El retroceso del revólver contra el feminismo Cristina Monge
A los 60 años del sueño de King
Con más frecuencia de lo que creemos, las cosas importantes que suceden, aun pareciendo preparadas, son resultado de la improvisación. Así ocurrió con las cuatro palabras más célebres de la oratoria universal: “I have a dream (tengo un sueño)”, pronunciadas por Martin Luther King el 28 de agosto de 1963, hace sesenta años.
250.000 personas, la mayor muchedumbre que había ocupado la esplanada de Washington hasta la fecha, vigiladas por 19.000 agentes de policía desplegados por toda la ciudad para prevenir altercados, se reunieron en la llamada “Marcha por el trabajo y la libertad”. Nueve oradores, de entre ellos solo una mujer, precedieron a King, que cerró el evento. Nadie quería hacerlo, creyendo que a esas horas ya se perdía el interés de los medios de comunicación. King, que ya era entonces una celebridad nacional, pero al que muy poca gente había escuchado hablar, tenía asignados cuatro minutos, pero se extendió hasta los 16.
En sus papeles nada se hablaba de sueños. Viendo que el discurso no estaba a la altura de las circunstancias, la cantante afroamericana Mahala Jackson, que había cantado antes junto a Bob Dylan y Joan Baez, le susurró a King desde el estrado: “Háblales del sueño, Martin”. Y el pastor dejó de leer y encadenó por nueve veces la más conocida anáfora de la oratoria universal: “I have a dream”. Repetía así un discurso que ya había pronunciado en otras ocasiones, y que en aquel contexto tuvo un impacto mundial.
El pastor dejó de leer y encadenó por nueve veces la más conocida anáfora de la oratoria universal: “I have a dream”. Repetía así un discurso que ya había pronunciado en otras ocasiones, y que en aquel contexto tuvo un impacto mundial
El presidente Kennedy acababa de reunirse con los líderes del movimiento negro y estaba a punto de aprobarse la Ley de Derechos Civiles, que permitiría el voto de los ciudadanos negros y la igualdad plena de derechos y libertades. Kennedy había dicho un mes antes que la marcha le parecía “inoportuna”, y King le había respondido con contundencia: “Francamente, nunca me he visto comprometido con un movimiento de acción directa que no pareciera inoportuno”. Kennedy sería asesinado solo cuatro meses después de la marcha, pero su sustituto, Lyndon Johnson, rubricó la Ley, que fue aprobada por un puñado de votos.
La apariencia de júbilo y la alegría y paz con que se produjeron los acontecimientos escondían la alta tensión existente entre las autoridades. El mismo presidente Kennedy le pidió a su hermano Bob, entonces Fiscal General, que vigilara intensamente a King, al que el FBI intervino teléfonos. El responsable policial del evento afirmó al terminar la manifestación que “el poderoso y demagógico discurso” les obligaba a “marcar (a King) como el negro más peligroso para el futuro de esta nación”.
Es así como se escribe la historia: a fuerza de hitos inesperados, frases improvisadas, prejuicios infundados y acontecimientos imprevistos. Es casi siempre luego, cuando los líderes y los cronistas y los historiadores se ven en la obligación de buscar orden en el relato, cuando se construye una narrativa artificiosamente coherente.
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