Israel y el fascismo
Escribía hace unos días Guillermo Altares sobre el uso y abuso de la metáfora del nazismo o del holocausto para dar cuenta de la actual violencia en y contra Palestina, ya fuese Netanyahu tildando a Hamás de “nuevos nazis” o Gustavo Petro comparando la destrucción de Gaza con la del gueto de Varsovia en 1943. Es probable que Altares tenga razón, que estas comparaciones y metáforas históricas oculten más de lo que iluminan, y que terminen por difuminar la especificidad histórica, política e incluso moral de lo que pretenden comprender o enjuiciar.
No, no parece que los milicianos de Hamás sean los nuevos nazis ni que, a pesar de todo, Gaza sea hoy una suerte de gueto de Varsovia. Dicho esto, no conviene tampoco ignorar que están siendo no pocos israelíes (académicos, activistas de derechos humanos, periodistas o miembros de la oposición política) los que señalan y denuncian que su Gobierno, su opinión pública y su misma institucionalidad llevan ya bastante tiempo instalados en gramáticas, marcos de legitimación y de acción que no pueden entenderse sin hacer explícita referencia al fascismo.
En un clarificador artículo publicado en la web de la editorial anglosajona Verso, Alberto Toscano daba cuenta hace unos días de muchos de estos explícitos pronunciamientos desde la sociedad política y civil israelí acerca de la íntima relación que su Gobierno mantiene con el fascismo. Por ejemplo, el Partido Comunista de Israel (Maki) y la coalición de izquierdas Hadash, que han responsabilizado "plenamente al gobierno fascista de derechas de la brusca y peligrosa escalada" de la que sería efecto el ataque de Hamás; o el prestigioso periódico Haaretz, una suerte de equivalente israelí de El País, que, ya antes de los atentados, señalaba esta deriva en un editorial titulado "El neofascismo israelí amenaza a israelíes y palestinos por igual", o en otro en el que afirmaba abiertamente que “el sexto gobierno de Netanyahu empieza a parecerse a una caricatura totalitaria. No hay casi ninguna medida asociada al totalitarismo que no haya sido propuesta por uno de sus miembros extremistas y adoptada por el resto de los incompetentes que lo componen, en su competición por ver quién puede ser más plenamente fascista".
Están siendo no pocos israelíes los que señalan y denuncian que su Gobierno, su opinión pública y su misma institucionalidad llevan ya bastante tiempo instalados en gramáticas que no pueden entenderse sin hacer explícita referencia al fascismo
Todo ello sin olvidar la declaración conjunta que hicieran los más de 200 estudiantes israelíes que se negaron a ser reclutados para servir, decían, “a un puñado de colonos fascistas que controlan el gobierno en estos momentos". En cuanto al campo intelectual y académico, Toscano señalaba, entre otros, al gran historiador Zeev Sternhell, uno de los mayores estudiosos israelíes de la historia del fascismo y antiguo director del departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Hebrea de Jerusalén, quien identificó en Israel, poco antes de morir, "un fascismo creciente y un racismo afín al nazismo primitivo". O el caso de Uri Avnery, activista por la paz y diputado de la Knéset entre los años 60 y 80, que escapó con 10 años de la Alemania nazi y declaró, también poco antes de su muerte en 2020, que “la discriminación de los palestinos en prácticamente todas las esferas de la vida puede compararse con el trato que recibieron los judíos en la primera fase de la Alemania nazi.”
Creo que podemos encontrar sin dificultad muchas otras declaraciones de historiadores, activistas, intelectuales y periodistas israelíes coincidentes con las que recoge Alberto Toscano y he reproducido aquí, y que no harían sino reforzar este argumento, emitido desde sectores relativamente minoritarios pero relevantes de la sociedad civil y política israelí, acerca de esta acentuada deriva fascista. Lo que sí podemos debatir es si lo que hoy acontece en Israel es la reproducción ampliada de una constante histórica y, por tanto, de un rasgo estructural de su Estado, de aquello que de una u otra forma siempre estuvo en su germen (recordemos si no la carta que firmaron Hanna Arendt y Albert Einstein denunciando, precisamente, la simetría de Herut —el predecesor del actual Likud— con los partidos fascistas europeos); o si lo que lleva sucedido en Israel estos últimos años responde, más bien, a una diferencia y un salto cualitativo inéditos en su historia política.
Hay, seguramente, argumentos para sostener ambas posibilidades. Para afirmar, por un lado, la existencia de un racismo estructural propio de la dominación colonial israelí, precisamente el que sostiene la excepcionalidad legal, política, territorial y militar aplicada a los palestinos. Pero podemos, por otro lado, interpretar el Gobierno de Netanyahu con las extremas derechas de los colonos como la expresión de una mutación ideológica y política relativamente inédita. Incluso como la expresión de un salto adelante, tan radicalizado como desbocado, de lo que en la normalidad política israelí no es sino un conflicto siempre irresuelto —y siempre desplazado— entre democracia y dominación colonial. Lo propio de la mutación ideológica fascista actual es que afronta este conflicto entre democracia y dominación colonial suspendiendo y negando la propia democracia y, por tanto, cualquier forma de conflicto interno. Al cabo, se configura un discurso y una práctica política que, sin tapujos y a voz en grito, defiende lo que el resto de fuerzas políticas centristas, progresistas o liberales israelíes han tendido históricamente a contener, modular o, incluso, reprimir.
La pregunta que me hago, una vez esbozado este diagnóstico, es doble: por un lado, la de si esta reciente deriva fascista del Gobierno y la sociedad israelíes no es sino el equivalente funcional y regional, con todas sus particularidades, de las expresiones postfascistas y antidemocráticas que estamos conociendo en EEUU, América Latina y Europa. Es decir, una expresión más de esa ola postfascista y antidemocrática que resulta de la hibridación de un racismo identitario con un supremacismo económico y un conservadurismo moral. Esta ola que, en nombre de una libertad siempre amenazada, ora compite y desplaza al viejo liberal conservadurismo occidental, ora se funde con él y lo sustituye. Pero, por otra parte, me pregunto si en el respaldo que la institucionalidad democrática occidental está dando a Israel desde el 7 de octubre no nos estamos jugando algo más (¡y no es poco!) que las consecuencias de la ya conocida hipocresía occidental en materia geopolítica. Pues, además de la enésima suspensión del derecho internacional en favor del puro interés colonial o geoestratégico (capaz incluso de aceptar o ignorar un genocidio), ¿no se está jugando, en este apoyo occidental a Israel, la forma de resolver el dilema del conservadurismo liberal europeo en su relación con las emergentes fuerzas políticas postfascistas y, por tanto, con la democracia misma?
En una suerte de juego de espejos geopolítico, ¿no se está aceptando en Israel aquello que el viejo conservadurismo liberal europeo se resiste mal que bien a acepar dentro de sus fronteras? Además de miles de vidas en Palestina, del derecho de su pueblo a la soberanía y a la autodeterminación, también de un posible conflicto regional de dimensiones incalculables, ¿no nos estamos jugando el futuro mismo de las viejas democracias continentales?
Es fundamental en toda batalla definir los términos que la explican. Israel y sus aliados en Occidente buscan nombrar el conflicto presente en términos de una confrontación eterna entre libertad y terror. Creo que nos jugamos mucho, aquí y allí, en redefinir los términos de ese conflicto bajo la contraposición existencial entre democracia y fascismo.
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