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El barrio 'zombie' del fentanilo y nosotros

Estos días entre julio y agosto tienen el sabor de un limbo de tiempo detenido: demasiado cansados de trabajar o demasiado incapaces de desconectar si estamos de vacaciones. En las horas perdidas de scrolling, se percibe que las webs de los medios se nutren, más todavía que lo habitual, de contenidos de diversas redes sociales. Uno de los clips más vistos estos días es el de la visita de un YouTuber al barrio de Kensington en Filadelfia, el llamado “barrio zombie”, donde el consumo de fentanilo ha dejado una atmósfera propia, se dice, de una temporada de Last of Us o Walking Dead. Las imágenes son muy duras. Más allá del morbo que suele despertar este tipo de contenido, ¿qué terrible fascinación despierta en este caso?

Alguien diría que es el horror de lo ajeno: ese mundo de personas casi inconscientes en la calle es un mundo de pesadilla que no es el nuestro. Lo miramos porque, por extraño, lo tememos. Es el morbo de la desgracia ajena. Sin embargo, estas imágenes no son solamente extrañas: no nos son del todo ajenas, sino que de algún modo nos conciernen. Podíamos decir que esas imágenes son siniestras, pues lo siniestro encierra lo familiar mezclado con lo ajeno. Por eso nos fascina. Eso que ocurre ahí, intuimos, debe estar conectado con la misma totalidad social que compartimos. No hay compartimentos en el capitalismo avanzado global. Tiene que poder reconstruirse el nexo que conecta esas imágenes con “lo nuestro”.

¿Y cómo? No sería difícil hacer un análisis desde la sociología, la economía crítica o la geografía urbana que explique la prevalencia de las drogas en población pobre, la división del espacio urbano y su relación con la exclusión o el rentable negocio capitalista de mantener estructuras paralegales de tráfico de sustancias. Por otra parte, a estas alturas, todo el mundo ha leído a Roberto Saviano y ha visto The Wire.

Las distopías no son sino la proyección inconsciente de los miedos y angustias más propias. Es el único consuelo. Es la única manera que nos queda de sentirnos hoy en casa: saber que ya no tenemos ninguna

Hay algo más aquí. La conexión es más cercana. Quizás esas miradas vacías, esos cuerpos depotenciados y esos sujetos quebrados expresen una verdad más profunda que va más allá de ellos mismos y en la que reconocemos nuestras propias vidas. Cuando Mark Fisher escribe sobre la anhedonia depresiva y las subjetividades rotas del capitalismo tardío, se refiere exactamente a esto. Esas imágenes son quizás representación real de lo que ocurre en nuestras vidas en una oficina o una administración: la ausencia de futuro, el vacío existencial, la desolación y la atomización. Ese es el abismo al que miramos cuando vemos estas terribles imágenes: el nuestro. Quizás solo podemos saber algo sobre quiénes somos mirando esas imágenes. 

Seguramente por este mismo motivo no dejamos de consumir productos culturales en torno a distopías, escenarios post-apocalípticos, hecatombes zombies o futuros cyberpunk. Cada uno de ellos puede ser más real que las noticias en un periódico: lo aparentemente imaginario nos dice algo real sobre el modo en que está estructurada nuestra realidad social. Los caminos del reconocimiento por el que llegamos a nosotros mismos son torcidos y enrevesados. Las distopías no son sino la proyección inconsciente de los miedos y angustias más propias. Es el único consuelo. Es la única manera que nos queda de sentirnos hoy en casa: saber que ya no tenemos ninguna.

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Clara Ramas San Miguel es filósofa, política, profesora en la Universidad Complutense de Madrid y autora del ensayo 'Fetiche y mistificación capitalistas. La crítica de la economía política de Marx' (Editorial Siglo XXI). Acaba de traducir y publicar también una edición de 'El 18 Brumario de Luis Bonaparte', de Karl Marx, en la editorial Akal.

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