Sin horizonte federal…
En demasiados análisis de lo que han supuesto las elecciones gallegas se echa en falta una mirada, aunque sea rápida, a los mapas. Por lo menos al mapa electoral del 28 de mayo pasado y, sobre todo, al mapa electoral europeo. No vaya a ser que nos queramos rasgar las vestiduras antes de probarnos el traje. Llueve reacción, dentro y fuera de nuestras fronteras, y aunque el mal de muchos es siempre un magro consuelo, evita hacerse más daño del debido.
Una contención del daño, al menos del autoinfligido, para recordar una constatación tan obvia como a menudo pasada por alta: lo excepcional no es la derrota de las izquierdas en Galicia, sobre todo de las izquierdas estatales, lo excepcional es la existencia de un gobierno de coalición mínimamente progresista en un Estado europeo. Siendo esta la excepcionalidad, conviene entender, de entrada, qué lugar ocupan las elecciones gallegas en ella (¿amenazan esa excepcionalidad anunciando un cambio de ciclo o se trata, más bien, de lo contrario, de que conquistar y mantener hoy el poder en el centro tiene consecuencias en las mal llamadas periferias?). Y conviene, sobre todo, tener claro no solo qué amenaza esta excepcionalidad, sino qué la ha permitido y qué puede mantenerla, incluso consolidarla y ensancharla.
Vayamos a lo evidente: esta excepcionalidad es, en buena medida, resultado de dos procesos paralelos que operan como frenos a la reacción. En primer lugar, el fallido ciclo político del cambio, esa ola post 15M que parecía poder asaltar los cielos y acabó en un podcast (además, claro, de en la suma de todo lo que había sido previamente purgado o subalternizado). La paradoja es que la derrota de ese ciclo político tuvo una fuerte dimensión sacrificial: no se ganó, cierto, pero se tuvo la capacidad de forzar una suerte de empate catastrófico entre los intentos de cerrar por arriba la crisis del régimen político del 78 (restauración del bipartidismo y del consenso purificador de la Transición) y aquellos intentos infructuosos de hacer algo con ella por abajo (ese “algo” que las fuerzas políticas y sociales del cambio no supieron —no supimos— muy bien cómo definir o dibujar).
El caso es que esa derrota sacrificial, con su empate catastrófico y su tensión irresuelta entre la salida por arriba o por abajo (¿cómo?, ¿hacia dónde?) del R78, llevó o forzó al resto de actores políticos a repensarse desde claves relativamente inéditas: Bildu y BNG, por ejemplo, en su conquista de la transversalidad electoral y la frescura discursiva tan del primer Podemos; y el PSOE (ese actor central que tiende siempre a hacer de la necesidad virtud) obligado a reinventarse y acoger (directa o indirectamente) una mutación social y electoral que el 15M expresó pero el ciclo del cambio político no consiguió articular políticamente.
Así que, en lugar de algún Page de la gran colación que habría conducido a la socialdemocracia española al lugar que ocupa en casi toda Europa (coqueteando con la nada), el PSOE acabó pilotado por un líder no solo capaz de metamorfosearse tantas veces como hiciera falta, sino de hacerlo para incluir en el R78 mucho de lo que históricamente había quedado fuera o en sus márgenes: la izquierda a la izquierda del PSOE e incluso del PCE, el independentismo de Bildu y de ERC, los ecos, ya moderados, de movimientos sociales y culturales… y todo sin perder por el camino a las derechas nacionalistas, bien en sus modalidades tradicionales como la del PNV, o en recomposición nacional postprocés como la de Junts. Y este factor no es menor: lo que quedó a las puertas de los consensos de la Transición empieza, merced a la política de pactos del PSPE, a formar parte de los consensos parlamentarios y sociales actuales. Las derechas más avezadas llaman a esto mutación constitucional (José Antonio Zarzalejos insiste en ello a menudo). Y, aunque por motivos seguramente equivocados, no les falta razón.
En segundo lugar, la excepcionalidad española de un gobierno (digamos que) progresista en el marco de una Europa —y un mundo— en plena reacción es impensable sin entender que aquí, en España, el Otro no viene de fuera. El Otro es de aquí, de los nuestros. Es un Otro interno, demasiado interno. Y esto es importante, acaso decisivo: mientras la reacción en Europa ha estado en buena medida articulada por un Otro exterior (los migrantes, por ejemplo, pero no solo) que opera como antagonista frente al que proponer una rearticulación política y nacional reaccionaria o postfascista (y en la que a ese Otro exterior se le asocian con facilidad cómplices o traidores internos: feministas, ecologistas, lgftbistas y demás wokeistas); aquí, por nuestra tardía y algo fallida construcción nacional, el Otro es, como decía, fundamentalmente interno: independentistas catalanes y vascos, blidugallegos y demás actores de nuestra propia realidad plurinacional. El caso es que esta singular otredad española no solo vota y cuentan sus votos y escaños (a diferencia de ese Otro de la derecha europea), sino que acaba centrando la disputa y el antagonismo políticos en claves territoriales y plurinacionales (España contra su anti-España). Es decir, se aleja de las lógicas inmunitarias frente a la figura del extranjero, esas bajo las que se ha construido el discurso y el “nosotros” de buena parte de la extrema derecha europea, y que ha arrastrado por el camino a las derechas liberal-conservadoras.
Y, claro, mientras las izquierdas estatales no tengan resultados suficientes y estructuras sólidas en las nacionalidades históricas y naciones sin Estado, será harto difícil caminar hacia una solución por abajo (ergo federal) a la crisis del R78
La excepcionalidad es, pues, consecuencia —al menos en parte— de estos dos frenos sistémicos de la política española: el freno que, con todo, supuso la derrota sacrificial del ciclo político del cambio, y el freno propio a nuestra secular crisis territorial y nacional. Frenos, sí, a la reacción que atraviesa la política europea pero que, como todo freno, no marca el rumbo a seguir, tan solo detiene, o al menos ralentiza, una inercia.
El primer efecto de estos dos frenos combinados ha sido la emancipación relativa del PSOE para con la hegemonía centralista de la derecha española: esa nación definida siempre como unidad negativa (soy en tanto que no dejo que nadie se vaya). Creo que hemos medido mal la importancia que tiene y va a tener, si se confirma, este giro histórico del PSOE, que no puede ser reducido a la sola necesidad de los siete votos de Junts. Hay, creo, una tímida asunción por parte de la dirigencia socialista del coste que ha supuesto ser rehén de la hegemonía nacional de la derecha, más aún desde que la doble crisis que atravesó el PP en las dos primeras décadas del siglo XXI, la de su corrupción sistémica pero, sobre todo, la de su falta de proyecto tras la crisis, común a todas las derechas continentales, del consenso neoliberal y la consiguiente mutación postfascista a que dio lugar en las derechas.
El PP combatió esta crisis de forma paradójica: exacerbó la polaridad territorial alimentando el conflicto con Catalunya, procés incluido, para sostenerse y contener la hemorragia, toda vez que daba alas a una extrema derecha que se construía más desde el “a por ellos” españolista que en claves populistas y postfascistas. Saber emanciparse, a pesar del coste electoral, de los efectos que ha tenido esta huida hacia adelante del PP ha sido, seguramente, el gesto más audaz de Sánchez. Los indultos primero y la amnistía después implican, sí, algo más que una respuesta instrumental a la aritmética parlamentaria: son la condición de posibilidad para impedir un cierre por arriba de la crisis del régimen del 78. Es decir, subalternizando de nuevo al PSOE al poder (cultural, ideológico, judicial y mediático) de la derecha.
Es este siempre posible cierre por arriba de la crisis del R78 el que asomó en plena campaña electoral gallega, para sorpresa de todos. Creo que es así como hay que leer las declaraciones en off de Feijóo ante 16 periodistas. ¿Por qué propondría Feijóo en privado lo que llevaba meses negando en público, y a riesgo de que le salpicara en mitad de una campaña en la que parecía todo más o menos atado? ¿Es tan torpe la derecha? ¿Lo es Feijóo? La tentación izquierdista es, claro, responder afirmativamente, siempre buscando el pobre consuelo de la superioridad moral e intelectual con la que tan habitualmente disimula la izquierda su propia impotencia política. Pero no, creo que hay otra lectura de esa comida con periodistas y de ese aparente cambio de guion con respecto a la amnistía, los indultos y el encaje territorial de Catalunya en la institucionalidad española: el de buscar cerrar por arriba la crisis territorial. Igual Feijóo simplemente respondió, a través de 16 periodistas, a Puigdemont, a sus declaraciones de hacía tan solo una semana, en las que, con argumentos del todo plausibles, señaló que si hubiese hecho presidente a Feijóo, o al menos no hubiese permitido la investidura de Sánchez, no tendría causas abiertas por terrorismo. Feijóo organizó una comida con periodistas parar responder rotundo: sí, Carles, efectivamente, no estarías perseguido por terrorismo.
Lo que supone, lógicamente, una derivada más, la decisiva: si no votas la ley de amnistía, Carles, tengo una salida legal y política para ti, no te preocupes que no tendrás a García Castellón persiguiéndote hasta el día del juicio final, o a cualquier otro juez autoerigido en salvador de la unidad nacional y en vengador de la herida aún abierta que supuso el procés para el narcisismo nacional de nuestra derecha. Feijóo explora así una opción, estratégicamente impecable (por más que el control comunicativo de la comida con periodistas fuese desastroso): evitar que Junts firmase la ley de amnistía y, con ella, los presupuestos generales y la legislatura misma. Hacer caer, antes o después, al Gobierno de coalición y, por el camino, darle una salida por arriba (y gracias al uso y control de jueces y consejos generales del poder judicial afines, aparatos parapoliciales y paramediáticos, leyes quirúrgicas y pactos a puerta cerrada) a la crisis territorial del régimen del 78. Que Feijóo tuviera esto en mente o, simplemente, pretendiera seguir al frente del PP cueste lo que cueste y mediante una estrategia no tan inverosímil es, quizá, lo de menos. Fuera por convicción o por conveniencia, el caso es que puso encima de la mesa la tensión que define el momento presente: o salida por arriba de la crisis territorial y política del R78 o salida por… ¿dónde?
Que no tengamos en mente la respuesta a esta pregunta es, claro, el problema y el desafío. Pues, además de una sin duda justa y necesaria ley de amnistía, ¿qué proponen Sumar y el PSOE para enfrentar la crisis territorial y política del régimen del 78? ¿Cómo articular la plurinacionalidad evidente tanto de nuestra historia cultural y política como de nuestro presente socio-electoral? ¿Avanzamos hacia un Estado federal… por fin? ¿Con qué sistema de financiación, con qué forma y jefatura de Estado? ¿Qué federalismo y cómo?
Creo que mientras estas preguntas no tengan respuesta, y esta respuesta no sea además capaz de componer un horizonte político creíble y movilizador, las izquierdas estatales (lo hagan mejor o peor en las distintas nacionalidades del Estado, dispongan de más o menos democráticas estructuras organizativas, hayan trabajado lentamente o no en la construcción de sus espacios militantes y electorales, tengan candidatos o candidatas largo tiempo trabajando en los barrios y comarcas o vengan nombrados en cada ocasión por Madrid), estarán atravesadas por profundas contradicciones difícilmente resolubles.
Veamos algunas: mientras las izquierdas estatales alimenten un discurso plurinacional pero no lo aterricen en propuestas y horizontes institucionales, tendrán seguramente más capacidad para alimentar el voto a partidos nacionales o nacionalistas que a sus propias estructuras de partido, amén de que perderán parte de su voto menos nacionalista o soberanista. Y, claro, mientras las izquierdas estatales no tengan resultados suficientes y estructuras sólidas en las nacionalidades históricas y naciones sin Estado, será harto difícil caminar hacia una solución por abajo (ergo federal) a la crisis del R78. De la misma forma, mientras las apuestas federalizantes de las izquierdas estatales no sean creíbles y dispongan de un cierto horizonte compartido, el voto de izquierdas y plurinacional tenderá a decantarse en las elecciones autonómicas por partidos nacionalistas o independentistas, lo que, en ausencia de un marco de sentido federal para el conjunto del Estado, no hará sino reforzar, se pretenda o no, la vieja lógica autonómica de la demanda y la negociación permanente entre centro y periferia, en lugar de una relación horizontal y sin centro entre federaciones.
Así las cosas, no creo que el debate sustantivo sea el de si Sumar deba o no presentarse a las distintas elecciones autonómicas, o el de si puede (que puede), y debe (que sin duda debe), construirse democrática y autónomamente allí donde se presente, o con las alianzas con las que decida presentarse y siempre desde un acuerdo horizontal con las organizaciones ya consolidadas en las distintas autonomías. Este debate es sensato y necesario, pero quizá lo sea aún más el de cómo pensar y aterrizar un horizonte federal que no solo frene una salida por arriba a la Feijóo, sino que apueste por una salida democrática y por abajo a la crisis del R78.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo. Acaba de publicar, junto a Pablo Bustinduy, el ensayo 'Política y Ficción. Las ideologías en un mundo sin futuro', editado por Península.
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