Pax romana, los 200 años en que la olla a presión del Mediterráneo se convirtió en un fértil lago imperial

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Año 24 a.C. El emperador Octavio Augusto cierra las puertas del Templo de Jano en señal de que las guerras con los cántabros y los astures habían tocado a su fin. Era tradición mantenerlas abiertas en tiempos de guerra y cerradas a cal y canto en tiempos de paz. Por eso, Cayo Octavio Turino, hijo adoptivo de Julio César, las cerró cuando creyó finalizados los conflictos con los pueblos del norte de la península ibérica, aunque, en realidad, se terminarían prolongando hasta el 19 a.C. “Ese acto simbólico se ha tomado como el inicio del período bautizado como pax romana”, explica Alberto Nodar, papirólogo y profesor en el departamento de humanidades de la barcelonesa Universitat Pompeu Fabra (UPF) a infoLibre. “Aunque, en realidad,”, continúa, “el verdadero hecho histórico que desencadenó el tiempo de paz, sobre todo, interna para el Imperio fue el final de las guerras civiles que había tenido que soportar el pueblo romano durante todo el siglo I a.C.”. Durante los más de 200 años que comprendió la pax romana, el comercio en el Mediterráneo floreció como nunca antes, la cultura romana se desquitó de sus complejos con respecto a la griega y los territorios bárbaros conquistados iniciaron un proceso de asimilación que terminaría, en el siglo tres, con el reconocimiento de su ciudadanía.

“El Mediterráneo se había convertido en el mare nostrum, nuestro mar, pero ese nuestro hacía referencia a un concepto mucho más amplio y que superaba al del Senado y el pueblo de Roma”, apunta el profesor de Cambridge David Abulafia en su libro El gran mar. En otras palabras, con la pax romana los pueblos de la cuenca mediterránea, todos ellos bajo el control imperial, pudieron lanzarse al mar para comerciar y prosperar. De todos modos, el profesor Nodar advierte que se ha llegado a mitificar el período y asegura que no fue un tiempo absolutamente libre de conflictos: “Evidentemente, los hubo, pero muchos menos que en la etapa anterior”. Lo que sí que está claro es que, a grandes rasgos, el Mediterráneo había dejado de ser sinónimo de batallas, conquista y piratería –que sufrió un duro golpe cuando Pompeyo se comprometió con el Senado a erradicarla y, en gran medida, lo consiguió– para convertirse, en palabras de Abulafia, en un gran lago romano en el que los viajes para realizar transacciones comerciales eran bastante seguros. “Ese era el objetivo imperial”, resuelve Alberto Nodar: “Roma quería erigirse como el garante de la paz en todos los territorios que controlaba”.

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Las preocupaciones bélicas habían desaparecido casi por completo y el comercio actuaba como un potenciador de las ciudades, que crecieron durante el período. Sin embargo, la pax romana no repercutió de forma positiva únicamente en la seguridad y el comercio. También tuvo un componente cultural. “Tradicionalmente”, comenta Nodar, “los romanos habían tenido un cierto complejo de inferioridad cuando se comparaban con los griegos en términos culturales”. El profesor expone que, si bien es cierto que los griegos consiguieron abarcar grandes zonas del Mediterráneo en sus colonizaciones, también lo es que nunca habían logrado homogeneizar los pueblos y asegurarles una existencia pacífica. Roma, en cambio, sí lo consiguió durante la pax romana. Ese hito contribuyó a convencerlos de que, tampoco a nivel cultural, tenían ya nada que envidiar a Grecia. “Además”, añade, “tras dedicarse a traducir a los autores griegos y, después, a imitarlos, los romanos empezaron, en esa época, a tener conciencia de que sus intelectuales ya estaban produciendo obras igual de buenas que las griegas”. No hay que perder de vista, en cualquier caso, que toda esa colección de autores romanos –como Virgilio u Horacio, por poner dos ejemplos– bebió de la tradición cultural helenística. “Por eso hablamos de la cultura greco-romana”, resuelve Nodar.

De África a Britania, de Hispania a Babilonia

Pero la pax romana no solo afectó al territorio mediterráneo. Ni mucho menos. A principios del siglo II d.C., durante el gobierno del emperador Trajano, es decir, en plena pax romana, el Imperio abarcó la máxima extensión de su historia. Desde Hispania, en el punto más occidental, hasta Babilonia en el más oriental; desde Britania, hasta toda la costa africana, pasando por la Galia y gran parte de lo que hoy llamamos centroeuropa, Turquía y otros territorios. Hay consenso en que, en el año 117, Roma consolidó su poder en más territorios que nunca y todos esos ellos se beneficiaron de la época de bonanza que posibilitó la pax romana y también vieron cómo, en el año 180, el período tocó a su fin tras la muerte del emperador Marco Aurelio. El sucesor del trono, su hijo Cómodo, se reveló como un político neurótico y llevó al próspero imperio que le había dejado su padre a una de las mayores crisis desde Calígula o Nerón.

Año 24 a.C. El emperador Octavio Augusto cierra las puertas del Templo de Jano en señal de que las guerras con los cántabros y los astures habían tocado a su fin. Era tradición mantenerlas abiertas en tiempos de guerra y cerradas a cal y canto en tiempos de paz. Por eso, Cayo Octavio Turino, hijo adoptivo de Julio César, las cerró cuando creyó finalizados los conflictos con los pueblos del norte de la península ibérica, aunque, en realidad, se terminarían prolongando hasta el 19 a.C. “Ese acto simbólico se ha tomado como el inicio del período bautizado como pax romana”, explica Alberto Nodar, papirólogo y profesor en el departamento de humanidades de la barcelonesa Universitat Pompeu Fabra (UPF) a infoLibre. “Aunque, en realidad,”, continúa, “el verdadero hecho histórico que desencadenó el tiempo de paz, sobre todo, interna para el Imperio fue el final de las guerras civiles que había tenido que soportar el pueblo romano durante todo el siglo I a.C.”. Durante los más de 200 años que comprendió la pax romana, el comercio en el Mediterráneo floreció como nunca antes, la cultura romana se desquitó de sus complejos con respecto a la griega y los territorios bárbaros conquistados iniciaron un proceso de asimilación que terminaría, en el siglo tres, con el reconocimiento de su ciudadanía.

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