¿Todavía a vueltas con el amor? Manuel Cruz
Iban un ruso, un alemán, un italiano y un catalán (independentista)…
Sostiene el juez Joaquín Aguirre, titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Barcelona, que ha encontrado “datos que identifican a personas y confirmarían las estrechas relaciones personales existentes entre algunos de los investigados con individuos de nacionalidad rusa, alemana o italiana” (ver aquí). Desde el independentismo se pretendía, supuestamente, buscar alianzas con la Rusia de Putin para que este enviara 10.000 soldados a Cataluña con el fin de apoyar la declaración de independencia y, obviamente, alterar la unidad territorial de España, así como causar daños irreversibles a la economía europea y a la propia democracia. Todo lo cual supondría “delitos de traición” y contra la seguridad del Estado. Es decir, delitos que quedarían fuera del perímetro que recoge la Proposición de Ley de amnistía cuyas últimas enmiendas se votan el Congreso este mismo martes por la tarde.
Una primera reacción ante el auto del juez Aguirre, que decide prorrogar seis meses más la investigación de los hechos ocurridos hace más de seis años, es la de tomárselo con buen humor, como si se tratara de la última novela de Eduardo Mendoza y alguna de las tramas surrealistas de la delirante Organización secreta creada en pleno franquismo y colgada de la brocha de una burocracia institucional inescrutable (ver aquí). ¿Se puede tomar en serio que existiera la más mínima posibilidad de que 10.000 soldados rusos aterrizaran o desembarcaran en Cataluña para destrozar desde dentro la Unión Europea y la democracia occidental en general?
Pero no es cosa de risa, aunque parezca un chiste del difunto Arévalo. Como tampoco lo es el enésimo auto del juez Manuel García Castellón, dictado también este mismo lunes (ver aquí), por el que decide a su vez prorrogar otros seis meses el caso Tsunami Democràtic, ese en el que ha descubierto (con cuatro años de retraso) que se podría acusar al fugado Carles Puigdemont de terrorismo, incluso de terrorismo con “violaciones graves de los derechos humanos” y con “ánimo homicida”.
Y no se pueden tomar a broma ninguno de los dos autos porque ambos unen la línea de puntos que viene trazándose desde importantes sectores del poder judicial, en paralelo a la estrategia de oposición política del PP y Vox, desde el mismo momento en que se anunció la amnistía de los hechos relacionados con el procés con el objetivo de pasar pantalla y mejorar la convivencia en Cataluña y en España. Sí, también como condición imprescindible para que se formara un gobierno de coalición progresista con el apoyo de partidos nacionalistas e independentistas. ¡Puro interés político-electoral! Como si no fuera político-electoral el interés de la oposición en deslegitimar esa mayoría y tumbar cuanto antes a ese Gobierno para provocar elecciones anticipadas.
La banalización del término “terrorismo”, como antes lo fue “golpe de Estado” o “fascismo”, es uno de los más graves daños democráticos a contabilizar en el “debe” de esa estrategia de la derecha empeñada en deslegitimar al adversario político
Para hablar (o escribir) claro o al menos intentarlo: el juez García Castellón ha ido tomando una decisión tras otra desde el pasado 25 de octubre, acompasando sus autos a cada avance en la tramitación parlamentaria de la amnistía, en un proceso de acción-reacción que resulta indiscutible si se repasa con un mínimo de objetividad el calendario de los hechos (ver aquí). Conviene no olvidar en este examen que García Castellón se pronunció en público, y de la mano de un vocero mediático de Vox, radicalmente en contra de la amnistía (ver aquí). Lo cual supone una bofetada de gran calibre a la “apariencia de imparcialidad” exigible a la justicia ante las iniciativas del legislativo. La separación de poderes ha de cumplirse en las dos direcciones: en estos últimos meses ha habido autos, comunicados, declaraciones y hasta manifestaciones de protesta desde el ámbito judicial que suponen un atropello indisimulado a las competencias del ejecutivo y, sobre todo, del legislativo.
El clímax de este grave despropósito lo alcanzó García Castellón con su intento (veremos si exitoso o frustrado) de acusar a dirigentes independentistas de terrorismo, incluso de terrorismo con intenciones sangrientas, en un país cuya experiencia sobre el terrorismo sangriento no tiene comparación en Europa. De inmediato izó esa bandera el Partido Popular, pese a contar entre su militancia con al menos doce militantes asesinados por ETA. La banalización del término “terrorismo”, como antes lo fue de conceptos como “golpe de Estado” o “fascismo”, es uno de los más graves daños democráticos a contabilizar en el “debe” de esa estrategia de la derecha empeñada en deslegitimar al adversario político, como sea y donde sea. Cualquier sindicalista o activista ciudadano tiene motivos para temblar: ¿podrían calificarse como terrorismo los disturbios sucedidos en Astilleros, en Gamonal, en las carreteras cortadas por los mineros leoneses o en la calle Ferraz si me apuran…? (ver aquí).
Lo destacable del auto del juez Aguirre dando visos de verosimilitud a un entramado internacional que utilizaría al independentismo catalán para acabar con Europa y la democracia es que demuestra que García Castellón no es un iluminado decidido a vestirse de capa y espada para luchar contra una supuesta conspiración social-comunista-separatista. No está solo. Representa a un poderoso sector de la justicia que no disimula a la hora de actuar en paralelo, si no en coordinación con intereses políticos, para impedir como sea la estabilidad de una mayoría parlamentaria salida de las urnas el pasado 23 de julio. El Gobierno tiene una mano atada a la espalda a la hora de responder a esa estrategia. La más mínima crítica a una actuación judicial (como la que hizo cargada de razones la vicepresidenta Teresa Ribera) es distorsionada por las potentes baterías mediáticas de las derechas para denunciar una supuesta intromisión del ejecutivo en el poder judicial.
Y mientras tanto, quizás, en algún lugar de Europa, alguien se pregunte: ¿y cómo es posible que un “terrorista” como Puigdemont ande suelto por Europa desde hace casi siete años, con acta de eurodiputado, sin que la justicia española exija su detención? Un misterio que deberían aclarar jueces como García Castellón, Aguirre, Llarena… incluso Manuel Marchena, el famoso “controlador” de la "puerta de detrás" del Tribunal Supremo (ver aquí).
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