Sergio Ramírez Luis García Montero
La izquierda, el placer y la tentación moral de Innerarity
Hace unos días Daniel Innerarity publicó una columna del todo relevante para la reflexión política contemporánea. Su reflexión contenía un diagnóstico tan certero como necesario: la izquierda, el progresismo o la política emancipadora (llámenla como prefieran) está cada vez más tentada a definirse y pensarse desde el daño o el agravio y, por tanto, a orientar desde esa herida unas propuestas políticas que quedan irremediablemente marcadas por la búsqueda del castigo, la prohibición o la sola reivindicación del reconocimiento de una identidad dañada. Estaría la izquierda, una parte de ella o la imagen que toda ella proyecta en una parte no desdeñable de la sociedad, animada por un afecto político atravesado por el lamento más que por la reivindicación del placer, por la expresión de un sufrimiento más que por el deseo de emanciparse de él.
Una izquierda quejosa y, al cabo, mandona, venía a señalar Innerarity, que estaría perdiendo la batalla de un sentido común que termina por pensar que “nos quiere infelices, mientras que la derecha nos dejaría disfrutar haciendo lo que queramos”. La respuesta de Innerarity a este diagnóstico es tan clara como urgente: encomendar a la izquierda la tarea de invertir esta lógica y acertar en representar o encarnar la libertad y no la prohibición, el disfrute y no el daño o el agravio.
Tal y como aspiraba el viejo ideal democrático republicano, del que el marxismo fue su más directo heredero, si la libertad dejaba de ser el privilegio de unos grupos sociales frente a otros [...] se podría garantizar su ejercicio
Encuentro, sin embargo, en la reflexión de Innerarity una paradoja que es, además, del todo sintomática, pues creo que muestra las mismas dificultades que él identifica en la relación que tiene la izquierda con el deseo, el placer y la libertad. Digo esto porque al tiempo que afirma la necesidad de que la izquierda reivindique y abandere el placer o el libre disfrute de cada cual, creo que Innerarity concluye en la necesidad de imaginar algo así como unos límites para ese placer reivindicado, en apelar a su contención o a su regulación. Como si en el momento mismo en el que se defiende desde la izquierda la necesidad del disfrute y del placer tuviéramos inmediatamente que aclararnos, matizar y medir nuestras palabras: el placer sí, pero con límites. Con un cierto control o una cierta moral: un placer compartido, consensuado con el otro, que le incluye, un placer en común. Una suerte de regulación para el placer que, imagino, impide así su desborde o desquicie. Como si nos habitara un cierto temor por los excesos supuestamente inevitables que todo disfrute o placer conllevarían, incluso todo ejercicio de la libertad.
Esta observación crítica no resta un ápice de potencia al texto de Innerarity ni al impecable diagnóstico que en él despliega, pero sí contiene una duda no menor acerca de la respuesta política que acaba proponiendo. Me explico: tras enunciar que la izquierda corre el riesgo de quedar atrapada en la queja y el agravio, así como en las inevitables respuestas políticas negativas o regresivas (en lugar de liberadoras o progresistas) que se desprenden de estos afectos (prohibiciones, búsqueda de culpas y castigos), Innerarity pasa a identificar en la tradición comunista tanto una imposibilidad como una valiosa —aunque indirecta o paradójica— lección que deberíamos rescatar hoy. La imposibilidad es la de pensar que el daño, la humillación y el dolor alumbren necesariamente un porvenir liberador, es decir, que contengan su potencia política superadora, amén de que ésta tenga necesariamente que realizarse mediante la erradicación de toda forma de propiedad privada (en esa falsa identificación, nos recuerda Innerarity, entre la libertad y el mundo burgués). En cuanto a la valiosa lección que hoy podríamos retener de aquel deseo comunista, se nos sugiere que “no era la vacua pretensión de una propiedad colectiva que es completamente irreal, sino la apelación a un modo diferente de poseer”. ¿Cuál? El que hoy podríamos imaginar como un goce personal que implicaría necesariamente el goce del otro, un placer compartido gracias a un previo consentimiento, un goce vinculado y vinculante. Un placer moralmente aceptable y, en cualquier caso, moralmente deseable. O, como sugirió Julio Martínez Cava al reaccionar en Twitter al texto de Innerarity, un placer regulado. Y aquí pareciera que, al final del recorrido y del diagnóstico, más que la reivindicación de una libertad vuelta hacia el placer, lo que Innerarity acabe reivindicando sea una forma moral (de izquierdas) para el placer, es decir, un ideal que nos oriente acerca de cómo debería ser su ejercicio (y, por tanto, qué formas no debería adoptar porque no son aceptables o permisibles).
El caso es que creo que podemos (¡y debemos!) evitar esta aproximación paradójica al placer o el libre disfrute, esa que tan pronto como los reivindica siente la necesidad de darles un contenido moral y, por tanto, regularlos, limitarlos, dictaminar qué es o no aceptable en su ejercicio y, al cabo, coquetear con las mismas formas moralizantes de la izquierda que pretendíamos superar. Creo, sí, que podemos (o, insisto, debemos) evitar estas paradojas, y que podemos hacerlo rescatando, además, otra valiosa lección de aquel deseo comunista de una propiedad socializada o común. Pues, con independencia de la vacuidad o irrealidad de la propuesta política y económica en que quedó materializado, ese deseo comunista estaba alimentado por la aspiración no tanto a una forma u otra de producción, apropiación y disfrute social, sino a la universalización de su acceso, vale decir, a su democratización. Y es quizá por ello que la socialización de la propiedad sea más interesante por la forma que tenía en el pensamiento marxista (el deseo de un disfrute de y para todos, la erradicación del privilegio) que por el contenido concreto que se le pudiera dar (compartido y moralmente regulado, como creo que acaba proponiendo Innerarity). Y no tanto porque el placer no deba o pueda ser un ejercicio compartido, que sin duda, o porque deba tener una regulación u otra, una expresión u otra (que la tendrá, pues las prácticas sociales libres generan sus propias regulaciones) sino porque igual se trataba, simplemente (¡como si fuera poco!), de garantizar que ese disfrute pudiera ser universal y no el privilegio de unos pocos.
Es bien posible, en fin, que esta democratización no solo sea la mejor garantía para la (auto)regulación social e individual del placer, el disfrute y la libertad misma, sino para ahorrarnos la tediosa necesidad de imaginar una forma u otra, un límite moral u otro, para el ejercicio de un disfrute o una libertad que quizá no deberían tener más límite que su democratización o universalización. Tal y como aspiraba el viejo ideal democrático republicano, del que el marxismo fue su más directo heredero, si la libertad dejaba de ser el privilegio de unos grupos sociales frente a otros, y si el placer o el disfrute dejaba, por tanto, de ser posible para unos en la medida en que no lo era para otros, se podría garantizar su ejercicio: nadie estaría en condiciones de disfrutar a costa de otro o, al menos, ese otro estaría siempre en condiciones de negarse libremente a convertirse en un instrumento para el placer ajeno.
Concuerdo, pues, con Innerarity en los problemas teóricos, prácticos e históricos que llevaron al deseo comunista a pretender erradicar los privilegios mediante una forma de producción y apropiación social que, por el camino, acabó con la libertad y el disfrute (considerados por el marxismo ortodoxo como caprichos burgueses y no como las aspiraciones democráticas y populares que fueron —y son—), pero me cuesta seguirle en esa digamos que sintomática necesidad por adjetivar y contener la forma de ese disfrute. Y esto porque quizá de lo que se trató siempre fue de permitir una práctica libre y democrática del disfrute, de reivindicarla como el corazón mismo de toda política emancipadora, y no tanto pautar o imaginar cómo debería ser realizado o regulado. O, si lo prefieren, y expresado en forma de eslogan, se trata de reivindicar una política que garantice el ejercicio de la libertad pero que no pretenda nunca determinar cuál es su forma o contenido.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.
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