Día de los Muertos en México: una flor les marca el camino para que 'lleguen' al mundo de los vivos

Samuel Martínez

En México, el célebre Día de Muertos gira en torno a una flor. Sin ella, tal y como dictan las creencias aztecas, los muertos no sabrían guiarse hasta la tierra de los vivos. Su tradición marca que el más allá tiene camino de ida, pero también lo tiene de vuelta y, además, no se trata de un acontecimiento puntual ni mucho menos extraño. Sucede cada año durante la celebración de la festividad, que empieza el 31 de octubre y termina el 2 de noviembre. Es entonces cuando la flor de Cempasúchil, que precisamente florece en otoño, se convierte en la protagonista en cementerios y hogares, en las calles y en todo el país.

El lector recordará la oscarizada película de Disney Coco. Recordará aquellos puentes naranjas a través de los que el protagonista se mueve entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Esas estructuras simbolizan, precisamente, el camino que recorren los espíritus de los seres queridos para visitar a sus familiares el Día de Todos los Santos y aunque en la vida real no son tan enormes ni tan deslumbrantes… los pétalos naranjas y amarillos del Cempasúchil sí invaden las calles, las casas y los altares de los difuntos en uno de los acontecimientos más importantes del año.

Al contrario de lo que ocurre en Europa, en México el Día de Muertos no es motivo de pena ni de colores negros. Las familias preparan altares repletos de fotografías, comida, flores “y tequila”, apunta Heber Quijano, profesor universitario y crítico cultural mexicano, “y hasta se componen Calaveritas”Calaveritas, una suerte de poemitas burlescos sobre la propia muerte. “Es una alegría que los difuntos puedan visitarte”, aunque eso no impide que aparezcan lágrimas y llantos durante las noches que las familias velan a sus difuntos. “El 31 de octubre, los mexicanos velamos a los niños que murieron siendo aún pequeños”, explica el profesor, “y la noche del 1 al 2 de noviembre, al resto”. Pero para celebrar esa particular cita anual, en la que los fallecidos viajan a sus antiguas ciudades y pueblos, las familias tienen que allanarles el terreno o, mejor dicho, construir el puente que une ambos mundos. La tradición dice que es la flor de Cempasúchil, cuyos pétalos guardan los rayos del sol, la que tiene el poder para establecer esa conexión.

Quijano destaca los dos rasgos que hicieron de la flor de Cempasúchil el elemento perfecto para que, en su día, las culturas prehispánicas la empezaran a utilizar en los rituales del Día de Muertos. Por un lado, es una planta que se cosecha en otoño, a finales de octubre, de forma que coincide a la perfección con la celebración de la festividad. Por otro, se trata de una especie endémica del país –“como el girasol o la planta de Nochebuena”, matiza Quijano– lo que le confiere un carácter todavía más místico y, a la vez, práctico, puesto que goza de las condiciones ambientales idóneas para su producción en masa. Cada año se cosechan en México unas 14.000 toneladas de la flor. En datos del 2016, la compra y venta de la planta representó un volumen de negocio de 43 millones de pesos para un país que invierte 1.546 hectáreas de superficie agrícola en su cultivo.

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Xóchitl, Huitzilin y la flor de los 20 pétalos

En el plano más romántico, existe una leyenda secular que explica la veneración del pueblo mexicano a la flor. Es la historia de dos enamorados, dos jóvenes llamados Xóchitl y Huitzilin que se juraron amor eterno y que, día tras día, escalaban hasta la cima de una montaña para adorar y regalar flores al dios del sol, Tonatiuh. Pero la guerra se cruzó en el camino de ambos y a Huitzilin no le quedó más remedio que ir a luchar. Al cabo de pocos días, comunicaron a Xóchitl que su amado había caído en batalla y ella se vio sumida en una absoluta tristeza. Llegada a ese punto, tomó una determinación. Subió a la montaña y pidió al dios del sol que la uniera por siempre a Huitzilin. Ante la sinceridad de la demanda, Tonatiuh convirtió a la joven en una flor de color naranja amarillento como el propio Sol. De pronto, un colibrí se posó en ella y, como por arte de magia, la flor desarrolló 20 pétalos, algo que terminaría por darle nombre. En lengua náhuatl, Cempasúchil significa “flor de 20 pétalos”. El pájaro que se posó en ella, por cierto, no era otro que Huitzilin, que, gracias a la fuerza de los dioses, había vuelto del más allá para pasar la vida entera con Xóchitl.

Pero el de la flor no es el único vínculo que tiene el Día de Muertos con la tierra. Ni mucho menos. El profesor Quijano apunta uno que, si bien no es tan folclórico, sí tiene una importancia muy concreta en los procesos de producción agrícola del país. “Hace 15 días terminó la recogida del maíz del ciclo de otoño-invierno”, explica. “Ahora se queman los pastos”, sigue, “y hasta el día de la Natividad, en diciembre, no se vuelven a sembrar”. El Día de Todos los Santos, los muertos visitan la Tierra y, paradójicamente, encuentran unos campos muertos, huérfanos de simiente, guardando una especie de luto ancestral; un respeto a los fallecidos que va más allá de lo religioso. Como concluye Quijano, esa parte espiritual repercute en otras muchas facetas de un país en el que, este fin de semana, justo aquello que no se ve, que no es tangible es, también, lo más importante.

En México, el célebre Día de Muertos gira en torno a una flor. Sin ella, tal y como dictan las creencias aztecas, los muertos no sabrían guiarse hasta la tierra de los vivos. Su tradición marca que el más allá tiene camino de ida, pero también lo tiene de vuelta y, además, no se trata de un acontecimiento puntual ni mucho menos extraño. Sucede cada año durante la celebración de la festividad, que empieza el 31 de octubre y termina el 2 de noviembre. Es entonces cuando la flor de Cempasúchil, que precisamente florece en otoño, se convierte en la protagonista en cementerios y hogares, en las calles y en todo el país.

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