y una cierta musculatura”. Mientras se acostumbraba a beber té “en tazas de esmalte desconchado”, leía a Gerald Brenan narrando sus caminatas en Al sur de Granada, su libro de cabecera que le cambió “el rumbo”. También la segunda parte de la autobiografía de Laurie Lee, Cuando partí una mañana de verano de 1934. Ambos relatos hicieron inevitable que España comenzara a sonarle irresistiblemente seductora. Los acordes de la guitarra española, su “inspiración y la banda sonora” de su vida, hicieron el resto.
En 1972, después de trabajar en un circo y también como ayudante de porquerizo en una granja a la que llegó “sin distinguir una oveja de un cerdo”, encontró su destino. El guiri que navegando en alta mar perdió “el sentido de la seguridad”, pero también olvidó “las preocupaciones” se dejó el lomo vendimiando y recogiendo naranjas para lograr llegar a Sevilla: “El hechizo estaba en marcha y parecía inevitable que volvería y me quedaría para siempre”. Con los bolsillos vacíos y las manos ásperas regresó a Inglaterra. Esquiló doscientas ovejas al día para alimentar la cartera y regresar a la tierra del flamenco. Antes se estrenó como pastor y “en una fiesta de fin de año tan aburrida que todos veían la tele”, la misma que llevan sin ver más de cuarenta años, encontró a Ana. Como el poeta Neruda “en un beso, supo todo lo que le había callado”, y buscando el sur y la belleza de las cosas cotidianas, durante su luna de miel, Chris y su mujer se convirtieron en cómplices de un sueño.
De atropellar un gato a volver a casa cargado de coles
Solo unidos al mundanal ruido por los cariñosos ecos de su hija Chloe, por la prensa escrita y por un puente que construyen una y otra vez desafiando las crecidas del río, los Stewart celebran hoy treinta y dos años de paraíso: “La gente vive esclavizada y manipulada por los medios y por los intereses mercantiles, obsesionados con la seguridad, el confort y el materialismo y esto va matando las joyas de la vida. Viven en una cápsula donde no hay espacio para experimentar”.
Asomar la cabeza y arriesgar explorando otros senderos llevó a Chris y a su inseparable Ana a las ruinas de un árido cortijo que, con treinta mil euros, mucho trabajo y más ilusión, hicieron suyo y moldearon como su edén: “Mi casa es mi sitio, seguramente el mejor lugar del mundo”. Allí suena la guitarra española que acaricia desde hace cuatro décadas añadiendo magia a un vergel que emana vida. Pero antes de que Chris pudiera disfrutar de la voz de Andrés Calamaro y del virtuosismo flamenco del Niño Josele con La ranchada de los paraguayos, su disco favorito, hubo tiempos de tinieblas: “De exigencias extorsionadoras bancarias que nos obligaron a vender nuestras ovejas y todo lo que teníamos en Sussex”. Ni matarse a trabajar en la campiña inglesa y en Suecia, ni echarse al mar para buscar el sustento como patrón de barco en las costas griegas, ni recorrer China con más imaginación que dominio del idioma para escribir una guía de viajes, les salvaron del desafuero financiero. En la Alpujarra hasta los atropellos han sido distintos: “Recién llegado al cortijo, sin luz ni agua corriente y aún en la piel británica esclava de la puntualidad, arrollé con el coche accidentalmente a uno de los gatos de mis nuevos vecinos. Fui a casa del propietario a decírselo. Me disculpé y cuando el hombre disgustado silenció durante unos minutos, me temí lo peor. Curiosamente regresé al Valero con una caja de coles de su huerto que el hombre me regaló. Entonces descubrí la grandeza y la generosidad de esta gente, y tuve claro que esta sería la tierra en la que dejar mis huesos”.
Después de ocho años tratando de arañar vida a la tierra y de esquilar ovejas, un amigo le animó a aparcar a ratos la azada y escribir las anécdotas que le relataba. Con boli verde y tierra en las uñas escribió sus vivencias entre limones. Una discreta editorial las publicó, pero sus ecos llegaron a la radio de la BBC y desde allí se difundieron pasajes de la historia de un optimista. El sueño imposible y luego improbable, se hizo inevitable: dos millones y medio de ejemplares le convirtieron en el libro revelación del año, su autor encontró “un don” y la tranquilidad de tener que esquilar ya solo sus propias ovejas.
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En el porche próximo a su saciada biblioteca, Chris Stewart, el niño que aprendió a sobrevivir regalando sonrisas, sin dejar de hacerlo despide su PlayList dispuesto a releer El leopardo de las nieves de Peter Matthiessen. Su mirada tan azul como limpia solo se enturbia cuando echa una mirada a la portada de The Guardian: “Me gustaría leer tres noticias. Ver a Trump y a su pandilla de impresentables compinches hundidos en el fango político que han creado. Esto sería un gran beneficio para el mundo entero. Y luego que se cancela el maldito Brexit, una cosa que no va a pasar. También me gustaría que los líderes con más influencia se dieran cuenta del cataclismo en el que estamos metidos ahora con el cambio climático. Tenemos los recursos, pero hace falta un liderazgo que tenga la sabiduría de hacer algo sólido”. Muy alejado del discurso de los tories apela, sin embargo, a una cita de Edmund Burke: “Para que triunfe el mal basta con que los hombres buenos no hagan nada”.
Sonriendo a un gato que salta a su lado y a uno de sus perros que se acomoda a sus pies, “no me fío de aquellos a los que no les gustan los animales”, dejamos a un hombre feliz que nos ha hecho soñar acercándonos a su sueño.
La PlayList de Chris Stewart:
- Un libro: El leopardo de las nieves (Peter Matthiessen).
- Un disco: El rancho de los paraguayos (Andrés Calamaro y el Niño Josele).
- La banda sonora de su vida es… La guitarra española.
- Una película: El paciente inglés.
- Una serie de tv que recomendaría: “Ninguna porque llevo 40 años sin ver tele”.
- ¿Qué soñaba ser de mayor?: Cantante como Cliff Richard.
- Un aroma de la infancia: “El del internado en el que estudié entre los 8 y los 17 años”.
- ¿Cuál es su sitio? Su casa.
- La noticia que le gustaría recibir: Tres: el fin de la era Trump, del Brexit y del cambio climático.
- Una cita: “Para que triunfe el mal basta con que los hombres buenos no hagan nada” (Edmund Burke).
Por compartir sus honestas peripecias de caballero inglés reconvertido en campesino andaluz en Entre limones, convirtiendo su debut literario en consagrado bestseller. También por sus siguientes cinco cantos a la vida en forma de libros.