Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
¿Es de izquierdas prohibir?
La polémica sobre la verdadera identidad de la izquierda se ha vuelto a desatar, por enésima vez en lo que llevamos de siglo XXI, cuando se ha filtrado a la opinión pública que el Gobierno de nuestro país estaría planteándose prohibir el acceso de los adolescentes a determinados contenidos pornográficos, sobre todo a través de dispositivos móviles. Nada más conocerse la noticia, una caterva de políticos de derecha, filósofos libertarios, y creadores de opinión anti-gubernamentales, han salido de nuevo a la palestra acusando al Gobierno, y a la izquierda en su conjunto, de “puritana” “rancia” “canceladora” “censuradora” “castradora” y “anti-liberal”. Incluso Naomi Klein, que es, como sabemos, una importante activista progresista, ha señalado en una reciente entrevista: “[El problema] (…) tiene que ver con la pasión censora de la izquierda, esa vigilancia del discurso y la crueldad que despliega cuando alguien se pasa de la raya. Podríamos hablar de la cultura de la cancelación, si no fuera un concepto tan cargado”. Es decir: parte de la izquierda está comprando el discurso de parte de la derecha libertaria, en virtud del cual la izquierda estaría obsesionada con la prohibición.
El problema se complica, además, por la percepción de que cuando la izquierda hace algo, lo hace imbuida de una cierta superioridad moral. Es decir: cuando prohíbe algo, al mismo tiempo está haciendo un reproche moral en relación con la actividad que se prohíbe. De esta manera, si prohibimos que los adolescentes empleen dispositivos móviles a todas horas, la izquierda lo haría porque en el fondo está pensando que esos adolescentes son incapaces de controlarse a sí mismos, y la falta de control es mala. Igualmente, si se prohibiera la prostitución en nuestro país, la izquierda lo haría porque pensaría que los puteros son seres deleznables que merecen la reprobación moral de toda la sociedad. Al mismo tiempo, la prohibición de fumar en lugares públicos incorporaría una carga moral al tildar, aunque sea implícitamente, a los fumadores de seres incontrolados e incontrolables, además de poco solidarios. Por otro lado, si se prohibieran determinados usos de Inteligencia Artificial, ello se haría porque en el fondo el ser humano es un irresponsable, y si no se restringieran, nadie podría controlar los usos corruptos de estas nuevas tecnologías. En definitiva, la prohibición acarrearía, siempre, un juicio moral negativo desde la ética progresista.
La izquierda no debe prohibir por mor de un reproche moral, sino porque es la única alternativa que queda cuando todas las demás no han funcionado, con objeto de conseguir que las acciones de unos no afecten a los demás
Me propongo rebatir en este artículo la idea de que prohibir no es de izquierdas. Al revés: no prohibir (en las condiciones que señalaré más adelante) implica no solamente una cierta cobardía de la izquierda (podríamos llegar a hablar de la “izquierdita cobarde”, si la broma no fuera de tan mal gusto), sino que, además, pone de manifiesto que la izquierda se ha impregnado, en parte, de neoliberalismo: “libertad, carajo” sería también un eslogan de la izquierda, si seguimos a pies juntillas lo que dicen autores como la arriba mencionada Naomi Klein.
Para que la cuestión quede nítidamente clara desde el principio, empezaré diciendo que estoy completamente en desacuerdo con la llamada cultura de la cancelación. En efecto, bajo mi punto de vista, la libertad de expresión (recalco el calificativo de “expresión”) forma una parte consustancial e irrenunciable del progresismo. La “moda” de la cancelación se ha originado en los Estados Unidos de América, en donde la izquierda ha defendido, en distintos contextos, la cultura de la cancelación. El ejemplo de la reciente dimisión de la Rectora de la Universidad de Harvard, por no condenar suficientemente los atentados de Hamas, no es sino el penúltimo caso que ilustra perfectamente este callejón sin salida en el que se ha metido la izquierda en aquel país. No puedo extenderme en este momento sobre la cuestión de la cultura de la cancelación, por falta de espacio. Valgan simplemente dos reflexiones: la primera es que la izquierda en Estados Unidos es, en realidad, una versión de la derecha de ese país, dicho sea con todos los respetos y con carácter general. La segunda observación la hago en forma de recomendación: toda la izquierda contemporánea debería leer y releer al filósofo más importante de nuestra época, también progresista, cuando habla de democracia y modernidad; sí, lo habrán adivinado, me refiero a Jürgen Habermas. Para Habermas, la base de la democracia consiste en la institucionalización de un diálogo estructurado, en el que todas las partes en el mismo reclaman la validez de sus propios argumentos pero, al mismo tiempo, se comprometen a aceptar aquel argumento que es más convincente que los demás. Este diálogo está estructurado sobre la base de una serie de condiciones, una de las cuales es, precisamente, la eliminación de todas las trabas y cortapisas que impedirían de manera objetiva el desarrollo normal y productivo del mismo. Si nos tomamos en serio a Habermas, la cultura de la cancelación no tiene cabida en el mundo, y mucho menos, en el progresismo.
Cancelar no es, sin embargo, prohibir. La prohibición repele al neo-liberalismo, sobre todo en su versión más radical y libertaria, puesto que el mismo parte de la base de que el mundo es una especie de lugar “natural” en el que, a través de la interacción propiciada por la libre competencia de las personas, al final del día las cosas se acaban ajustando, también de forma “natural”. No existe ninguna evidencia, sin embargo, de que haya algo de “natural” en la interacción social. Al revés: la misma está conformada por una serie de instituciones que hacen que sea de una manera, y no de otra. El estado de naturaleza es, por tanto, una quimera, y lo es más todavía que el estado de naturaleza conlleve, al final del día, a una especie de equilibrio social natural. Al revés, los seres humanos se desarrollan a través de reglas, y las reglas implican limitaciones y prohibiciones, además de oportunidades. La prohibición, desde este punto de vista, es una herramienta de último recurso a favor de la cual se puede optar cuando se dan una serie de condiciones, la más importante de la cual es la idea de riesgo moral, otro concepto absolutamente fundamental e idiosincrático para la izquierda. La izquierda, desde este punto de vista, no debe prohibir por mor de un reproche moral, sino porque es la única alternativa que queda cuando todas las demás no han funcionado, con objeto de conseguir que las acciones de unos no afecten a los demás. No se prohíbe, por ejemplo, fumar en lugares públicos porque pensemos que los fumadores son unos viciosos, sino porque molesta a los demás, además de que potencialmente puede ser peligroso para la salud de los no-fumadores; no prohibimos las drogas porque pensemos que los drogadictos son un desecho de la humanidad, sino porque pensamos que su conducta puede afectar y de hecho afecta a los demás; no prohibimos la pornografía en los móviles porque pensemos que los adolescentes son unos descerebrados inmorales, sino porque pensamos que hay que protegerles de ellos mismos, y con ello, a su entorno más inmediato. Y sí, la izquierda debe de tener como fin último la buena sociedad, la mejora de la sociedad. A veces ello tiene que pasar por defender determinadas prohibiciones: no hay que avergonzarse de ello; más bien, todo lo contrario.
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Antonio Estella es catedrático Jean Monnet "ad personam" de Gobernanza Económica Global y Europea en la Universidad Carlos III de Madrid.
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