@cibermonfi

Carroñeros

¿Cuándo empezó a joderse el Perú? Probablemente hacia 1990, cuando CNN retransmitió en vivo y en directo los bombardeos norteamericanos de Bagdad. Aquello marcó el comienzo de la conversión de las noticias en un espectáculo televisivo global de 24 horas al día y 7 días a la semana. Es difícil llenar todos los minutos de todos los días de informaciones bien contrastadas y verdaderamente relevantes para la ciudadanía, así que el listón de lo noticiable empezó a caer en picado. El news business pasó a ser show business. Cualquier cosa que congelara a la audiencia ante la pantalla servía para el puchero. Desde un gatito al que una anciana debía rescatar de un árbol hasta una feroz tormenta en las antípodas.

Llevamos tres décadas de decadencia de los criterios profesionales que marcaron la edad de oro del periodismo impreso, los que dieron prestigio a diarios como The New York Times, Le Monde o El País de los buenos tiempos. Viejos vicios como el sensacionalismo o el amarillismo han ido convirtiéndose paulatinamente en virtudes no confesadas. El fenómeno se agrava en el caso español con la decadencia de la calidad de los comentarios de los invitados a los programas informativos. Del analista que sabe de lo que habla se ha ido pasando al tertuliano que comenta cualquier cosa, un tertuliano, eso sí, que siempre da espectáculo, que suscita adhesión o rechazo por el partidismo y la vehemencia de sus intervenciones.

Hace unas semanas, Jesús Maraña escribió aquí mismo sobre la abrumadora presencia de los sucesos en los telediarios españoles. Leyéndole, pensé que, efectivamente, aquí ha terminado triunfando el modelo de Berlusconi: meteorología, fútbol, corazón y sucesos. Incluso nuestros debates televisivos sobre asuntos políticos siguen ahora el patrón de algarabía establecido por programas como Tómbola y El tomate. Es barato y tiene su público.

El artículo de Maraña se publicó antes de que el caso del pequeño Gabriel convirtiera las cadenas españolas de televisión en una edición permanentemente actualizada de El CasoEl Caso. Es evidente que este suceso lo tiene casi todo para atraer la atención horrorizada del espectador: un niño precioso desparecido y luego encontrado muerto, unos padres que han demostrado ser grandes comunicadores, una presunta infanticida con unos elementos de alteridad que pueden hacerla aún más odiosa para algunos, unos vecinos cegados por el espanto y prestos al linchamiento, unos políticos oportunistas arrimando el agua a su molino… La tentación de explotarlo hasta la saciedad era irresistible para los programadores de televisión.

Me gusta mucho el género periodístico del suceso. Creo que con frecuencia dice más sobre una sociedad que las hueras declaraciones de los políticos y organismos oficiales. Lo practiqué con entusiasmo en mis comienzos en Diario de Valencia y El País, pero intentando aplicar los criterios profesionales del periodismo impreso de referencia de aquellos tiempos. Criterios como, por ejemplo, el que establece que el rumor no es noticia. O el que exige recoger las versiones de todas las partes, no solo la de las autoridades policiales y gubernamentales. O el que recomienda evitar lo morboso y presentar los hechos con la mayor sensibilidad posible. O el que prohíbe exagerar. O el que recuerda que el periodista no es juez ni verdugo. En fin, principios y valores, ya lo sé, que no son los de ahora.

¿Borbonea Felipe VI?

La sobredimensión de sucesos como el del pequeño Gabriel sirve a obvios propósitos comerciales de las cadenas: atraer audiencia y facturar así más publicidad. No seré yo el que les niegue el derecho a ganar más dinero, siempre que paguen los correspondientes impuestos. A aquellos amigos que se quejan constantemente de lo que ven y escuchan en la tele, suelo recomendarles que usen el mando a distancia para apagarla y dediquen más tiempo a la lectura, la conversación, el sexo, la música, el paseo o las buenas películas y series.

En la actual sobredimensión televisiva de los sucesos, me resulta más preocupante la coincidencia de los objetivos comerciales de las empresas con el interés político de los partidos de la derecha. El miedo y el odio se han convertido en lo que llevamos de siglo XXI en elementos emocionales ampliamente usados por los conservadores para justificar su agenda de recortes incesantes de derechos y libertades. Se explotan esos sentimientos primarios para exigir la unión sagrada en torno a un poder crecientemente autoritario.

Hasta en un país bastante seguro como es España, cualquier crimen particularmente execrable sirve al PP y Ciudadanos para predicar la supuesta necesidad de más policías y más cárceles, de leyes más represivas, condenas más duras y menores remilgos humanitarios. Esto no es populismo, no es demagogia, no es utilización carroñera del dolor de las víctimas, dicen los ahora campeones de la prisión permanente revisable, que, quién sabe, tal vez lo sean mañana de la restauración de la pena de muerte. Y así todos seguimos adentrándonos en un estado de excepción permanente que no dice su nombre.

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