Los niños raros

No pude resistirme y fui a curiosear mi wrapped de Spotify o, lo que es lo mismo, la estadística de mis "artistas más escuchados" ¿El resultado? De aúpa. Podio: Mozart, Bach y Monteverdi. Meritorios, Enrique Morente y Jorgito Haendel. Qué desperdicio de juventud, carajo.

La enésima constatación de mis rarezas coincidió con una visita a la casa familiar y con que, aprovechando la cercanía, me habían invitado a hablar con los alumnos de mi antiguo instituto. La idea era sensata: contarles las vueltas que da la vida y cómo alguien que había calentado esos mismos pupitres había terminado en un oficio que, para aquel entonces, no sabía ni que existía. Recuerdo —alguna vez lo he contado— que cuando llegué a Madrid para hacer un máster de relumbrón, mis condiscípulos (qué palabra tan graciosa) no paraban de preguntarse en qué colegio habían estudiado. En el gremio —no quedaba otra que darse cuenta—, de casta le venía al galgo. Algunos de mis mejores amigos, hechos por aquel entonces, vienen de esa educación de pitiminí, y reconozco que todavía me despierta envidia ver cómo sus hijos se relacionan con las artes, la literatura o la música de auditorio con una naturalidad pasmosa. No les intimida porque la clase condiciona todo. Mis padres, que siempre fueron generosos, me sufragaron todos los libritos que se me antojaron porque en casa no habíamos heredado ninguna biblioteca; también me dejaron gastarme los pocos euros que teníamos en alguna entrada de teatro al que iba, eso sí, solo, porque en el pueblo no teníamos corral de comedias y porque en mis alrededores se cultivaban aficiones más sensatas.

Con los años terminé conociendo a la gente a la que se destinan los estrenos de la ópera y las inauguraciones de las galerías. No he encontrado en ellos mayor densidad de almas refinadas que en mi antigua clase de bachillerato

Ahora, como entonces, me pongo unas sonatas del amigo Wolfgang porque me apetecen más que otra cosa: estaré medio chalado, pero aún no he llegado a meterme veinte mil minutazos de zarabandas y sinfonías solamente para epatar al algoritmo. Siempre he sido así y, por suerte, nunca me ha causado grandes problemas, más allá de la molesta soledad de quien no tiene muchas ocasiones de compartir lo que disfruta. Volviendo de las filípicas con las que aturré a los chavales, me quedé pensando en cuántos de aquellos herméticos adolescentes, a los que habría tenido que torturar para sacarles media respuesta, serían tan raros como yo. Me preguntaba si alguno de ellos se sentiría solo cultivando a saber qué afición, que nos parecería insólita y marginal solo porque el contexto socioeconómico no acompaña. Por estadística, supongo, alguno tendría que haber.

Mi madrina, a quien Dios tenga en su gloria, llamaba "gustos finos" o "de ricos" a mi apego por el madrigal y la cantata. Mi padre, en más de una ocasión, me recomendó que me buscase un trabajo con un salario generoso, porque no tenía "gustos baratos". Si, en las mismas riberas del Guadalquivir, me hubiese dado por el hockey o el tebeo surcoreano, sospecho que mi excentricidad no hubiese conllevado el agravante del desclasamiento: malo es que el chiquillo nos salga marciano, peor que se crea mejor que los demás…

Con los años terminé conociendo a la gente a la que se destinan los estrenos de la ópera y las inauguraciones privadas de las galerías. No he encontrado en ellos mayor densidad de almas refinadas que en mi antigua clase de bachillerato. La actitud, sin embargo, es bien distinta: unos juegan en casa y otros siempre seremos los visitantes.

Más sobre este tema
stats