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Nuestro tiempo

De forma cíclica, seguramente dejando pasar el tiempo suficiente como para que se olvide su última entrega, nos sorprende el debate sobre la dirección y el sentido de nuestro tiempo presente: ¿vivimos mejor que nuestros padres, tenemos la seguridad, la tranquilidad y el bienestar que ellos no tuvieron, o las cosas son justamente al revés y ellos tuvieron vidas más fáciles, seguras o viables? ¿Avanzamos en el tiempo o retrocedemos? ¿Y qué significa avanzar?

Confieso que estos debates me resultan tan estériles como sintomáticos de una desorientación más amplia sobre el sentido de nuestro propio presente y la dificultad que tiene para proyectar un futuro común y compartido. Debates sintomáticos, por tanto, de la muy tentadora tendencia a refugiarnos nostálgicamente en pasados recreados a la carta para proyectar retrospectivamente en ellos nuestros miedos, carencias y angustias actuales. Quizá por eso la mejor manera de enfrentar estos debates sea resituando sus premisas en una dirección más compleja pero políticamente más fértil: cómo superar nuestra profunda incapacidad presente para imaginar un futuro esperanzador. 

Tiempo y modernidad

El sociólogo alemán Niklas Luhmann propuso hace ya casi medio siglo entender el tiempo como la interpretación de la realidad con respecto a la diferencia entre el pasado y el futuro. La realidad y, por tanto, el presente, cada presente histórico, puede ser así interpretado, sugería Luhmann, desde la relación que establece entre su pasado y su futuro. La modernidad, esa época que parece estar desvaneciéndose constantemente, acechada hoy por distintas cancelaciones (culturales, ecológicas, geopolíticas o económicas) del futuro, podría ser concebida como una forma particular de organizar el tiempo: por un lado, un pasado que ya no puede repetirse y servir de maestro de vida, de guía y gozne para la acción colectiva e individual; por el otro, un futuro que se separa radicalmente del pasado para quedar así abierto y convertido en un continente de posibilidades cuasi ilimitadas, capaz por tanto de acoger las más diversas y enfrentadas proyecciones, esperanzas y deseos, aunque también no pocos miedos y temores; y, entre medias, un presente sacrificial y agónico, a penas sin duración y encargado de operar el vertiginoso cambio que nos lleva (o nos llevaba) sin cesar del pasado al futuro. 

El sentido de los tiempos modernos, como sugirió el gran teórico de la historia moderna, el también alemán Reinhart Koselleck, podía rastrearse desde la diferencia que se abría, a partir de mediados del siglo XVIII, entre el campo de la experiencia y el horizonte de la expectativa. Una ruptura de la continuidad entre el pasado y el futuro que no solo definió una forma subjetiva, cultural y psicológica de experimentar un tiempo acelerado y orientado siempre hacia el mañana, sino que constituyó el objeto mismo de la política moderna: ¿cómo asegurar el futuro individual y colectivo en una sociedad que ya no podía guiarse por la repetición de sus estructuras y enseñanzas pasadas? ¿Cómo integrar el tiempo y traer el futuro —imaginado, proyectado, deseado pero también temido— al presente? 

Cabe subrayar que la separación entre pasado y futuro fue la condición de posibilidad de la idea moderna de libertad, pues liberaba, al menos potencialmente, de la pertenencia y la obediencia debidas a las estructuras y normas heredadas del pasado. Si el futuro se abría al cambio y a la contingencia, entonces era posible —incluso necesario— elegir entre distintos y acaso opuestos cursos de acción. Los sujetos modernos se convertían así en potenciales arquitectos de sí mismos, en escultores de su identidad y su biografía. Pero, claro, esa promesa de un futuro abierto y cargado de posibilidades también significaba el fin de las formas de protección y seguridad tradicionales, de las estructuras comunitarias de sostenimiento colectivo de la vida que conjuraban la incertidumbre, los miedos y los males que acecharon siempre a lo humano. Un futuro abierto y liberado del pasado era también y necesariamente un futuro profundamente incierto y cargado de amenazas que debían ser oportunamente neutralizadas o compensadas en caso de que acontecieran. 

Tiempo, trabajo y vida

El trabajo y la propiedad, o el salario y el capital, y sin duda la subordinación del conjunto de las energías sociales al despliegue de la producción no solo fueron la condición de posibilidad de la conquista de ese futuro abierto, es decir, la forma de realizar en el presente —¡de trabajar!— las múltiples posibilidades, proyecciones y deseos que contenía. El trabajo y el salario fueron también, para la gran mayoría de los modernos, la vía para conjurar, siquiera parcial y precariamente, la enorme incertidumbre que contenía ese futuro. Los tiempos de la vida, las trayectorias y los horizontes de la mayoría de la población quedaron así progresivamente vinculados y subordinados a los tiempos y los espacios de una producción social desencadenada, vale decir, organizada por un indefinido e irreflexivo crecimiento hacia un futuro sin límite

El intercambio que ordenó el conjunto de los vínculos sociales modernos fue por tanto el establecido entre el tiempo y el dinero: pero no solo el tiempo medido por los relojes, ese exceso de horas del día dedicado habitualmente a realizar un trabajo ajeno bajo ritmos, sentidos y beneficios casi siempre ajenos, sino el tiempo de la vida misma, el de la experiencia, la formación y el pasado, ahora acumulados y expresados como currículo profesional, y el de las esperanzas, sueños y proyectos de vida, reducidos demasiadas veces a las solas trayectorias y horizontes profesionales. El tiempo de la vida se comparaba, se medía y se intercambiaba así por dinero; y éste, el dinero, se nos presentaba no solo ni prioritariamente como un medio de cambio sino, más bien, como una forma de traducir y organizar nuestro propio tiempo de vida: asegurar nuestros futuros tanto como valorar nuestros pasados y organizar nuestras trayectorias y expectativas de vida. La ley del valor, la llamó Marx

La lucha por el tiempo

Así las cosas, la segunda mitad del siglo XIX y las primeras tres décadas del XX fueron el escenario de una extraordinaria disputa por definir, organizar y conquistar el tiempo: el del ritmo, la duración, la organización y la seguridad en y del trabajo pero, también, el de un futuro sin trabajo, es decir, el de un horizonte de transformación radical o revolucionaria que funcionaría como el momento de máximo reconocimiento y valoración del trabajo y los trabajadores pero, paradójicamente, también como el advenimiento de una sociedad organizada, por fin, desde el no trabajo (o desde el tiempo de la libertad y no el de la necesidad, como sugirió oportunamente Marx). 

El problema, lo sabemos bien, es que ese horizonte de transformación se hizo esperar y esperar, y mientras no terminaba de llegar iba tomando su lugar una reforma permanente de las relaciones sociales que, sobre todo tras la II Guerra Mundial, adoptó la forma de una sostenida, firme e incluso feroz regulación del tiempo. El fordismo, ese intercambio de seguridad por aburrimiento, como lo nombró irónicamente Mark Fisher, buscó en efecto ritmar y sincronizar la vida entera de las sociedades del norte global, con el objetivo último de hacer coincidir, en dirección y sentido, el tiempo de los sujetos (la mejora de sus condiciones de vida, el ascenso, la movilidad y la seguridad sociolaboral) con el tiempo de la historia (el crecimiento permanente de la producción bajo la fe en un progreso ilimitado). Y mientras esta suerte de arquitectura temporal estable, confiable y abierta al progreso perpetuo se imponía, al menos como ideal regulador y normativo, el sueño de la emancipación, el de un futuro imaginado como la superación de la subordinación de la vida al trabajo y la necesidad, no solo se alejaba sino que, seguramente, se desplazaba desde un ya improbable momento revolucionario al más plausible horizonte de transformación generacional: el sacrifico de los padres podría acaso traducirse en la superación de la condición obrera… de los hijos. 

La revolución neoliberal del tiempo

Pero aquel momento histórico, ese que los franceses bautizaron como los treinta gloriosos —y que en España ni fueron treinta ni fueron desde luego gloriosos— atravesó, a finales de los años 70, el inicio de una severa crisis y una no menos profunda remodelación: los riesgos que habían quedado colectivamente asegurados mediante el Estado fueron progresivamente recayendo bajo la sola responsabilidad individual, dibujando un futuro de inseguridad e incertidumbre para amplias mayorías sociales; al mismo tiempo, se desregularon y, por tanto, desincronizaron las actividades y tiempos sociales, con la consiguiente producción de una endémica y corrosiva sensación de falta de tiempo para la vida misma; por su parte, el solapamiento creciente de los tiempos del trabajo, el ocio, la formación, la vida familiar y personal hizo cada vez más difícil distinguir sus duraciones y sentidos, como si ya todo nuestro tiempo estuviese dedicado de forma directa o indirecta al trabajo: a buscarlo, mantenerlo, mejorarlo, enriquecerlo o, incluso, evitarlo u olvidarlo. Y todas estas transformaciones del tiempo social quedaron coronadas por la sensación de una inédita aceleración social, por un incremento en la velocidad en que se percibían los cambios sociales y personales que, paradójicamente, se acompañó de una inefable percepción de repetición y agotamiento, como si volviéramos una y otra vez sobre formas de vida, estilos culturales y modas ya conocidos, como si el cambio constante de nuestras vidas no produjera ya novedad alguna. 

El feminismo, el antirracismo, el ecologismo o la izquierda 'woke' funcionan así como los chivos expiatorios mediante los que sostener una identidad profundamente dañada e inviable

Con todo, creo que esta inflexión del tiempo histórico, identificada como la transformación o revolución neoliberal, está lejos de haber sido adecuadamente comprendida desde las izquierdas. Algo que no supone tanto un problema intelectual o académico como profundamente político y práctico: sin una adecuada comprensión del auge del neoliberalismo se vuelve extraordinariamente difícil calibrar tanto el alcance de su crisis actual como, sobre todo, las posibilidades políticas que contiene. Creo, en efecto, que hemos estado dominados, al menos en las izquierdas, por dos grandes interpretaciones de la irrupción del neoliberalismo que están teniendo efectos contraproducentes para pensar y enfrentar políticamente su crisis contemporánea. 

La primera interpretación piensa la inflexión neoliberal como resultado de una suerte de necesidad histórica, como la evolución más o menos lineal y lógica de la temporalidad moderna y capitalista, unas corrientes destacando los efectos de la revolución tecnológica, la automatización o la robotización; otras la división internacional del trabajo, con la globalización y la deslocalización como sus corolarios necesarios; algunas más insistiendo en la crisis fiscal de los estados o en la reducción secular de las tasas de ganancia… En fin, distintos acentos que comparten, con todo, un elemento común, el de comprender el cambio social e histórico como resultado de una evolución necesaria o determinista y, por tanto, independiente de cualquier voluntad o deseo colectivos. Este tipo de interpretaciones y lecturas de la historia reducen la política a un mero reflejo condicionado de fuerzas invisibles e inescrutables, imposibles por tanto de enfrentar en el presente. La impotencia se vuelve así inevitable. 

La segunda línea de lectura tiende en cambio a concebir la crisis de las sociedades salidas de la segunda guerra mundial y el auge del neoliberalismo como el resultado de la derrota de las izquierdas frente a una ofensiva política y empresarial que, ese es el problema de esta línea de lectura, parece haber venido de la nada para cambiarlo todo. Una línea de lectura tan habitual como estéril políticamente, pues tiene a reducir la historia a una secular oposición entre las fuerzas del bien y las del mal, entre progresistas y conservadores, izquierdas y derechas, pero es así incapaz de atender a las profundas diferencias y transformaciones históricas que acontecen tanto en el interior de cada uno de estos dos polos enfrentados, como en la relación que mantienen. La historia queda así convertida en un decorado tan inmóvil como inútil para pensar la política más allá de vacías identificaciones morales. 

En las líneas que siguen voy a proponer tres factores habitualmente desatendidos en los relatos de la izquierda y que son, esa es al menos mi hipótesis, decisivos —aunque sin duda no exhaustivos— no solo para dar cuenta de las razones y condiciones de posibilidad de la profunda inflexión histórica que significó el neoliberalismo sino, y quizá más importante aún, para atender al alcance y las consecuencias políticas de su crisis actual, es decir, para la posibilidad misma de imaginarle alternativas políticas consistentes. 

Una crisis previa

En primer lugar, la victoria del neoliberalismo fue posible porque algo profundo había cambiado en las sociedades occidentales y en su misma relación con el tiempo, algo que no se explica ni desde el mero determinismo económico ni desde la sola ofensiva desde arriba del poder empresarial o ideológico a las sociedades fordistas y sus economías de inspiración keynesiana. Se trata de una mutación previa que operó desde abajo y desde los márgenes de la sociedad. Para dar cuenta de ella conviene recordar que aquel orden del tiempo que el neoliberalismo puso en crisis, ese que es hoy añorado nostálgicamente por distintas formas ideológicas a izquierda y a derecha (o de izquierdas y de derechas simultáneamente) fue cuando menos problemático durante su hegemonía. Lo fue, de entrada, porque estuvo muy lejos de ser universal, es decir, de afectar al conjunto de la población: trabajadores precarios, agrícolas y rurales, migrantes (nacionales o internacionales), mujeres que dependían del salario del cónyuge para subsistir, o que ni siquiera podían contar con esa dependencia, jóvenes precarios de las periferias, disidentes de las normas de género y sexo, incluso disidentes culturales de las normas hegemónicas de integración social, productiva y familiar… Todas estas figuras quedaron excluidas —o autoexcluidas— de la norma social fordista, al tiempo que generaron un poderoso y ambivalente efecto político: si en un primer momento tendieron a reforzar, al reivindicar su inclusión, la deseabilidad de la norma social de la que estaban excluidas, no tardaron, en un segundo momento, en preguntarse por la deseabilidad y virtuosidad de unas normas que necesitaban excluirles para imponerse. Al cabo, fue la propia norma y organización social del tiempo la que empezó a ser interrogada y seriamente cuestionada: ¿hipotecar el tiempo de la vida entera a los tiempos y los ritmos de una producción industrial que, además, estaba profundamente enfrentada tanto al mundo, los sentidos y los tiempos de la reproducción social y cultural como a los de la medioambiental? Feminismos, anti-racismos, nuevos movimientos sociales, ecologismos, contraculturas y modernismos populares, disidencias sexuales… fueron el sujeto heterogéneo y nunca articulado u organizado de un rechazo a la regulación, repetición y seguridad disciplinaria del orden del tiempo fordista hoy idealizado nostálgicamente. 

Conviene también atender a que este sujeto compuesto y plural quedó progresivamente huérfano de representación política en la izquierda, es decir, quedó cada vez más alejado de los imaginarios, las culturas y los programas de unas izquierdas que, por su parte, se replegaban a los imaginarios de un mundo del trabajo en crisis. Es este divorcio entre las nuevas demandas sociales y culturales y los imaginarios laborales de la izquierda el que seguramente explique mejor que cualquier teoría complotista basada en traiciones, trampas o engaños el largo y profundo declive en el que entran las izquierdas occidentales a partir de los años 70 del pasado siglo. Vale decir, su enorme dificultad para responder a una pregunta que quedó desde entonces en el aire, y que hoy nos interpela quizá más que nunca: ¿cómo imaginar y hacer posible un futuro postlaboral en el que las identidades, las aspiraciones y los proyectos de vida de la mayoría de la población no quedasen encerrados y atrapados en los ritmos, las disciplinas, pero también las jerarquías, las exclusiones, las desigualdades y la evidente insostenibilidad de los tiempos productivos?

Así que no, no podemos entender el triunfo de la revolución neoliberal, ni la profunda reorganización del tiempo social que acometió, sin atender a esa previa crisis de las izquierdas, a su dificultad para responder a nuevas formas de deseo que surgían por abajo y por los márgenes de las sociedades occidentales, es decir, a nuevas o renovadas formas de imaginar e incluso codiciar un futuro no capturado por la repetición, la disciplina y la rutina del trabajo, o por la construcción subordinada de la biografía y la identidad a las lógicas productivas. La revolución neoliberal, su apelación reiterada a la autonomía, la libertad, el hacerse e inventarse a sí mismo sin tutelas ni burocracias, toda esta retórica cuasi libertaria fue, al menos en parte, una respuesta —perversa, individualizante, esquizoide y sin duda parcial— a un deseo postlaboral que no encontraba eco en los imaginarios de las izquierdas. 

Pero si esto es así, hay dos conclusiones inmediatas que debemos retener para leer políticamente la crisis actual del neoliberalismo. La primera es que es política, cultural y afectivamente inútil enfrentar la incertidumbre, la desigualdad y el profundo malestar que ha generado el neoliberalismo refugiándonos en la reconstrucción de un pasado de regulación, orden y bienestar vehiculado por el trabajo asalariado que, como acabamos de sugerir, atravesó una profunda contestación y rechazo cuando fue presente. En segundo lugar, quizá sea políticamente más útil y eficaz combatir la actual crisis —al menos de legitimidad— del neoliberalismo desde su incapacidad para responder y cumplir con sus propias promesas. Quiero decir que en lugar de reducirlas desde la izquierda a meras aspiraciones individualistas o narcisistas, habría que subrayar una y mil veces que las demandas que el neoliberalismo ensalza (el deseo de libertad y autonomía, de ser uno el arquitecto de sí mismo, el rechazo a la rutina, la repetición y la subordinación a la burocracia y el Estado) no solo engarzan con un viejo ideal emancipatorio, sino que son incompatibles con su propio programa económico. Y que es precisamente esta incongruencia del neoliberalismo entre los deseos e ideales que enaltece pero que necesariamente frustra la que puede (¡y debe!) ser objeto de politización desde las izquierdas. Es bien posible, además, que sea la única forma de enfrentar y vencer a los Milei, las Ayuso o los Trump: representar con más solidez y viabilidad los ideales de libertad y autonomía que abanderan pero que solo pueden incumplir y frustrar, generando así la propia insatisfacción y malestar que luego aspiran a representar. Politizar, por tanto, ese incumplimiento estructural de la promesa neoliberal para mostrar, de paso, que esos ideales de autonomía necesitan, por supuesto, del Estado y de lo colectivo, de la igualdad y de la redistribución, aunque seguramente no del Estado tal y como lo hemos conocido, ni de las formas de protección, las burocracias o las instituciones democráticas tal y como las hemos conocido. Quizá sea crucial no hacer hoy de la necesidad de seguridad, protección e igualdad colectivas fines en sí mismos ni fetiches incuestionados de los mitos e imaginarios de la izquierda, sino herramientas fundamentales para el ejercicio de la libertad y la autonomía del conjunto de la población.   

La alianza entre neoliberalismo y neoconservadurismo

Claro que, como ha recordado Melinda Cooper en un ensaño fundamental, el éxito del neoliberalismo no puede explicarse tampoco sin tener en cuenta otro factor decisivo: el de que no triunfa solo, sino gracias a su articulación o alianza con el neoconservadurismo, y que en esta alianza contra natura entre los amorales adalides del mercado y los muy morales y tradicionalistas defensores de los valores familiares, tuvo un papel central el rechazo compartido, por diferentes y acaso opuestas razones, a las demandas, deseos y aspiraciones de todos esos sujetos excluidos de la norma social fordista que acabamos de señalar. Sí, el rechazo y el miedo, por parte del neoliberalismo, al enorme crecimiento del Estado de Bienestar, del gasto público y de la desmercantilización de amplios espacios sociales que resultaría de ampliar la cobertura de derechos a toda esa población hasta los años 70 del pasado siglo invisibilizada y excluida de los programas de protección social (mujeres y madres solteras, trabajadores y, sobre todo, trabajadoras precarias, migrantes, parejas no heterosexuales, por poner solo algunos ejemplos). Y rechazo y miedo de las derechas neoconservadoras no tanto a la ampliación del Estado y del gasto público, sino a que el reconocimiento legal y cultural de todas estas figuras excluidas pusiera en cuestión la hegemonía de los valores familiares que aún sostenían el desigual reparto de tiempos, géneros e identidades entre producción y reproducción, es decir, miedo y rechazo a una efectiva liberación y autonomía de la mujer, a la separación entre maternidad y matrimonio, al resquebrajamiento del binarismo del sistema sexo-género-deseo o a la no menos inaceptable relajación de la moral y la ética del trabajo, por ejemplo. Entre el moralismo comunitarista neoconservador de los valores familiares y el amoral, individualista y mercantil hacerse a sí mismo del neoliberalismo económico se dio, desde Thatcher y Reagan, una inédita y nada evidente alianza que solo se pudo sostener porque tenía enfrente a un mismo adversario: no solo o no tanto a esos nuevos sujetos y esos nuevos movimientos sociales y contraculturales excluidos, sino a la posibilidad no tan remota de que sus demandas políticas e imaginarios culturales pudiesen acabar representando algún tipo de salida progresista o modernizadora a la crisis de la sociedad fordista.

Es además fundamental entender hoy que mientras el neoconservadurismo se apoyaba en la defensa de unas identidades fuertes y de unos valores esenciales (identidades diferenciadas de género, raza y pertenencia nacional, valores y roles familiares tradicionales), el programa económico del neoliberalismo trabajó sistemática y decididamente contra su misma viabilidad histórica. Es decir, el programa neoliberal no solo no garantizaba las condiciones materiales e institucionales para la estabilidad de las identidades y valores tradicionales que decía representar, sino que, mediante privatizaciones, desregulaciones financieras y laborales, deslocalizaciones industriales y recortes públicos… las desestabilizó profundamente. La alianza neoliberal-neoconservadora generó así una espiral autodestructiva por la que cuanto más avanzaba su programa económico, más irrealizable se volvía su programa moral, y cuanto más irrealizable se volvía su programa moral… más se radicalizaba políticamente. Esta imposibilidad estructural es seguramente la raíz de la profunda radicalización contemporánea de las derechas, su sorprendente e insondable doble huida hacia el abismo: una huida hacia adelante bajo una retórica negacionista de cualquier verdad compartida, y una no menos pronunciada huida hacia atrás en lo moral, bajo la forma del resentimiento masculino, racista y nacionalista. Un resentimiento tanto más radicalizado cuanto menos viables se vuelven sus imaginarios y demandas bajo un neoliberalismo con el que sin embargo se hibridan y confunden. 

Esta contradicción autodestructiva de las derechas ha tendido a resolverse mediante la identificación de un enemigo externo: el feminismo, el antirracismo, el ecologismo o la izquierda woke funcionan así como los chivos expiatorios mediante los que sostener una identidad profundamente dañada e inviable. Quizá el problema político que enfrentamos no sea solamente, que no es poco, el del abismo civilizatorio al que conduce esta espiral de radicalización y odio de las derechas, sino también el hecho no menor de que las izquierdas han preferido demasiado a menudo contemplar desde un aire de superioridad moral e intelectual esta reacción de las derechas, antes que enfrentarla y politizar las razones subyacentes de su profundo malestar: no otro que la disolución neoliberal de toda forma estable de vínculo e identidad social. Sin este trabajo de la política, sin traducir, reconducir o rearticular el resentimiento y el profundo malestar contemporáneos que aquejan a las bases sociales de las derechas, las izquierdas correrán siempre el riesgo de acabar funcionando como el mero antagonista que sirve para articular y aglutinar a un adversario mucho más fuerte y numeroso. 

Neoliberalismo y crisis ecológica

Necesitamos atender a un tercer y último factor, al que el pensador francés Bruno Latour dedicó sus últimos y extraordinarios libros. El hecho decisivo de que, a partir de los años 70, sobre todo con la publicación de Los límites del crecimiento en 1972, ya no se trataba de que fuera más o menos deseable hipotecar los tiempos de la vida a los de una producción infinita y en permanente crecimiento, sino de que no disponíamos de planeta suficiente para hacerlo. Que las imágenes, promesas y deseos proyectados permanentemente en el futuro requerían, para ser realizados, de los recursos de siete planetas Tierra. Que ese futuro abierto de la modernidad, ese continente infinito de lo posible, dejó de ser tan infinito y tan posible. El problema, lo sabemos bien, es que lejos de aceptar esa incómoda incongruencia entre el futuro imaginado de la modernidad y sus condiciones materiales de posibilidad, lejos, en fin, de reintegrar los ritmos de la producción y el crecimiento a los límites biofísicos de un solo planeta, la toma de decisiones políticas y económicas hizo sintomáticamente lo contrario: la huida hacia adelante más productivista y extractivista que nunca de unas élites que, ante la falta de recursos para todos, decidieron privatizarlos y acapararlos, negando la posibilidad misma de proyectar o imaginar un futuro común. 

Así lo resumía el propio Latour: “Las élites han estado tan persuadidas de que no habría vida futura para todo el mundo que decidieron desembarazarse, lo más rápido posible, de todos los lastres de la solidaridad: he ahí la desregulación. Que había que construir una especie de fortaleza dorada para el pequeño porcentaje que lograría estar a salvo: he ahí la explosión de las desigualdades. Y que, para disimular el egoísmo craso de esa fuga del mundo común, había que rechazar de plano su motivación original: he ahí la negación del cambio climático” (Bruno Latour, Dónde Aterrizar, Ed. Taurus, p. 3). 

La imposibilidad de traer al presente las imágenes y deseos del futuro moderno produjo —esta es la tesis de Latour— una acelerada y pronunciada fuga del mundo común: si no había recursos para realizar el futuro de todos, no habría futuro para todos. Quizá el problema, nuestro problema, es que a esta huida hacia adelante en forma de fuga desreguladora neoliberal, las izquierdas ecologistas tuvieron la tendencia o la tentación de contraponerle una fuga hacia atrás de signo puramente contrario: la proyección de mundos premodernos, más o menos idealizados, pero incapaces de dialogar o articularse con una sociedad fundamentalmente moderna. Es decir, se evitó afrontar el desafío, sin duda esencial, que supone la relación entre modernidad y sostenibilidad ecológica, entre un futuro abierto y orientado por el deseo de la emancipación, la libertad y la autonomía, y los límites biofísicos de un planeta profundamente sobrepasado. 

La huida hacia atrás ecologista se expresó unas veces bajo la seguridad de un colapso energético, climático, ecológico del mundo conocido que nos llevaría sin solución de continuidad a premodernas comunidades simplificadas, sostenibles y en armonía, otras bajo la defensa incuestionada de una naturaleza esencializada y mistificada de la que nos habríamos fatalmente alejado. Pero quizá el gran reto del ecologismo hoy esté siendo el de hacer imaginable un futuro tan viable ecológicamente como deseable socialmente. Un futuro capaz, por tanto, que acoger los sueños y deseos de las sociedades modernas pero haciéndolos encajar, ese es el desafío, en los límites biofísicos del planeta. Mientras la profunda desestabilización de nuestro futuro, desencadenada sin duda por la crisis climática y ecológica, no sea enfrentada desde imágenes deseables de un futuro sin embargo finito y sostenible, estaremos habitados por un hiato insalvable entre el deseo social y la necesidad material. Cómo traducir, resignificar o reformular los deseos de forma que compongan un futuro viable es, claro, la piedra de toque de este enorme reto, que pasa necesariamente, una vez más, por una batalla decisiva en torno a la organización social del tiempo: reducción inédita del tiempo productivo y laboral; aumento igualmente inédito de un tiempo libre y no de ese ocio hoy meramente compensatorio de la producción y aquejado de un profundo malestar, amén de una endémica falta de sentido; reorganización del tiempo y el espacio urbano, de los desplazamientos y los hábitat, de las formas de producir y consumir… toda una reorganización del tiempo que deberá redefinir, ya lo está haciendo, el concepto mismo de crecimiento. Sin la proyección de un futuro abierto pero finito, esperanzador pero consciente de las múltiples amenazas que lo acechan, orientado al crecimiento y el decrecimiento paralelos y diferenciados, solo nos queda la reacción y la pulsión nostálgica, vale decir, la radicalización sin objeto del malestar o, claro, la desesperanza que da por descontado hoy el colapso del mañana. 

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