Los diablos azules

Centros de gravedad

De izquierda a derecha y de arriba a abajo, Erika Martínez, Antonio Lucas, Abraham Gragera, Josep M. Rodríguez, Carlos Pardo, Elena Medel, Miriam Reyes y Rafael Espejo.

José Andújar Almansa

Quizá la poesía necesita sentirse permanentemente al borde mismo de su exclusión para afirmarse cada vez con una propuesta distinta. El interrogante de Hölderlin, los escrúpulos de Adorno, la reticencia de Celan, el grado cero de Barthes resultan hoy igual de paradójicos que en el momento de ser formulados. A las palabras sobre el papel parece iluminarlas un sol negro de melancolía. Y sin embargo, arraiga en ellas una matemática compleja mediante la cual las cantidades negativas de la desilusión, el spleen o la duda se contrarrestan con el valor de las apuestas estéticas, de la inteligencia artística que aventura el nombre no exacto de las cosas. La poesía vive en la posibilidad («I dwell in Possibility», aseguró Emily Dickinson): una casa, la del poema, más numerosa en puertas y ventanas.

 

Algunas de estas propuestas y posibilidades es lo que pretende mostrar Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Pre-Textos, 2018). Para ello acoge la obra de doce poetas nacidos después de 1970, cuya escritura abre paso a enfoques creativos que surgen de la ausencia de un centro en relación con la identidad, la percepción de lo real o el canon literario. Mariano Peyrou, Abraham Gragera, Miriam Reyes, Juan Carlos Abril, Juan Manuel Romero, Rafael Espejo, Carlos Pardo, Antonio Lucas, Josep M. Rodríguez, Erika Martínez, Juan Andrés García Román y Elena Medel componen la nómina.

Cualquier antología resulta un acto de política poética. Por ello promueve siempre un debate crítico y suscita varias preguntas acríticas: la más insoslayable y menos interesante suele ser aquella que demanda la explicación de sus ausencias. Respecto a lo último, optar por una selección breve implica una criba exigente; autores que considero valiosos han quedado por ello excluidos. Hasta la fecha, la mayoría de recopilaciones centradas en mostrar el paisaje lírico que se advierte desde comienzos del siglo XXI ha dibujado una suerte de bosque de Birnam frondoso y en movimiento, albergando en sus páginas a decenas de poetas. Sin duda esto fue bastante ventajoso en un principio, pues invitaba a los lectores a poner el reloj en la hora que marcaba su tiempo literario. Dos décadas después, y tras la aparición de libros cuya calidad ha aportado además una renovación apreciable dentro de la poesía española, creo que ha llegado el momento de hacer balance, de centrar la atención en quienes mayor protagonismo han asumido en dicha tarea. De ahí que Centros de gravedad sea una antología que pretenda ejercer como tal y rehúya, por tanto, el censo o el catálogo, siempre menos conflictivos, más políticamente correctos.

Reducida en nombres pero amplia en propuestas, Centros de gravedad persigue con su título un doble matiz. Alude a la importancia de los autores seleccionados, al alcance de sus aciertos expresivos, que traza órbitas sobre lo mejor del pensamiento poético último. Al mismo tiempo, el plural de esos centros pone de relieve una diversidad de proyectos singulares, lo que nos aleja de cualquier suposición de escuela o tendencia estilística. Las novedades, los episodios de ruptura, resultan poco persuasivos cuando se esfuerzan en crear estaciones poéticas de un solo clima o una geografía uniforme.

Por eso no cometeré el error de proponer, sin más, un canon, o al menos no lo haré revestido de solemnidad. Pero quisiera igualmente hacer la precisión de que un canon no solidificado, sin ruta preconcebida de acceso, no equivale a un canon urdido en la provisionalidad, compuesto o descompuesto de valores inestables. Centros de gravedad señala a un conjunto de poetas cuyo logro reiterado y consciente filtra a su época y a la vez la trasciende; es decir, poetas que están llamados a incorporar su talento individual a la tradición y han adquirido el derecho a imaginar un lector futuro.

En una página de Otras inquisiciones, Borges hace decir a Shelley que todos los poemas del presente, el pasado y el porvenir son secuencias o fragmentos de un único poema que constituye, sencillamente, la poesía. Comprendemos que se trata de una conjetura, y que los sucesivos fragmentos o estrofas de ese presumible poema infinito ensayan tonos distintos. Pero tiene el valor de hacer casi irrelevante cualquier pronunciamiento acerca de la teoría de las generaciones poéticas. Tanto se ha teorizado ya sobre éstas, pese a su inequívoca condición de meras sinécdoques, que podemos ahorrarnos el discurso del método. Harold Bloom dictaminó la «ansiedad de la influencia», pero lo que han venido sufriendo poetas y críticos españoles desde hace décadas es la «ansiedad de las generaciones», bien sea para inscribirse apresuradamente en ellas, bien para embalarlas y etiquetarlas.

Bastará con admitir ­(y esto me parece decisivo) que los autores que nos ocupan comparten, además de un tiempo, un mismo espacio, entendiendo por este último esa otra dimensión de significados o expresiones culturales, artísticas, ideológicas, históricas y acaso anímicas en que se inserta la serie de sus afinidades y también de sus disonancias.

Si alguna otra cosa los une, y no lo encuentro contradictorio, es su escaso interés por confluir en una identidad de grupo. Ante una tentativa de foto generacional cada uno posaría a su manera: un políptico igual de estimulante que heterogéneo. Al detenernos en las respuestas individuales del cuestionario que precede a cada selección, constatamos sugestivas poéticas, pero no la tentativa de componer manifiestos o derruir estatuas literarias. Nada de beligerantes debates, suscitados en otras ocasiones en torno al conocimiento, la comunicación, la experiencia… eso que periódicamente parece colocar la voz de los poetas compitiendo en sucesivos cajones de salida. Ahora bien, no conviene confundir esta circunstancia con el desinterés por reflexiones de carácter teórico. Nos encontramos ante autores de un marcado signo intelectual, muy conscientes de la complejidad del hecho artístico en nuestros días, al que se vinculan además desde los espacios contiguos de la traducción, el mundo editorial, la crítica, la enseñanza universitaria, los suplementos culturales... ¿Podemos deducir en tal caso una actitud de «desilusión estética»? La pregunta de si hay poetas que están de vuelta de «lo poético» requiere una respuesta meditada. El desencanto induce a levantar otros escenarios, aunque sea con vistas a mitológicas ruinas.

Si vivimos una modernidad fluctuante que no halla raíz, la poesía deberá aprender el lenguaje de una realidad que no sabe estarse quieta.

¿Cómo escenificar, entonces, una «ruptura»? ¿Resulta válida todavía la pretensión de convertir en zona cero el solar de la literatura? ¿O bien al hablar de rupturismo a partir de la modernidad artística nos referimos, con inevitable ironía, a una de sus más fecundas tradiciones? Lo cierto es que a la sobreactuación y el énfasis de las sucesivas vanguardias los ha ido reemplazando un estado de alerta estética, una alerta que contempla por igual los agotamientos expresivos que la experiencia de los límites. Todo lenguaje resulta materia erosionada: en la escritura, la palabra poética abandona el cuerpo moribundo del lenguaje. Cada momento literario supone una tentativa que lleva a un extremo el decir, que apura los contornos de su abstracción simbólica, que estira el elástico de posibilidades de la metonimia. Sin duda, una muestra admirable y plena de todo ello la encontraremos en libros como Estudio de lo visible, Adiós a la época de los grandes caracteres, Espejo negro, En busca de una pausa, Desaparecer, Hierba en los tejados, Los allanadores, Los mundos contrarios, Arquitectura yo, Chocar con algo, El fósforo astillado y Chatterton.

Hablar de ruptura nos conduce inmediatamente al lugar de la tradición. Porque es ahí donde todo novum se confirma, donde se mide con lo anterior para definitivamente asentarse, para hacerse un sitio. En el caso de los autores que nos ocupan, tradición y traducción se complementan como un modo de eliminar moldes y controversias de viejas dicotomías. De García Lorca a Montale, de Claudio Rodríguez a Tranströmer, de Watanabe a Szymborska, de García Montero a Larkin, de Eielson a Ashbery, de Luis Muñoz a Anne Carson. Liquidados los vestigios del canon como un Todo, toca divisar la inmensidad de un horizonte fraccionado. Aunque se me ocurren otros símiles: por ejemplo, el de la tradición igual que un gigantesco desguace; los poetas rastrean en él piezas inencontrables, repuestos útiles porque siguen funcionando y se ajustan a sus necesidades presentes. Más que recobrar lo perdido, construirse con las pérdidas.

Brines y la certidumbre de la poesía

Brines y la certidumbre de la poesía

¿Qué significa hoy una apuesta por la poesía? Me refiero a la poesía como huella que atraviesa el lenguaje, aquello que permanece dormido en la superficie del lenguaje y aguarda para cumplir su parte del trato. Dicha apuesta equivale a rehuir dos extremos, por igual harto estériles. Por un lado, debemos alejarnos del callejón sin salida del escepticismo, ya que no sabemos hasta cuándo o hasta dónde puede llegar una palabra. Por otro, conviene no cobijarse en la complacencia del mensaje consumible: su inmediatez, su disponibilidad responde a una estrategia de mercado. Como antólogo me interesan los poemas habitados por la necesidad de cuestionarse por dentro, pero que exigen también abrazar semánticamente el mundo, ya sea por medio de una imagen, una elipsis o una sintaxis fracturada. Todo poema formula una pregunta: desde qué lugar leemos, es decir, quiénes somos nosotros. _____

José Andújar Almansa es escritor y crítico literario. Ha editado Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Pre-Textos, 2018). 

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