Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Mitos, pantanos y presas
No había llegado la dana a su apogeo ni las cifras arrojaban su enorme caudal de muertos cuando comenzaron a circular por redes los habituales bulos y mensajes de desinformación. El ruido señalaba el camino de la responsabilidad: los otros. En un sentido lo más genérico y amplio posible, fuera de toda coordenada espacio-temporal que permitiera explicar la que estaba sucediendo. Pronto aparecieron los verdaderos culpables, los otros de hoy, los ecologistas y defensores del cambio climático, por quitar las presas de ayer, las que mandó construir el propio Franco. Una vez más, el mito del salvador, constructor, vencedor del comunismo y de la pertinaz sequía, resurgía para ser utilizado en un clima enquistado por la polarización y en el que la pérdida de vidas humanas parecía no importar lo más mínimo.
La estrategia no es nueva; ya fue usada por la propia oficina de propaganda nacional durante la guerra civil: hacer circular un mensaje sobre la población civil al inicio de una gran ofensiva; prometer la vuelta a la normalidad al tiempo que se ordenaba el mayor castigo aéreo que habían visto los hombres; después, negarlo todo, echar la culpa a los otros, al enemigo. Esas fueron algunas de las pautas principales que manejaron con gran habilidad las agencias de radio y prensa franquistas. Forman parte ya de un legado aprendido, de una escuela que no descansa y que tiene a ambos lados del Atlántico una nueva estrategia de comunicación con la desinformación y la vuelta al pasado en su centro neurálgico. Un doble negacionismo puesto en marcha con éxito desde la pandemia que sigue arrasando Europa. Porque, detrás de los pantanos, detrás de la inmigración y de los refugiados, el gran mantra de la extrema derecha de todos los tiempos, se proyecta el mito del buen dictador capaz de garantizar el orden y la paz, la seguridad y el pleno empleo. La utilización del pasado, su reducción a dos realidades enfrentadas, es una táctica usada desde hace tiempo en varios países. Alternativa para Alemania (AfD) ha utilizado la partición y la ocupación del país tras la derrota alemana para crecer en la antigua Alemania del Este, donde la extrema derecha inició su repunte al calor de las crisis de refugiados de la guerra de Siria. En Holanda han replicado la táctica con excelentes resultados. En Francia se asumen abiertamente los lemas de Vichy y del colaboracionismo con los nazis, cuando no hace mucho ese tipo de eslóganes eran un delito. En Italia, la primera ministra se ha reivindicado como sucesora directa del neofascismo al tiempo que ha proyectado una deportación hacia Albania de extranjeros ilegales, en una referencia sin tapujos a la Europa concentracionaria. Y es imposible olvidar la imagen del asalto al Congreso de Estados Unidos, coronado por una bandera confederada que Trump viene usando de nuevo en su carrera electoral.
La utilización del pasado como una nueva forma de afinidad de grupo no deja de crecer exponencialmente y, sobre todo, como vemos en plena tormenta, en las crisis. El problema es que se cimenta sobre la confrontación, el odio y, en este caso, como en muchos otros, sobre los muertos
En España hace tiempo que asistimos a una reivindicación del franquismo sociológico, sobre todo a través de la recreación de su imaginario feliz, el del crecimiento económico de los años sesenta. Es el mejor reflejo de una sociedad que, en el fondo, no considera que Franco sea realmente un dictador. Y si lo fue, poco importa, porque hizo muchas cosas buenas. Un mensaje que cala en una nueva generación que está formando su identidad política bajo esta construcción de la realidad y esta visión tóxica del pasado. La mayoría se sienten atraídos, como muchos otros sectores, por este tipo de mensajes contra la política institucional, que no tienen nada de apolíticos como vemos y que terminan certificando la muerte de la opinión pública. El miedo y la confusión han terminado con ella. Su antigua capacidad de atracción y de estabilización en torno al consenso ha dejado de funcionar. La clave ha sido su capacidad de colapsar, no solo la vía institucional, también la capacidad democrática para la transformación y la mejora de las cosas. El efecto de esta parálisis ha sido crucial en la emergencia de las estrategias populistas. Se ha impuesto una nueva agenda, una nueva realidad en la que el pasado es solo uno de los múltiples decorados donde todo se reduce a una lucha contra los otros. Recogen así, rápidamente, los beneficios, la satisfacción emocional de saltar del pasado al presente: la glorificación de la dictadura y la utilización de las víctimas como chivo expiatorio. La utilización del pasado como una nueva forma de afinidad de grupo no deja de crecer exponencialmente y, sobre todo, como vemos en plena tormenta, en las crisis. El problema es que se cimenta sobre la confrontación, el odio y, en este caso, como en muchos otros, sobre los muertos.
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Gutmaro Gómez Bravo es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid.
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