¿Qué es...?

Micronaciones, entre el esperpento y las ansias de libertad

Samuel Martínez

“A doce kilómetros de la costa de Rimini, ha surgido lo que el ingeniero Giorgio Rosa llama, en recuerdo a su apellido, la Isla de las Rosas”. El 28 de junio de 1968, el diario ABC incluía la noticia en su repaso a la actualidad italiana. “Se trata de una construcción en mar abierto, a base de cemento y acero”, sigue el texto, “consistente en una plataforma de cuatrocientos metros cuadrados apoyada en doce pilones”. Se trataba, efectivamente, de la República Esperantista de la Isla de las Rosas, una micronación cuyo fundador, Giorgio Rosa, definía como un símbolo de la libertad al margen de las leyes italianas. El ingeniero fundamentó sus pretensiones incluso en cuanto a su legitimidad legal. Tuvo en cuenta que, en aquellos tiempos, las aguas no territoriales de los países empezaban a seis millas de la costa, por lo que si algo estuvo claro desde el principio fue la ubicación de esa plataforma metálica, que se terminaría erigiendo a seis millas náuticas y 500 metros de la costa de Rímini, en el mar Adriático. El final de la historia, no obstante, llegaba incluso antes de ese 28 de junio, en que el diario ABC se hacía eco del asunto. Después de casi diez años de construcción y de haberse declarado un Estado independiente, las fuerzas de seguridad italianas irrumpían en la plataforma el 26 de junio. En lo que Rosa, el ideólogo, veía un grito a la libertad, el Gobierno italiano vio un esperpento y hasta una amenaza.

Hay quien toma las micronaciones como una broma, otros como una excentricidad y otros como un acto legítimo, llevado a cabo “por personas que buscan una utopía moderna, la libertad total ante la presión de los gobiernos o la sociedad”, explica McKinley Conway, en The case for micronations and artificial islands. Pero, ¿qué son en realidad las micronaciones? Físicamente suelen ser peñascos, plataformas sobre el mar o pequeñas porciones de tierra que alguien declara, por motivos variopintos, un Estado independiente. Sin embargo, al no poseer ninguno de los atributos que serían necesarios para que la comunidad internacional los reconociera como Estados de pleno derecho, esas eventuales declaraciones de independencia serían, de facto, papel mojado, no en vano las micronaciones no son soberanas ni el control de su población ni de su territorio ni, por supuesto, el monopolio de la fuerza. Es mucha, no obstante, la producción científica que ha aparecido en los últimos años en la materia. La experta en derecho internacional Danushka S. Medawatte hace hincapié, en un trabajo que recoge el Social Science Research Network, en el interés que representa para la disciplina la proliferación de micronaciones.

“Obliga a reconsiderar principios como el derecho consuetudinario de un territorio para establecer un Estado, la igualdad soberana o los derechos de cada Estado para determinar sus leyes nacionales”, explica Medawatte. Parece, por lo tanto, que aunque mucha gente considere una extravagancia que un ciudadano de a pie decida constituir un Estado propio, en la disciplina que lo estudia sí que se toma en serio la cuestión. Prueba del peso real que tienen este tipo de iniciativas es que los Estados que, en algún punto de su historia, han tenido que lidiar con la fundación de una micronación en sus tierras o por parte de sus ciudadanos, han tenido que tratar el tema como un problema de estado. En el caso italiano de Esperanta Respubliko de la Insulo de la Rozoj –la Isla de las Rosas eligió el esperanto como lengua oficial de la ‘república’–, el hecho de que la isla proclamara un gobierno propio, su apertura al turismo y su intención de adquirir una emisora de radio obligaron a Italia a actuar con firmeza, irrumpir en la plataforma y, 55 días después de su declaración de independencia, terminar definitivamente con ella derribando la estructura mediante explosivos. Se trata de una historia que ha formado parte de la tradición oral de la región hasta que Netflix estrenó, en 2020, una película basada en el caso.

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La Isla de las Rosas tuvo que soportar un cierto asedio por parte de las autoridades italianas, que llegaron a asegurar que a la plataforma se iba a apostar de manera ilegal, huyendo del fisco italiano, tal y como explica el periodista de la BBC Steve McIntosh. Además, también insinuaron que la isla podía estar funcionando como una especie de campo base de submarinos soviéticos. Desde luego, el canto a la libertad que, según el hijo de Giorgio Rosa, Lorenzo Rosa, constituía la micronación incomodó de lo lindo al Gobierno italiano. Es algo parecido a lo que ocurre con el Principado de Sealand, la plataforma de 550 metros cuadrados que todavía hoy existe a unos 12 km de la costa británica, en el mar del Norte. Se trata de otra micronación, en este caso, sobre una base marina antiaérea que construyó la Royal Navy en 1942 y que al término de la Segunda Guerra Mundial quedó abandonada. Fue entonces cuando Patrick Roy Bates, militar con cargo durante la contienda, ocupó la isla y se autoproclamó príncipe de Sealand. En la actualidad, el ‘principado’ sigue teniendo una familia real e, incluso, una bandera, cuya inscripción no podía ser otra que E mare libertas, “Desde el mar, libertad”.

“Mi padre nunca se propuso comenzar su propio país", aclaró también a la BBC el hijo de Patrick Roy Bates, que, al fallecer su padre, se convirtió en el nuevo príncipe de Sealand. De todos modos, acusa al Gobierno británico de tratar de acabar con la micronación porque, pese a no tener ningún tipo de cobertura legal y no actuar como tal, sí que posee una estación de radio pirata que nació, según el escritor Graziano Grazani, autor de un libro llamado Atlas de las micronaciones, para combatir el monopolio radiofónico de la BBC. “Desde entonces”, resuelve el ‘príncipe’ Michael, “hemos luchado para mantener la plataforma. Y hemos ganado”. Sealand llegó a tener hasta a 50 personas viviendo en su interior y, hoy en día, todavía se pueden comprar títulos nobiliarios a través de su página web. Con todo, los cientos de micronaciones que existen en el mundo se sitúan en esa fina línea que separa la excentricidad –el esperpento– del ideal de libertad e, incluso, del romanticismo. Pero, ¿hay espacio, en la legalidad, para ese romanticismo?

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