Dejar X para quedarse en Twitter Cristina García Casado
Joyce, el 'Ulises' y España
Se está celebrando alrededor del mundo, Madrid incluido, el centenario de la publicación en París del titánico Ulises de James Joyce (2 de febrero de 1922), considerado una de las cumbres de la narrativa de todos los tiempos. Ello no impide que mucha gente, aquí y fuera, siga manteniendo que estamos ante una novela “impenetrable”, indescifrable, inabarcable. Y que más vale no meneallo.
Discrepo. El libro no es ni mucho menos opaco, pese a la innegable complejidad de ciertas páginas o secciones de la odisea joyceana de dieciocho horas por las calles, pubs y otros diversos lugares de Dublín, burdel onírico y escandaloso incluido. Odisea peatonal emprendida un 16 de junio de 1904 —día excepcionalmente caluroso, como se nos recuerda una y otra vez en el texto—, por un simpático judío descreído y antisionista, Leopold Bloom, vendedor de publicidad de 38 años, y un joven, pobre y no poco pedante literato, muy influido por los jesuitas, Stephen Dedalus, de 22, que ha vuelto desde el autoimpuesto exilio parisiense para asistir a la agonía de su madre, y que pronto regresará a la Ciudad de la Luz para, hay que deducirlo, quedarse.
Al lector de Pirineos abajo el libro le brinda una vía de acceso privilegiada. Y es que hay mucha España en el texto. En primer lugar, el hecho de haber colocado Joyce en Gibraltar el nacimiento, infancia y adolescencia de la ilegítima Marion (Molly) Tweedy, luego llevada a Dublín, a los dieciséis años, por su padre militar. De la española Lunita Laredo, madre de la criatura, quizás medio prostituta, se nos dice muy poco. Molly, de todas maneras, ha crecido, si no bilingüe, muy en contacto con el idioma. Echa intensamente de menos el Peñón y sus alrededores inmediatos: Algeciras, La Línea (donde las corridas de toros la asquearon), Tarifa, quizás Ronda. Es cantante profesional (cree que, en circunstancias más favorables, podría haber sido prima donna), y nunca olvida, entre sus muchas músicas, la de las guitarras andaluzas.
Bloom, con quien se casa a los dos años de arribar a Dublín, dice que ha olvidado el castellano, pero no es verdad: el subconsciente desconoce el paso del tiempo, y, en el famoso monólogo interior de Molly al final del libro, desarrollado entre sueños en la vieja cama chillona traída desde la Roca, afloran numerosas palabras y frases españolas, entre ellas huevos estrellados, pisto madrileño, mirada, mantilla, horquilla e incluso fragmentos de conversaciones (“Buenas noches, señorita Blanca, ¿qué calle es esta?”).
Para los conocidos de Bloom no cabe duda: Molly tiene un físico marcadamente andaluz, heredado de su madre, que ella misma agradece al contemplarse en el espejo. O sea, pelo negrísimo, grandes ojos oscuros, piel morena y “curvas opulentas” irresistibles para los machos dublineses frecuentados por su marido.
Joyce nunca puso los pies en España, pero su conocimiento del francés y del italiano —tenía una gran facilidad para los idiomas— fue lo que le permitió atreverse con el castellano de Molly. La quería gibraltareña convincente y lo consiguió, rematando el empeño con una minuciosa búsqueda en las guías turísticas de la época, que le suministraron infinidad de datos sobre el Peñón y sus particularidades topográficas y otras. Probablemente optó por Gibraltar, en primera instancia, debido al hecho de que Nora Barnacle, su mujer —prototipo de Molly—, era de Galway, puerto del oeste de Irlanda que mantenía un comercio floreciente con Andalucía, sobre todo relacionado con el vino. El “Rock”, como se conoce universalmente Gibraltar en el mundo anglosajón, tenía para Joyce, además, el atractivo de ser el Calpe de las Columnas de Hércules, último confín del mundo conocido por los griegos antiguos y no franqueado por el Ulises homérico. También de albergar una mezcla única de inmigrantes y exiliados variopintos de diversa procedencia, entre ellos sefardíes. Tampoco se le escaparía, a buen seguro, que Gibraltar disfrutaba de un hinterland convertido por el romanticismo en el apogeo de lo pintoresco.
Bloom sabe bastante de la historia española y lamenta amargamente la expulsión de los hebreos, que, además de sus nefastas consecuencias culturales, fue ruinosa para la economía de España
Pero hay mucho más. Bloom, como judío errante que es, hijo de un húngaro finalmente establecido en Irlanda, sabe bastante de la historia española y lamenta amargamente la expulsión de los hebreos, que, además de sus nefastas consecuencias culturales, fue ruinosa para la economía española. También arremete duramente contra la Inquisición y lamenta la continuada influencia en el país de la Iglesia católica, tan asfixiante como en Irlanda.
Luego, el Quijote. Por la intensa conversación literaria que tiene lugar en la Biblioteca Nacional aquel día de junio sabemos —y nos lo acaba de recordar Antonio Muñoz Molina— que algunos esperan pronto la epifanía de una épica irlandesa centrada en “un Caballero de la Triste Figura aquí en Dublín”, especulándose incluso sobre quién podría ser su Dulcinea. Si Ulises resulta ser, como así lo da a entender el propio Joyce, la epopeya nacional irlandesa que requieren los contertulios, y Bloom su antihéroe de semblante triste, muy triste, no hay más remedio que ver en Stephen un reflejo irónico de Sancho Panza. Y, en Molly, el trasunto, pero mucho más agraciado, de la tobosana Aldonza Lorenzo.
Releyendo el Ulises he recordado una y otra vez la promesa que Don Quijote le hace a Sancho mientras se van aproximando a Puerto Lápice: “Aquí podemos, hermano Sancho, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras”. ¡En esto que llaman aventuras! ¡Vaya! Ulises es una aventura urbana apasionante desde la primera página hasta la última (en la cual la dormida Molly vuelve a recordar la canción In Old Madrid, presente a lo largo del libro, y el barco nocturno que transitaba entre Tarifa y Gibraltar, con el parpadeo, al otro lado de la bahía, del faro de Europa Point).
En las librerías españolas están actualmente a la venta por lo menos tres traducciones del Ulises, todas meritorias: de Francisco García Tortosa (Cátedra), José María Valverde (Penguin Random House, Debolsillo) y del argentino José Salas Subirat (Galaxia Gutenberg, con maravillosas ilustraciones de Eduardo Arroyo, a quien la novela casi le salvó la vida). Por desgracia, ninguna tiene al final las notas explicativas necesarias. Recomiendo, pues, a quien esté decidido a desacreditar la fama de “impenetrabilidad” del Ulises, tener a su lado la edición inglesa de Penguin a cargo de Declan Kiberd. De ella, a mi juicio, no puede prescindir nadie, empezando por el dublinés que, irremediablemente, soy yo.
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