Los libros
‘Ensayos sobre las discordias’, de Hans Magnus Enzensberger
Ensayos sobre las discordias
Hans Magnus EnzensbergerAnagramaBarcelona2016
Este conjunto de tres artículos —La gran migración, El perdedor radical y La teología olvidada— y Una nota preliminar (2015) hace el número 500 de la Colección Argumentos de la editorial Anagrama. Una colección que comenzó con Detalles, una obra del mismo autor, sobre el cruce de intereses internacionales de Estados Unidos y Alemania y la particular actuación que llevó a la crisis de los misiles en un Berlín aislado por la frontera de la República Democrática Alemana.
Enzensberger, pensador emblemático de la intelectualidad alemana del siglo XX, continúa actualmente con vigor su actividad de ensayista. Su condición de poeta y su dominio del castellano le han permitido traducir obras de autores como César Vallejo o Rafael Alberti. Siempre sensible a los conflictos que generan sufrimiento humano, mostró interés por lo sucedido en la Guerra Civil española. De ahí extrajo claves antropológicas y psicológicas para entender el conflicto, a su entender, más originario: la guerra civil. La siempre terrible lucha entre prójimos. A la base de los principales conflictos actuales ve esa matriz, que convierte al próximo en principal enemigo. Los detonantes son cada vez más irrelevantes. Ya no hay bloques que dirijan las estrategias de los países tercermundistas, ya no existe cobertura política o ideológica que legitime la violencia. Son situaciones internas las que sirven de detonante, muchas veces insignificante, a la violencia. La violencia, tras el deterioro de la función garante de los Estados, se halla extendida como “guerra civil molecular”, no ya en el Tercer Mundo, sino en el seno de las grandes urbes de nuestras sociedades occidentales. Cuando el Estado no se arroga el monopolio de la violencia para garantizar el mínimo de civilización, el conflicto acaba desembocando en barbarie o terror.
La gran migración —que recoge Treinta y tres acotaciones, 1992, y Perspectivas de la guerra civil, 1993— se ocupa de algunas particularidades de la “caza del hombre”, toda vez que la coartada ideológica que la cubría desapareció con el anuncio del fin de la Guerra Fría. Nuevos conflictos en forma de guerra civil se extienden allende la política de bloques (Mogadiscio, Kuwait, y más cerca, terror en Euskadi o Irlanda) o, en forma de guerra civil “molecular”, en los grandes núcleos de población occidental cuando se produce un vacío de defensa institucional. Un país como Alemania “no es habitable cuando cualquier banda de ultras puede atacar impunemente a otras personas en plena calle o incendiar sus viviendas. (…) La distinción entre nacionales y extranjeros resulta irrelevante”. En contraste con este laisser-faire, las protestas contra nucleares o la simple manifestación contra la ampliación del aeropuerto de Frankfurt provocaron por parte del Estado una represión desaforada.
La integración de las poblaciones emigrantes no es real, nadie quiere saber cuántos emigrantes hay trabajando de manera ilegal. Pero allí donde hay uno, hay un empresario que se beneficia de ello. Y los más débiles sufren las consecuencias. Nadie pregunta cuál es el color del sultán de Brunei. Los ricos no tienen fronteras ni son inmigrantes. “El capital derriba todas las fronteras nacionales. Por razones tácticas, sabe beneficiarse de móviles patrióticos y raciales, si bien prescinde de ellos en la esfera estratégica, ya que la explotación no admite consideraciones particulares. La libre circulación del capital arrastra forzosamente la de la mano de obra”. En la globalización el dinero electrónico circula sin obstáculos, mientras que los individuos se ven forzados a circular. Cuando se mueven, parecen iniciar una fuga, pero “nadie emigra sin mediar promesa (Tierra Prometida, Arabia feliz, Atlántida, Eldorado, el Nuevo Mundo)”.
En esa errancia forzada, “la distinción de inmigrantes por razones económicas y persecuciones políticas es anacrónica. La depauperación de continentes enteros, la corrupción, el endeudamiento, la fuga de capitales, la explotación, las catástrofes ecológicas, el fanatismo religioso o la simple incompetencia para alcanzar cuotas aceptables de desarrollo para mantener a las poblaciones, hace fracasar cualquier intento por discernir entre el auténtico peticionario de asilo y el falso”.
Pese a las amenazas de quienes no creen en la integración, pese a su dificultad, esta es posible. La dificultad estriba en factores de naturaleza antropológica (toda migración provoca conflictos), en situaciones socioeconómicas (sólo se agudizan cuando el paro se hace crónico y estructural). Y a esto hay que añadir el efecto de la progresiva privatización, también de los conflictos. Los Estados se han debilitado y abandonan la vieja obligación de mantener el monopolio de la violencia para garantizar un mínimo de civilización. De este modo hacen dejación de sus funciones y abandonan a su suerte a las poblaciones más débiles.
Por otra parte, hay obstáculos por parte de la propia población inmigrada. “La mayor parte de los inmigrantes diferenciaban muy bien entre integración y asimilación. Aceptaron las normas escritas y tácitas de la sociedad que los acogía, aunque durante mucho tiempo se aferraban a su tradición cultural, y a menudo también a su propia lengua y religión. Una actitud de este tipo ya no la podemos esperar hoy en día ni entre las antiguas minorías ni entre los recién inmigrados. Se está renunciando cada vez a más aspectos comunes. La pobreza y la discriminación han llevado a la ideologización de las minorías, básicamente en los Estados Unidos, pero también en Gran Bretaña y Francia. Los inmigrantes invierten las reglas de juego y se cierran hacia fuera. Cada vez es mayor el número de grupos étnicos que reivindican su 'identidad'. Y no queda demasiado claro a qué se refieren”. Se habla de tribalismo, de “nación negra”, “nación islámica”.
Los movimientos de inmigrantes y de refugiados como consecuencia de la guerra son en gran medida efecto de haber convertido en “superfluos” no sólo a los individuos, sino a grandes poblaciones, a países, e incluso a continentes enteros como África. La globalización ha supuesto una devaluación del trabajo y ha mundializado el dolor, las imágenes lo han tornado tan cotidiano, que a nadie conmueve.
Pero conseguir las condiciones mínimas para la integración es posible. “Que todo el mundo pueda decir lo que piensa acerca de las autoridades o de Dios sin tener que exponerse a torturas o amenazas de muerte; que las diferencias de opinión puedan dirimirse en los tribunales y no por la vía de la venganza de sangre; que las mujeres puedan moverse libremente y no estén obligadas a dejarse vender o someterse a la ablación del clítoris; que sea posible cruzar la calle sin morir acribillado por las ráfagas de una soldadesca incontrolada; todo ello no solo es deseable, sino imprescindible. En cualquier parte del mundo hay bastantes personas, probablemente la mayoría, que desean la existencia de tales circunstancias y que están dispuestas a defenderlas allí donde llevan las riendas del poder. Sin exagerar el énfasis, podría afirmarse que se trata del requisito mínimo de la civilización”. Esto vale tanto para el centro como para la periferia. Y puesto que no hay fronteras para el capital, pero sí para los trabajadores devenidos “superfluos”, habrá que tener muy en cuenta que “cuanto más intensamente se defiende y cuanto más se amuralla una civilización frente a una amenaza exterior, menor será lo que finalmente quede por defender. Y en cuanto a los bárbaros, no es necesario que esperemos su llegada: siempre han estado entre nosotros”.
En el centro de nuestras sociedades, la guerra civil molecular no es ajena a esta caída en lo superfluo de la fuente de todo valor ni a la incapacidad de los Estados para la inclusión de las poblaciones migrantes. Con el nivel “molecular” de la guerra civil, nuevos términos se ponen en uso en nuestras ciudades: mob, hooligans, shoe bomber, unabomber, etc. “Aparecen cada vez más 'hombres del terror' en la pantalla”, cuyas características comunes, acribillen a sus compañeros en un colegio, estallen sus vísceras en un mercado o atenten contra el Pentágono, es la megalomanía, la sed de venganza, el ansia de sangre y el deseo de muerte.
El perdedor radical (2006) es el hilo conductor de todo esto, pues contiene las claves teóricas de su análisis. Desenmascara aquí y trata de demostrar, que “los motivos ideológicos y religiosos de las masacres no son más que una máscara para obsesiones más profundas. El mínimo común denominador del terror es el delirio”. Por último, está La teología olvidada, una parábola extraída de la historia olvidada de la guerra civil en China, la guerra de Taiping. El autor establece un paralelismo entre aquel descarnado conflicto de tintes purificadores y delirantes, que costó veinte millones de muertos, y las nuevas atrocidades del Ejército Islámico. El “Rey Celestial” armó un ejército. “Tras unos años de infatigable agitación, Hong había conseguido reunir a su alrededor un ejército, que bautizó con el nombre de Taiping. Con esos 40.000 campesinos pobres, desempleados y desertores del ejército imperial, armó una guerrilla en la provincia”.
El delirante hermano carnal de Cristo fundó una “Nueva Jerusalén” (en Nankin) y lanzó a la guerra santa. Una vez conquistado el poder, decretó que las reglas de la comunidad debían regirse por la voluntad de Dios. “Se prohibieron el consumo de alcohol, tabaco y opio, todos los juegos de azar, el vendado de los pies femeninos, la adivinación y demás prácticas supersticiosas, la esclavitud, la fornicación, la homosexualidad, el adulterio, la prostitución y la 'idolatría'. Hombres y mujeres sólo podían mostrarse en público rigurosamente separados. Los desertores, traidores y presuntos espías eran ejecutados sin mediar juicio alguno. Las casas de la aristocracia y de los infieles eran expropiadas junto con el resto de sus posesiones”.
Son las nuevas formas de la violencia. Una violencia protagonizada por diferentes agentes, individuales o colectivos, ambos con rasgos comunes. Son sujetos individuales o bandas, a cuyos integrantes pueden considerarse como “perdedores radicales”: “La misma desesperación por el fracaso propio, la misma búsqueda de chivos expiatorios, la misma pérdida de realidad, el mismo machismo, el mismo sentimiento de superioridad con carácter compensatorio, la fusión de destrucción y autodestrucción y el deseo compulsivo de convertirse, mediante la escalada del terror, en amo de la vida ajena y de la muerte propia”.
Violencia y migración —los dos objetos de análisis—, cuando no se ponen los medios para la integración y no se llega a aclarar el alcance y los límites del llamado “multiculturalismo”, se unen en la barbarie. Alertando del peligro de mezclar los dos temas, muestra la necesidad de analizar esa ausencia de respuesta ante una población migrante creciente, sobre la que es absurdo diferenciar si huyen de la guerra, de la miseria o simplemente buscan trabajo, pues el deterioro y los conflictos de los países de origen es tal que la causa de su partida es indiscernible. Hay que revisar la noción de multiculturalismo y tener en cuenta que la debilidad de los refugiados, los expone, a veces ante algunos de sus propios congéneres, que ante el desamparo esgrimen la promesa de volver a los orígenes, y tratan de imponer por el terror una teocracia frente a la degradación de Occidente. Por eso es tan peligroso el terrorismo islamista, por ofrecer al desamparo una ficción monolítica y enraizar en el corazón de los que Enzensberger llama los “perdedores radicales”. Sujetos en busca de identidad, que se hallan tanto entre quienes sufren la exclusión por la miseria y el abandono como entre los que han perdido una identidad, que tratan de encontrar en el tribalismo de las bandas ultras o en grupos que ponen por delante su origen racial o nacional como pretexto para destruir al otro y destruirse a sí mismos. En este punto los dos extremos se unen: la reacción ultranacionalista y xenofóbica occidental y el terrorismo del Estado Islámico.
*Sergio Hinojosa es profesor de Filosofía.
Sergio Hinojosa