La Comunidad
Doña Amparo, mi vecina del cuarto, decía (y dice) que era (y soy) muy mala persona porque había denunciado a la Comunidad de Propietarios. Eso lo hacía en una reunión de vecinos (la primera en tres años) y lo decía frente a la vecina del primero que había sido condenada judicialmente por negarse a quitar de su ventana una chapa que la protegía del agua de los tendederos. Doña Amparo sería (aplicando la misma regla) una mala persona cuando la Comunidad interpuso esa demanda contra la vecina del primero antes de que nosotros (mi hijo y yo) nos mudáramos.
Pero la del cuarto tiene razón, soy muy mala persona. Soy un padre que intentaba proteger a su hijo del ruido infernal al que se les sometían las 24h con un ascensor de treinta años, con motor de una sola velocidad.
El ruido se transmitía por las paredes y ni siquiera con tapones en los oídos podías escapar a sus efectos
Durante dos años pretendí hacer entender al Sr. Presidente (el que susurraba los oídos) la discapacidad de mi hijo, la enfermedad por la que su neurólogo alertaba de que era fundamental dormir de forma continuada por las noches, la recaída (en plena pandemia) en esa terrible patología después de 20 años sin crisis, que nos llevó a estar 23 días ingresados junto a los infectados por Covid.
Definitivamente, tengo que ser muy mala persona porque después de recuperar la estabilidad de mi hijo contraté a un perito judicial que certificó que, a partir de las 23h, el ascensor emitía ONCE decibelios por encima del máximo permitido. Malísima persona porque me atreví a solicitar al presidente que los 4 panaderos (incluido el de Doña Amparo) que utilizaban el ascensor a altas horas de la madrugada, dejasen el pan en un lugar debidamente habilitado sin necesidad de usar el elevador. Mi vecina y mi presidente tenían razón, yo era una mala persona y un espabilado, que conocía trucos legales para sacarle el dinero a los pobres comuneros.
El Ayuntamiento debía de pensar lo mismo, porque no contestó a ninguno de los tres requerimientos debidamente justificados y fundamentados. Su propia ordenanza, la de la comunidad autónoma y la del Estado, habilitaba al Consistorio para intervenir el ascensor e incluso a clausurarlo en estos casos en los que el ruido afectaba gravemente la salud de las personas.
El legislador (otra persona mala) decía en la Ley que superar seis decibelios del máximo permitido afectaba gravemente a la salud de las personas. En la tercera planta, donde vivimos superaba once, en la cuarta (bajo el cuarto del ascensor) quince decibelios por encima de lo considerado como máximo.
Antes de acudir a los tribunales, intenté nuevamente conciliar con el vecino que recibía el pan a las 04,30h, otra buena persona, Don Nemesio, el marido de Doña Amparo, padres de un adolescente. En mi intento de explicar puede que no entendiera el informe pericial, ni los informes médicos, ni la ley que aseguraba la gravedad de ese ruido, pero lo que sí que presuponía podría haber entendido es la desesperación como padre por la que acudía a su casa. Antes de terminar mi exposición interrumpió preguntando si lo que yo pretendía era dejarlos sin pan. A partir de ahí, entendí que no cabía otra solución que acudir al juzgado, y a partir del auto de medidas cautelares que "paralizaba" el ascensor por las noches comprendí que había que buscar una vivienda alternativa, al menos la mitad de la semana, porque el ascensor se seguía utilizando a pesar de esa orden judicial y aunque los panaderos ahora subían y bajaban por la escaleras, algunas buenas personas del edificio pensaban que aquello del juzgado no iba con ellos, para eso eran los hijos del presidente.
Doña Amparo y Don Nemesio subían y bajaban andando alguna que otra noche después de esas cautelares. Eso sí, durante los ocho meses que pasaron desde mi intento de petición de socorro hasta la orden judicial, pensaron que las malas personas tenían que ser castigadas (a pesar de los informes médicos que prescribían los efectos nocivos) y su fiel panadero, todos los días a las 04,30 horas les depositaba su chusco de pan en el tirador de su puerta. Otros ocho meses terroríficos en los que el elevador acudía a la llamada del panadero en la planta baja, subía revolucionado las cuatro plantas y regresaba por los mismos raíles obsoletos rodando; eso, repito, a las cuatro y media de la madrugada, cuando la noche conseguía el silencio más absoluto. El ruido no sólo era aéreo, que pudiera amortiguarse cerrando las puertas, no. El ruido se transmitía por las paredes y ni siquiera con tapones en los oídos podías escapar a sus efectos. Así las 24h.
En esa primera reunión, después de tres años sin ninguna junta ordinaria ni extraordinaria previa, se informaba por parte de la Administradora de Fincas, otra buena persona, del parecer de la Abogada de la Comunidad que recomendaba se cambiara el motor del ascensor antes de que la jueza dictara sentencia y así presentarse al juicio como una buena comunidad de buenas personas y, de paso, dejar claro que el único malo soy yo que se ha atrevido, incluso, a recurrir la sentencia que condenaba a la comunidad a arreglar el ascensor después de haberlo hecho.
Puede que este diario me permita en otros escritos expresar mi parecer sobre El Presidente que susurraba los oídos, de la Presidenta consorte, de los herederos legítimos, de todos aquellos que participaron en que yo, cada vez más, sea peor persona.
Eso sí, antes de creérmelo me pongo a Paco Ibáñez y escucho El Lobito Bueno.
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Joaquín Navas Cabezas es socio de infoLibre.