La naturaleza de la excepción: Elementos para otra política migratoria

La emergencia migratoria: el mensaje de Meloni

El lector de este periódico conoce a buen seguro la decisión del gobierno Meloni de declarar el “estado de emergencia” ante la supuesta crisis migratoria que viviría Italia en este año 2023, crisis cuya espoleta fue una enésima tragedia, el naufragio ante Steccatto di Cutrio, en las costas de Calabria, de una patera con un número estimado de 180 a 200 inmigrantes, de los que sólo se rescató con vida a 81 y se hallaron los cadáveres de 66 de ellos, incluidos varios niños. Junto a esa tragedia, el gobierno italiano ha alegado para justificar esta decisión de excepción el incremento de las llegadas diarias, no sólo en la ruta del Mediterráneo central que conduce hacia Sicilia y las islas próximas, como Lampedusa, sino también  a través del mar Jónico. 

Se trata de una decisión que es susceptible de análisis desde muy diferentes claves y alguna de ellas, a mi juicio, no responde necesariamente al tópico simplista del cierre de fronteras y criminalización de la inmigración, como mensajes estrella tradicionales de la extrema derecha europea. Indiscutiblemente, en esta medida pesa en primer lugar la clave de política interna, ese recurso populista propio de la derecha extrema (Meloni) y de la extrema derecha (Salvini), que consiste en agitar la amenaza migratoria según el manual con el que se viene manejando desde hace décadas, si no desde hace siglos: baste pensar en el cliché del campesino polaco como arquetipo de migrante, estudiado por Znaniecki y Thomas en su clásico The polish peasant in Europe and America (1918) y que ya había sido abordado por Marx y Engels en 1848. 

Se trata de la utilización de la inmigración como espantajo emocional de gran eficacia populista, y aún más en períodos electorales, revestido de aparentes análisis estadísticos, objetivos. Se enarbola el mensaje de los inmigrantes como invasión, como amenaza, en tres aspectos: como dumping en el mercado de trabajo; como ejército de reserva de la delincuencia; como riesgo de pérdida de identidad cultural y nacional, hasta el extremo conspiranoide de la tesis del “gran relevo”, que no sólo manejan los neosupremacistas norteamericanos como Bannon, o los europeos como Orban, Morawiecki o Salvini, sino también las élites gobernantes de las sociedades magrebíes, que previenen contra la invasión de inmigrantes “negros” subsaharianos, como lo ha hecho el presidente autoritario de Túnez, Kaïs Saied, cuyo discurso abiertamente xenófobo y racista ha sido denunciado por ejemplo por la muy influyente AlJazeera. Es significativo que el presidente Saied muestra su política de cierre como alineada con los intereses de la política migratoria de la UE, cuando lo cierto es que la deriva antidemocrática del régimen que ha impuesto en Túnez ya ha abierto la espita para la huida de los jóvenes tunecinos que buscan en Europa una vida digna. Es decir, que Túnez se suma a los países del Magreb  (Libia, Marruecos, en menor medida, Argelia) e incluso del Masreq (Egipto, Turquía), que son puntos de tránsito o incluso de origen de desplazamientos migratorios en el Mediterráneo.

Junto a esa clave interna de la medida del gobierno italiano, cabe también una lectura en clave “europea” que, si nos despojamos de los clichés, está lejos de ser sólo un contencioso italiano, porque en el fondo apela a una reivindicación que, en buena medida, es común a la que viene presentando el Gobierno de España ante frente alos socios europeos (incluida la Francia de Macron, que pronto abandonó la hipótesis de un frente de la Europa del sur) y, en menor medida, al de Grecia, respecto al non nato pacto europeo de migración y asilo y a la vigencia del modelo Dublín, en virtud del cual, con el fin de evitar lo que los países del centro y norte de la UE denominan “movimientos secundarios”, se establece la regla de que los países del sur de Europa, a los que llegan esos desplazamientos en el ámbito del Mediterráneo, han de hacerse cargo en exclusiva de esos contingentes (por ejemplo el análisis de Enric Juliana.

Así pues, sin discutir lo demagógico de la medida en clave interna, lo que pretende Meloni es un aldabonazo ante Bruselas, para apelar a la responsabilidad conjunta y solidaria europea en materia de política migratoria, con el establecimiento de un reparto equitativo de las cargas de la inmigración. Esta iniciativa de Meloni supone, por tanto, una estrategia coincidente con la política que ha impulsado el gobierno español, aunque habría que matizar: más con la del Ministerio del Interior que con la del Ministerio de Migraciones. Se trata de combinar el cierre de fronteras a los inmigrantes y a las ONGs que los rescatan, con convenios de colaboración bilateral con los países de origen y tránsito. Esta cooperación bilateral en la que coinciden Marlaska y Meloni es sobre todo una suerte de toma y daca con gobiernos de carácter en el mejor de los casos autoritario (Marruecos, Mauritania, Libia y, en el caso español, Senegal y Nigeria; Somalia en el caso italiano), para asegurar el control policial de los flujos migratorios. 

Lo venimos estudiando y denunciando desde hace décadas como mecanismo de externalización de fronteras: ese modelo de relaciones bilaterales prima la concesión de ayudas económicas, inversiones en esos países y cláusulas de nación más favorecida, con la condición de que cumplan con el papel de policía malo, que no respeta los derechos humanos y las garantías básicas de los mismos en lo que se refiere a los inmigrantes, en aras de la contención de los flujos migratorios y, en su caso, la colaboración en las detenciones en caliente y en las subsiguientes deportaciones, eufemísticamente denominadas devoluciones, una confusión que los juristas que nos ocupamos de políticas migratorias hemos denunciado hace mucho tiempo y algunos parecen descubrir con gran sorpresa ahora. El lenguaje del derecho migratorio está lleno de esas trampas, como la del calificativo ilegales. No hay devolución, cuando no se retorna al inmigrante expulsado al país del que es nacional, sino a otro por el que se supone ha pasado, antes de llegar a nuestras tierras europeas. Peor aún, cuando el destino de esos inmigrantes “devueltos” son cárceles, o infames centros de internamiento en países con gobiernos abiertamente refractarios al respeto de los derechos humanos, como Mauritania, Marruecos o Libia. Aunque para hipocresía y violación de la legalidad internacional, las medidas de los gobiernos de Dinamarca y el Reino Unido que exportan a los demandantes de asilo que llegan a sus fronteras al enviarlos a países como Ruanda, a la espera de su tramitación. Sin demagogias ni exageración, es una nueva versión de un viejo negocio, el de tráfico de seres humanos, tratados como carne de cañón.

Sin demagogias ni exageración, es una nueva versión de un viejo negocio, el de tráfico de seres humanos, tratados como carne de cañón

Con todo, esto no es lo más preocupante de cuanto viene sucediendo en materia de política migratoria y de asilo en la Unión Europea. Hay algo más grave, una constante que pone en tela de juicio la credibilidad de la UE como espacio de libertad, justicia y seguridad, basado en el Estado de Derecho.

La disyuntiva de las políticas migratorias: Estado de Derecho o estado de excepción

En el año 2007 se publicó un pequeño libro de conversaciones con la eminente profesora y jurista francesa, Daniele Lochak, una de las grandes referencias internacionales en Derecho de la inmigración, además de militante reconocida en la defensa de los derechos humanos y en particular de los de los inmigrantes (por ejemplo, fundó y presidió el Groupe d'information et de soutien des immigrés, GISTI). 

El libro tenía un título suyo elocuente –Face aux migrants. État de droit ou état de siège (Ante los inmigrantes: Estado de Derecho o estado de excepción)– y tuvo un gran impacto entre quienes nos dedicábamos al estudio y la crítica de los instrumentos jurídicos de las políticas migratorias en Europa, pues enfrentaba dos lógicas jurídicas, dos concepciones sobre lo que debe ser la regla general y lo que puede ser la excepción, por referencia a las políticas migratorias. Es la disyuntiva básica que debe afrontar cualquier instrumento jurídico de política migratoria y de asilo: elegir entre entender que siempre está vigente la regla del Estado de Derecho, o hacer del estado de excepción la regla a seguir cuando se trata de esta materia. Desgraciadamente, la experiencia nos muestra que, mientras proclamamos lo primero como regla absoluta, nos entregamos a la excepcionalidad cuando se trata de las políticas migratorias. Lo diré con cierta contundencia: todos los gobiernos europeos proclaman su lealtad a las exigencias del Estado de Derecho, la premisa sobre la que se asienta la propia Unión Europea. Afortunadamente, los Estados de la UE se asientan sobre ese cimiento jurídico y lo respetan en líneas generales. Por eso, los europeos vivimos una condición privilegiada, un espacio de libertad, seguridad y justicia. Pero ningún gobierno europeo ni la propia UEes capaz de resistir la tentación de entregarse a la lógica del estado de excepción, cuando se trata de la política migratoria y hoy, incluso, respecto al asilo.

El estudio de los instrumentos normativos europeos, del Derecho migratorio y de asilo europeo (con la excepción de una parte de la jurisprudencia de algunos tribunales nacionales y de los tribunales europeos, aunque no exenta de contradicciones), conduce a esta conclusión: en el espacio normativo migratorio domina la lógica de la excepción como estatus propio de los inmigrantes, una lógica jurídica contraria a la del Estado de Derecho. Recordaré aquí algunas consideraciones elementales: ciertamente, lo propio del Estado de Derecho es la igualdad ante la ley, la primacía de los derechos humanos y fundamentales y la garantía de éstos por los tribunales, lo que supone el control judicial de las actuaciones de la administración cuando están en juego esos derechos. Es verdad también que, en un Estado de Derecho, se pueden producir situaciones excepcionales (catástrofes naturales, epidemias, intentos de golpe de Estado, o guerras, por ejemplo) en las que hay que reducir o suspender algunas de esas características, pero los Estados de Derecho se caracterizan por establecer de forma precisa y tasada –normalmente en sede constitucional– cuándo y por qué se pueden adoptar esas excepciones y requieren su revisión concreta por el Parlamento.

Sin buenismos ni ingenuidades, existen propuestas viables que permiten poner en marcha políticas migratorias realistas, eficaces y legítimas, que respeten las exigencias del Estado de Derecho

El problema, pues, no es que se puedan producir situaciones específicas que obliguen a adoptar medidas excepcionales que suspendan esos rasgos en lo que se refiere a la política migratoria en un momento concreto. El problema es que el Derecho migratorio se caracteriza por la suspensión o incluso anulación de esas características como criterio general. Baste pensar en lo que sucede en el ámbito del Derecho migratorio con algunas piezas básicas del Estado de Derecho: la presunción de inocencia (por algo se habla de ilegales), la reducción de la seguridad jurídica, la anulación del principio del favor libertatis, la suspensión o anulación del derecho a la tutela judicial efectiva (incluido el derecho a defensa), la adopción de penas de privación de libertad como sanción para conductas que no son ilícitos penales sino irregularidades administrativas, la creación de centros como los CIE, que son un tertium genus entre las prisiones y los centros de acogida y reúne lo peor de unos y otros, el laberinto administrativo que se impone a los inmigrantes para el reconocimiento y garantía de derechos que son derechos humanos elementales, o en el colmo, el desprecio por el principio de interés del menor en lo que se refiere a menores inmigrantes, a los que se trata antes como inmigrantes (e inmigrantes ilegales), antes que como menores. El funcionamiento agotador, desesperante, de los trámites para obtener asilo es el último giro de tuerca que se está produciendo en esa lógica según la cual el inmigrante, el desplazado que pretende obtener un lugar seguro y una vida digna (¡nada menos!) es un ser humano de segunda categoría, para el que se crea un derecho, unas normas, distintas de las que rigen nuestra vida, la de los ciudadanos europeos, que no es que seamos ciudadanos mientras ellos son extranjeros, sino que, en realidad, somos más seres humanos que ellos.

El penúltimo escándalo, botón de muestra de esa lógica según la cual no se les puede aplicar los inmigrantes, ni aunque sean niños, el mismo trato ante la ley, es una noticia que saltó a la luz a comienzos de año 2023: el caso de la negativa a regularizar a una menor que vive en España desde que tenía apenas unos meses de vida (ahora cumple 11 años), pese a que está empadronada y escolarizada, y pese a que sus padres tienen la documentación en regla: su padre lleva 20 años trabajando en España y su madre reside legalmente desde hace 11 años, cuando la niña apenas tenía unos meses. Su abogado, el conocido experto en derecho de extranjería, Paco Solans, el Defensor del Pueblo y el Ministerio de migraciones señalaron que contaba con toda la documentación requerida y recordaron el principio supremo de interés del menor, que no puede ser orillado por el hecho de que ese menor sea inmigrante. Pese a ello, la comisaria de extranjería insiste en rechazar esa regularización. Insisto: es un caso, pero la vida cotidiana de los inmigrantes en su contacto ante el Derecho está dominada por la inversión del principio de igualdad ante la ley. Cualquier trámite que, aunque pueda suponer alguna molestia para los ciudadanos españoles, se resuelve con normalidad, es un laberinto en el que la seguridad jurídica y la igualdad se ponen en cuestión por el hecho de ser inmigrantes, incluso aunque tengan la documentación en regla. 

El segundo ejemplo lo obtengo de un ensayo publicado en 2022 por una de las juristas más brillantes que conozco en materia de Derecho migratorio y de asilo, la profesora Alexandra Castro (“La protection temporaire dans le monde: une réponse ordinaire à des situations d’exil exceptionnelles”), que ha analizado y puesto de relieve esta lógica de la excepción en un penetrante estudio de la respuesta europea al exilio forzado ucraniano. La profesora Castro explica que la activación de la directiva de protección temporal por parte de la UE en este caso, pese a que se trata de un dispositivo legal previsto normativamente para supuestos muy concretos y de carácter evidentemente excepcional, plantea el problema de una lógica de protección provisional, discrecional y en no poca medida precaria, pese a la indiscutible generosidad con la que se ha aplicado por gobiernos vecinos y por otros, como el español. En realidad, subyace, como escribe Castro, “una estrategia política de control de las poblaciones desplazados, junto al intento de protección humanitaria, y, en la medida en que la guerra de Ucrania se prolongue, añade, “los gobiernos europeos de verán rápidamente confrontados a la realidad de la inserción a medio y largo plazo de esos desplazados”, lo que sacará a la luz las contradicciones de una lógica de excepción frente a la lógica del Estado de Derecho, que exigiría más bien seguir la vía regular y comprehensiva de la protección internacional ordinaria propia del derecho de refugiados y desplazados.

Hay alternativas viables para establecer políticas migratorias que cumplan con las exigencias del Estado de Derecho 

Hay que repetir que, sin buenismos ni ingenuidades, existen propuestas viables, que permiten poner en marcha políticas migratorias realistas, eficaces y legítimas, que respeten las exigencias del Estado de Derecho.

Se trata de exigir en primer lugar el establecimiento de vías regulares, seguras y asequibles para los inmigrantes, que pongan en primer término el reconocimiento y garantía efectiva de los derechos, como demandan no sólo las ONGs (véanse las medidas propuestas por CEAR para la presidencia española en materia de política de migración), sino el pacto global sobre migraciones seguras, ordenadas y regulares adoptado por la ONU en diciembre de 2018, que rechaza el trato penal a los inmigrantes como regla, los centros de internamiento como medida estrella y, por supuesto, la violación del principio de interés prioritario del menor. El establecimiento de esas vías legales, seguras, regulares y asequibles es la manera de reducir el negocio de los miserables traficantes de carne humana, además, obviamente, de no cejar en su implacable persecución policial (en lugar de la repugnante connivencia que hemos conocido de Frontex con esas mafias y con los regímenes que hacen negocio con ello, como el de Libia). Junto a ello, claro está, hay que requerir que las normas y principios del Estado de Derecho se respeten en las fronteras, que no pueden ser territorios de excepción en los que no se cumplen esas exigencias. 

Hay que establecer en segundo lugar convenios con los países de origen y de tránsito de esos desplazamientos, para que colaboren en una gestión que resulte en beneficio de las sociedades de esos países y de las nuestras, y de los propios inmigrantes, de acuerdo con un modelo de colaboración en el que se ponga en valor el progreso en las tres “D”, en esos países: derechos humanos, democracia y desarrollo humano. Las cláusulas de compensación en esos convenios no deberían condicionar nuestra contrapartida sólo a su tarea policial, sino a sus avances en esos tres ámbitos.

Finalmente, hay que apostar por otro sistema de acogida e integración de los inmigrantes, algo que se juega en gran medida en el ámbito municipal y autonómico y que en nuestro país ha comenzado a ponerse en práctica, por ejemplo, gracias a las medidas adoptadas desde el Ministerio de Migraciones (como la reforma del reglamento de extranjería para favorecer el acceso de los menores inmigrantes al mercado laboral cuando llegan a la mayoría d edad), pero también con la recuperación de la lógica de acogida e integración que pusieron en pie los PECI, los Planes Estratégicos de Ciudadanía e Integración, en los que municipios y Comunidades Autónomas deben tener un papel protagonistas, con una importante ayuda financiera de la administración central. En ciudades como Barcelona, Sevilla, Valencia o Vitoria, en Comunidades Autónomas como Cataluña, el País Vasco, Navarra o la Comunidad Valenciana, existen ya importantes iniciativas y experiencias que hay que apoyar.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.

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