Memoria histórica

A la sombra de la dictadura de Franco

A la sombra de la dictadura de Franco

Julián Casanova (Historiador)

Se cumplen hoy cuarenta años de la muerte de Francisco Franco, del “Caudillo de España por la gracia de Dios”, del dictador que dominó de forma absoluta durante casi cuatro décadas.

Si se repasa su historia, Franco logró lo que se proponía: una guerra de exterminio y de terror en la que se asesinaba a miles en la retaguardia para que no pudieran levantar cabeza en décadas. Forjado en el africanismo, la contrarrevolución y el anticomunismo, nunca concedió el más mínimo respiro a los vencidos o a sus oponentes. De palabra y de obra. "No sacrificaron nuestros muertos sus preciosas vidas para que nosotros podamos descansar", declaraba en la inauguración del Valle de los Caídos en abril de 1959. Recordar la guerra, siempre en guardia contra el enemigo, no cambiar nada, confiar siempre en esas fuerzas armadas que tan bien habían servido a la nación española, utilizar la religión católica como refugio de su tiranía y crueldad. Ésa era la receta.

Su legado y el de la larga dictadura que presidió no es fácil resumirlo y es objeto de debate entre historiadores y de encontradas opiniones entre la ciudadanía. Franco buscó y consiguió la aniquilación de sus enemigos que, vistos los resultados, fueron en verdad muchos. Gobernó con el terror y la represión, pero también tuvo un importante apoyo social, muy activo por parte de las numerosas personas que se beneficiaron de su victoria en la Guerra Civil y más pasivo de quienes cayeron en la apatía por el miedo o de quienes le agradecieron la mejora del nivel de vida durante sus últimos quince años en el poder. Para muchos españoles, la dictadura significó cuatro décadas de miedo, subordinación, ignorancia y olvido de su propio pasado y del mundo exterior. Para otros, una idea sostenida todavía en la actualidad por una parte de la derecha política, Franco fue un modernizador que habría dado a España una prosperidad sin precedentes.

La España de 1939 y la de 1975 se parecían, efectivamente, poco. Una profunda transformación económica y social había causado grandes cambios en las clases medias y trabajadoras y en la administración del Estado. Los sindicatos ya no eran agentes de la revolución social sino instrumentos para conseguir libertades democráticas. El proyecto de cambio político y social de la Segunda República quedó sepultado en la gran tumba que el franquismo cavó desde abril de 1939. La república, el anarquismo y el socialismo desaparecieron de las reivindicaciones, como desapareció también el anticlericalismo, el anticapitalismo y el problema de la reforma agraria, algunos de los ejes fundamentales de las luchas sociales y políticas de los años treinta. Los modelos históricos de sociedad y cultura de la derecha y de la izquierda habían quedado atrás, superados por la modernización.

Cuando Franco murió, su dictadura se desmoronaba. La desbandada de los llamados reformistas o “aperturistas” en busca de una nueva identidad política era ya general. Muchos franquistas de siempre, poderosos o no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. La mayoría de las encuestas realizadas en los últimos años de la dictadura mostraban un creciente apoyo a la democracia, aunque nada iba a ser fácil después de la dosis de autoritarismo que había impregnado la sociedad española durante tanto tiempo. Era improbable que el franquismo continuara sin Franco, pero Arias Navarro y su Gobierno mantenían intacto el aparato represivo y tenían a su disposición ese ejército salido de la guerra, educado en la dictadura y fiel a Franco. Ese equilibrio “desigual e inevitable” entre el legado autoritario del franquismo y las aspiraciones democráticas enmarcó los primeros años de la transición.

Tras una compleja transición, sembrada de conflictos y de obstáculos, la democracia cambió el lugar de España en Europa, con su total integración en ella, uno de los sueños de las elites intelectuales españolas desde finales del siglo XIX. El reto de los españoles del siglo XXI ya no consiste tanto en crear una democracia plena con derechos y libertades, caballo de batalla, a veces sangriento, de algunas de las generaciones que nos precedieron, como en seguir cambiando para mejorarla y reforzar la sociedad civil y la participación ciudadana.

Cuarenta años después de la muerte del último dictador de nuestra historia, la sociedad española ha podido dejar atrás algunos de los problemas fundamentales que más la habían preocupado en el pasado. Pero desde su tumba, Franco parece mostrar todavía el camino a seguir en otros no menos importantes. El Valle de los Caídos fue suyo en vida y continúa siéndolo tras su muerte, incapaces los gobiernos democráticos de establecer una política coherente de gestión pública de esa historia. Y las miradas libres a ese pasado traumático, así como la reparación política, jurídica y moral de las víctimas de la violencia franquista, generan el rechazo y el bloqueo de poderosos grupos bien afincados en la judicatura, en la política y en los medios de comunicación.

La dictadura de Franco recordó siempre su victoria en la guerra civil, llenando España de lugares de memoria. Los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas quiénes eran los patriotas y dónde estaban los traidores. Calles, plazas, colegios y hospitales de cientos de pueblos y ciudades llevaron desde entonces, y en bastantes casos presentes todavía hoy, los nombres de militares golpistas, dirigentes fascistas de primera o segunda fila y políticos católicos.

Los otros muertos, los miles y miles de rojos e infieles asesinados durante la guerra y la posguerra, no existían, porque no se les había registrado o se había falseado la causa de su muerte (“fractura cráneo”, “herida arma fuego”, se escribió en los libros de defunción), asunto en el que algunos obispos y curas tuvieron una responsabilidad destacadísima. Habían sido abandonados en dehesas, extramuros, tapias de cementerios o fosas comunes. Por eso sus familias, sus hijos y nietos, todavía los buscan hoy, ayudados por diferentes asociaciones y foros “para la recuperación de la memoria histórica”. Sólo quieren un poco de recuerdo y dignidad, bastante menos de lo que están obteniendo los cientos de “mártires de la cruzada” que la Iglesia católica española y el Vaticano se han empeñado en beatificar.

Calles, monumentos, símbolos, ritos y víctimas. Todo eso y mucho más nos queda del franquismo, cuarenta años después, sin necesidad de mencionar aquí a los políticos y servidores de la dictadura todavía vivos, a esos que abrazaron con tanto tesón y convicción las ideas autoritarias y represoras. Hay quienes quieren ahora que la memoria saque a la luz hechos y personas que la historia no documentó. Otros dicen estar cansados ya de tanta historia y memoria de guerra y dictadura. El pasado se ha hecho presente, convertido ahora en un campo de batalla político y cultural, donde se da la voz con más fuerza que nunca, en libros, documentos y homenajes, a los supervivientes de aquellas experiencias tan traumáticas.

Pero el registro del desafuero cometido por los militares sublevados y por el franquismo, investigado y divulgado por notables historiadores, ha hecho también reaccionar, por otro lado, a conocidos periodistas, propagandistas de la derecha y aficionados a la historia, que han retomado la vieja cantinela de la manipulación franquista: fue la izquierda la que con su violencia y odio provocó la guerra civil y lo que hizo la derecha y gente de bien, con el golpe militar de julio de 1936, fue responder al “terror frentepopulista”. La propaganda sustituye de nuevo al análisis histórico. Es la sombra alargada del franquismo, otra forma de vengarse años después.

Son varias y poderosas las armas que utiliza esa propaganda. Están, en primer lugar, los seudohistoriadores, los encargados de transmitir en un nuevo formato, con libros bien cocinados y preparados para la divulgación, las viejas tesis franquistas que ya sólo servían para uso de la ultraderecha y de los nostálgicos de la dictadura. Son relatos basados en fuentes secundarias y desprecian datos y hechos que no se adaptan a sus tesis. Sus conclusiones, además, son presentadas como novedosas por el marketing agresivo de sus editores, de quienes les hacen la publicidad y de que quienes les dedican las reseñas, donde suelen destacar su valentía para enfrentarse en solitario a la dictadura de los historiadores universitarios. Aparecen, por último, en el tercer nivel de esa estrategia propagandística, los periodistas y tertulianos de los medios de comunicación que jalean y aplauden sus libros y opiniones e insultan y calumnian al contrario.

Entregan más de 60.000 firmas para que no se celebre la cena en honor a Franco del Hotel Meliá Castilla

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Estamos ahora, por lo que al franquismo se refiere, en la “era de la memoria”, tan incómoda para muchos, en el regreso del pasado oculto y reprimido. Es una construcción social del recuerdo, que evoca con otros instrumentos, y a veces deforma, lo que los historiadores descubrimos. No sabemos qué quedará de todo ello para el conocimiento histórico de las generaciones futuras, de aquellos historiadores que ya no habrán vivido la dictadura. Pero para llegar hasta allí , necesitamos, y ésa es la responsabilidad de políticos y gobernantes, preservar los testimonios y documentos, crear un Museo-Archivo de la Memoria, al que deberían incorporarse como propiedad pública los fondos documentales de la Fundación Nacional Francisco Franco, y transmitir una educación democrática que impida que las nuevas generaciones de estudiantes reciban todavía el legado ideológico del autoritarismo. Es un legado pesado, dominante durante mucho tiempo, e imposible de olvidar. Por eso regresa, vuelve con diferentes significados, lo actualizan sus herederos. Cuarenta años después de su final. ___________________________________

Julián Casanova

es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza y visiting professor de la Central European University de Budapest y autor y editor de Cuarenta años con Franco (Crítica).

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