De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (y III) Javier de Lucas
¿Tienen sentido los acuerdos prenupciales?
De acuerdo con el INE, aproximadamente el 50% de los matrimonios que se celebran en España acaban en divorcio. Los datos son similares en otros países occidentales. Por ejemplo, Thaler y Sunstein (2021:33) nos informan de que “entre el 40% y 50% de los matrimonios terminan en divorcio en los Estados Unidos, aunque el porcentaje concreto es difícil de afinar”. Estos autores emplean el caso del divorcio, precisamente, como uno de los ejemplos que ilustra a la perfección uno de los sesgos más comunes del ser humano: lo que ellos denominan el sobre-optimismo. El sobreoptimismo implica que uno siempre piensa que lo va a hacer mejor de lo que luego realmente lo hace. El sobreoptimismo es típico de los profesores: todos pensamos que somos mejores docentes de lo que luego nos señalan las encuestas de evaluación de la docencia. También es típico de los novios: evidentemente, nadie se casa pensando en que se va a divorciar, a pesar de que todo el mundo conoce aproximadamente las cifras arriba señaladas, y todo el mundo conoce, además, gente que está divorciada a su alrededor (de hecho en algunos entornos lo que es difícil es encontrarse con gente que no lo esté).
En este contexto, surge la pregunta: ¿tiene sentido realizar acuerdos prenupciales? Para Thaler y Sunstein, la respuesta es evidente: sí que tiene sentido. Para entender su posición, tenemos que hacer un breve excurso sobre cómo funciona el cerebro humano. Aquí los autores se basan en otro premio nobel de economía (Thaler también lo es), recientemente fallecido, Daniel Kanhneman, cuyo libro base recomiendo encarecidamente (Pensar rápido, pensar despacio, Edit. Debate, 2011). De acuerdo con Kanhneman, nuestro cerebro funciona con dos Sistemas: llamémoslos Sistema 1 y Sistema 2. El Sistema 1 es el sistema intuitivo; el Sistema 2 es el reflexivo, el racional. La mayor parte del tiempo los humanos operamos, de acuerdo con este autor, con el Sistema 1, no necesitamos la puesta en funcionamiento del Sistema 2. Pero en algunas ocasiones sí que necesitamos tirar del Sistema 2. Por ejemplo, para elaborar este artículo el Sistema 1 me ha dicho, de manera intuitiva, que debería escribir sobre los acuerdos prenupciales y la racionalidad. Pero para elaborar el artículo, he tenido que poner en funcionamiento mi Sistema 2 y reflexionar seriamente lo que quiero escribir para no meter demasiado la pata.
Pues bien, lo que dicen Thaler y Sunstein es que los enamorados, antes de casarse, operan bajo el influjo del Sistema 1. El amor es un sentimiento, o una sensación, que tiene mucho más que ver con la intuición que con la razón. No sabemos por qué, pero nos volvemos locos por Juan o por Berta, y aunque la razón nos dice “aparta de mi este cáliz”, hay algo que nos mueve directamente hacia esa persona, nuestro objeto de deseo. Siendo esto así, Thaler y Sunstein nos dicen que compensemos el Sistema 1 con el Sistema 2. De esta manera, al “dejar” que la parte reflexiva de nuestro cerebro entre en funcionamiento en una cuestión tan espinosa como es el amor, entonces podemos compensar de alguna manera las locuras a las que nos puede llevar el Sistema 1. Una forma de hacer entrar en funcionamiento en este terreno al Sistema 2 es, precisamente, la de pensar en acuerdos prenupciales, a través de los cuales le demos vueltas de manera más fría a las consecuencias de la decisión que estamos tomando, a la sazón, la de contraer matrimonio con Juan o con Berta.
Convertimos una cuestión “vital”, como es la relación entre dos personas, en una cuestión “técnica”, que va a ser fruto del acuerdo y negociación sobre la base de un tipo de racionalidad muy específica, que es la jurídica
Bruce Ackerman, en un libro cuya lectura también recomiendo encarecidamente (“The Postmodern Predicament”, 2024) reacciona furibundamente frente al “Nudging” de Thaler y Sunstein. De hecho, le dedica a la cuestión ni más ni menos que unas 20 páginas de su libro. Para Ackerman, Thaler y Sunstein están “trágicamente equivocados”, y de seguirse sus recomendaciones, “saltarán en pedazos las vidas de millones de personas alrededor del globo”. La crítica de Ackerman tiene varios niveles: uno, más general, y otro mucho más teórico e interesante. Desde un punto de vista más general, Ackerman dice que negociar un acuerdo prenupcial es algo así como echar un jarro de agua fría a una persona que se está levantando tranquilamente por la mañana. Es decir, el acuerdo prenupcial “estropea” el momento. Pero más allá de ello, lo que Ackerman señala es que el ejemplo del acuerdo prenupcial plantea una cuestión de mucho más calado: la de cómo resolver nuestra relación con el futuro, el riesgo, y la incertidumbre. Desde la perspectiva de Ackerman, la fórmula de Thaler y Sunstein promociona una buena dosis de “tecnocracismo” en la regulación de la conducta social. En efecto, para elaborar un acuerdo prenupcial uno tiene necesariamente que consultar a un abogado, y los abogados somos los técnicos del Derecho. Es decir, convertimos una cuestión “vital”, como es la relación entre dos personas, en una cuestión “técnica”, que va a ser fruto del acuerdo y negociación sobre la base de un tipo de racionalidad muy específica, que es la jurídica. Mejor, por tanto, evitar este tipo de comodificación y fiarse de las “esferas de intimidad” en las que cada persona está involucrada: la familia, los amigos, etc. Es decir, frente al tecnicismo de la solución jurídica, deberían prevalecer soluciones que apunten al sentido común y la razonabilidad.
No sé si tienen sentido los acuerdos pre-nupciales o no; pero lo que sí sé es que el “paternalismo libertario” de autores como Thaler y Sunstein abre una brecha en el liberalismo (progresismo diríamos en Europa) de consecuencias que pueden ser importantes, teniendo en cuenta que los autores han vendido ya 1.5 millones de libros en todo el mundo. El debate queda, en cualquier caso, abierto.
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Antonio Estella es catedrático Jean Monnet "ad personam" de Gobernanza Económica Global y Europea en la Universidad Carlos III de Madrid.
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