El 'procés' o la historia no se repite... hasta que se repite

Al día siguiente de conocerse el acuerdo entre el PSOE y Junts, el pasado viernes, 10 de noviembre, José Luis Rodríguez Zapatero irrumpía de nuevo en la escena pública con una extensa entrevista concedida al diario La Vanguardia. Con la cantidad de cosas que se han dicho y escrito desde ese día acerca del acuerdo en cuestión resultaría tedioso, por reiterativo, que intentara yo ahora analizar la particular forma en que el expresidente del Gobierno lo valoraba

Pero ello no quita para que haya algún aspecto de sus declaraciones que vale la pena destacar precisamente ahora, una vez que Pedro Sánchez ha obtenido la investidura como presidente del Gobierno. Vale la pena porque, planteando Zapatero afirmaciones atendibles, no estoy seguro de que las desarrolle adecuadamente o hasta sus últimas consecuencias, y entiendo que convendría hacerlo. En contra, por lo pronto, de lo que interpretan otros compañeros en sus mismas filas, él cree ver brotes verdes en “esas cositas que a veces se le escapan a Feijóo”, y alude, en concreto, a sus alusiones a “normalizar la relación con los nacionalistas” o a “respetar a Puigdemont”, lo que le lleva a predecir que una de las mejores consecuencias a las que dará lugar el recién firmado acuerdo es que “el PP empezará a coquetear con Junts”.

Hasta tal punto no le falta razón a Zapatero que incluso podríamos afirmar que un amago de ese coqueteo ya se produjo hace algunas semanas, cuando Esteban González Pons vertió unas opiniones contemporizadoras con el partido de Puigdemont que provocaron casi al instante un notable alboroto en el seno del propio PP. Pero la cuestión que las afirmaciones del expresidente deja sin abordar tiene forma de paradoja o, por decirlo con algo más de exactitud, de doble paradoja. Porque no habría que descartar que fuera precisamente el acuerdo del que venimos hablando el que le despejara el camino a Feijóo para poder pactar en el futuro con Junts sin tener que asumir prácticamente ningún coste político. Porque ese coste lo habría asumido en su totalidad el Partido Socialista, cediendo ante las exigencias independentistas. Con el añadido de que sería este mismo acuerdo el que, al reforzar la figura de Carles Puigdemont —últimamente en franco deterioro, como sus propios resultados electorales habrían acreditado bien a las claras— y, con ello, incrementar las expectativas electorales de la fuerza política que lidera, podría estar perjudicando en mayor medida las expectativas de Salvador Illa a la presidencia de la Generalitat. De ser todo ello como estamos describiendo, estaríamos ante una de esas situaciones que ejemplificaría casi a la perfección el viejo dicho “pan para hoy, hambre para mañana”. Aunque no dudo que habrá quien prefiera, para definir semejante resultado, el no menos castizo “hacer un pan con unas tortas”.

Porque, vamos a ver: ¿en nombre de qué no se puede sostener que cambiar de valores también es indicativo de estar pensando, y de manera bien radical por cierto?

Con todo, he de reconocer que, probablemente por deformación profesional (en el supuesto de que eso de la filosofía pueda considerarse en algún sentido una profesión), son otros dos aspectos de sus declaraciones —los menos coyunturales, para entendernos— los que más han llamado mi atención y no me resisto a comentar. Uno es el que hace referencia a la últimamente tan debatida cuestión del derecho del político a cambiar de opinión. Al respecto afirma Zapatero en un momento de la entrevista: “he cambiado muchas veces de opinión a lo largo de mi vida. Quien no cambia de opinión no piensa”. Tal vez tenga razón. Pero, como viene haciendo de un tiempo a esta parte, soslaya, al plantear de este modo las cosas, el elemento fundamental. Porque, por así decirlo, hay opiniones y opiniones. Y lo que resulta merecedor de discusión no son las opiniones que uno pueda albergar en su ámbito más íntimo sino aquellas otras que se presentaron como compromisos ante los ciudadanos, de cuyo incumplimiento, de producirse, corresponde dar cuenta públicamente. Sin que sea de recibo un argumento exculpatorio tan inconsistente como el de que “no he cambiado nunca de valores”. De inmediato, a poco que se analice, se deja ver el carácter puramente retórico del argumento. Porque, vamos a ver, ¿en nombre de qué no se puede sostener que cambiar de valores también es indicativo de estar pensando, y de manera bien radical por cierto? ¿Acaso cuando nuestros adversarios no están dispuestos a reconsiderar los suyos no les acusamos de rígidos dogmáticos? 

El otro aspecto relevante de las consideraciones de Zapatero es el que hace referencia a un argumento de carácter casi filosófico —por no decir de metafísica histórica— que el expresidente plantea con rotundidad, sin tomarse la molestia de desarrollarlo. Y lo grave es que lo plantea cuando le preguntan por una de las cuestiones más relevantes, por preocupantes, que suscita la futura ley de amnistía, que no es otra que la de si, a partir de su entrada en vigor, el Estado no quedaría indefenso ante la eventualidad de que los independentistas volvieran a las andadas. Su respuesta es tan escueta como concluyente: “no va a pasar, porque la historia no se repite”. 

Quizás en abstracto la historia no se repita tal cual, pero lo que sí cabe sostener es que sus protagonistas con mucha frecuencia se empeñan en repetir comportamientos. Y no solo eso, sino que incluso, como en el caso que nos ocupa, proclaman orgullosamente su voluntad de hacerlo (“ho tornarem a fer”, reiteran a la menor ocasión). Por supuesto que si lo que pretendía afirmar Zapatero con sus palabras era que la historia no se repite en la totalidad de sus aspectos y detalles, como si pudieran producirse calcos absolutos de acontecimientos del pasado, nada hay que discutirle, por la sencilla razón de que se trataría de una afirmación trivialmente verdadera. De hecho, veníamos advertidos, entre otros por Marx en El Dieciocho Brumario, que cuando la historia se repite, lo hace cambiando su forma. Él decía, como es sabido, que las tragedias se repetían en forma de farsa. 

Pero no habría que descartar —puestos a seguir la invitación de Zapatero y ser un poco audaces en materia de pensamiento— que también pueda ocurrir que la repetición adopte el signo contrario, y que lo que en un primer momento se produjo como farsa, pueda terminar repitiéndose como tragedia. Tal vez sea precisamente eso lo que ocurre con todas las tentativas fallidas de llevar a cabo proyectos nefastos y que, tras un fracaso inicial, al final terminan por materializarse. Pues bien, si hablamos de lo ocurrido en Cataluña en la década pasada, fue el Tribunal Supremo el que en la sentencia del procés valoró —a mi juicio, no lo voy a ocultar, con un exceso de benevolencia— aquel primer intento insurreccional frustrado con un término no demasiado alejado de “farsa”: lo calificó, se recordará, como “ensoñación”. El problema, llegados a este punto, no es que aquella ensoñación/farsa se pueda volver a repetir de la misma manera, asunto probablemente descartado a estas alturas por sus propios promotores, sino el de qué hacer si idéntico propósito se repite adoptando alguna otra forma (¿con algún apoyo internacional, nunca descartable por completo en las actuales circunstancias geoestratégicas, y sin el menor desorden público susceptible de reproche penal?). Es a dicha cuestión a la que vienen obligados a responder nuestros responsables políticos. Porque es ahí donde se juega algo tan importante como que la farsa evolucione o no hacia peor. Y esto, señor Zapatero, es todo menos metafísica histórica. 

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor, entre otros ensayos, de 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual '(Galaxia Gutenberg).

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