@cibermonfi
Califa en los reinos de taifas
Hay que ser ciego para negarle a Pedro Sánchez la condición de gran vencedor del tormentoso ciclo político iniciado con las elecciones legislativas de diciembre de 2015. Su PSOE, el que reconquistó a las bravas en las primarias de junio de 2017, ha ganado los cuatro comicios de esta primavera, y con una notable diferencia respecto al segundo, el PP. Apoyado ahora por un robusto tercio del electorado, el PSOE ofrece un aspecto saludable que contrasta con el comatoso de un PP que se aferra a pírricas victorias parciales para soñar con una recuperación como la socialista. Pero Sánchez ha conseguido más que eso: también ha dejado muy atrás a Podemos en la competencia en el seno de la izquierda. El desplumado partido de Pablo Iglesias e Irene Montero apenas da para ser un satélite auxiliar del PSOE en asuntos sociales.
Así las cosas, aquellos que ninguneaban a Sánchez dentro y fuera de su partido deberían de tentarse la ropa. Sánchez no es un bluff, aunque, llevado de su afición a los golpes de efecto televisivo, haga de vez en cuando tonterías como nombrar ministro de Cultura a Maxim Huerta o presentar al baloncestista Pepu Hernández como candidato a la alcaldía de Madrid. Helo aquí pudiendo escoger entre los requiebros de Unidas Podemos para formar un gobierno progresista y el deseo de los patrocinadores de Ciudadanos de que se reconcilie con Albert Rivera. Helo aquí yéndose a cenar al Elíseo, convertido en el referente victorioso de la socialdemocracia europea. Helo aquí recibiendo en Ferraz el vasallaje de la misma Susana Díaz que consiguió echarle temporalmente del liderazgo del PSOE.
Napoleón le hubiera nombrado general. Sánchez es resistente, porfiado y audaz, pero, además, tiene suerte, como deseaba el emperador para sus generales. Ha levantado al PSOE del foso en que cayó en el primer lustro de esta década con una mezcla de fogosidad juvenil y templanza política, de modestas propuestas de izquierda y respeto sustancial al sistema, un cóctel que está en la tradición contemporánea de su partido. Ahora Sánchez es un pilar de la moderación frente a ultraderechistas españoles e independentistas catalanes, a la par que la única posibilidad realmente existente de unas cuantas mejoras sociales. La cosa tiene su mérito, sí señor.
Le ha ayudado que la fiebre derechista, nacionalista y sobreactuada de Albert Rivera haya alejado a Ciudadanos del centro y la templanza. El griterío que asegura que Sánchez ya tiene pactada con los separatistas la ruptura de España es cualquier cosa menos verosímil. Ante los millones de ciudadanos que no desean más líos, que no sueñan con los tanques desfilando por Las Ramblas, Sánchez se presenta como un tipo razonable que desea reconducir la crisis catalana a través del diálogo y la legalidad. Lo mismo en materia social: incluso buena parte de los que votaron a Unidas Podemos el 28A y el 26M lo hicieron deseando que se entienda con el PSOE en algunas medidas que alivien un poquito la vida de la gente.
Estas son, en mi opinión, buenas noticias para el establishment español, europeo e internacional. España va a tener en los próximos años un timonel que no pondrá en cuestión los fundamentos del sistema, pero que podrá calmar las aguas sociales y territoriales con unas cuantas reformas de pequeña envergadura. Vamos, lo que ha sido siempre la utilidad de la socialdemocracia.
Javier Gallego escribió este lunes en eldiario.es: “Españoles, la Restauración ha vuelto. El ciclo que se abrió el 15M para destituir el Régimen del 78 se cerró el domingo con la restitución del orden anterior”. Es muy posible, en efecto, que el 15M terminara de morir el domingo. Los más de cinco millones de votos que, en diciembre de 2015, se expresaron a favor de una reforma en profundidad han ido convirtiéndose en la vieja izquierda irrelevante y dividida de siempre. Lo han conseguido aquellos que quisieron darle una continuidad política al 15M y terminaron tan alejados de la calle como adictos al tacticismo y la politiquería.
A diferencia de muchos de mis amigos, que desde el domingo ponen el acento en la responsabilidad de tal o cual de ellos o ellas, yo estoy enfadado con casi todos los dirigentes situados a la izquierda del PSOE. Con los que cometieron la torpeza de comprarse un chalé en Galapagar y con los que conspiraron para zancadillear por la espalda a los de Galapagar. Con el que escribió un tuit asociando a un excompañero con las cloacas del Estado y con el excompañero que babea cuando recibe los piropos de gente poderosa. Con los que se dejaron arrastrar a un debate tan tramposo, y en el que llevaban todas las de perder, como el de los donativos de Amancio Ortega. Con los que se empeñan en seguir exigiéndole ministerios a Sánchez, cuando la cosa apenas da para un Gobierno a la portuguesa, y también con los que satanizan de oficio cualquier colaboración con el PSOE.
Los veo impregnados hasta las cachas del espíritu sectario, fraccionalista y ególatra del Frente Popular de Judea. Reconocen que la división ha desmotivado a su electorado, pero persisten en ella. Unos van diciendo que deben hacer autocrítica, pero no terminan de hacerla. Podrían admitir que se olvidaron de construir una sociedad civil y una cultura alternativas, que cayeron en el triunfalismo y el institucionalismo, pero no lo hacen. Podrían anunciar que van a intentar una reconciliación con su excompañero, pero no lo hacen. El excompañero, por su parte, tampoco parece buscar la reconciliación. Está contento porque les ha ganado en Madrid y anda pensando en extender su fórmula personalista a toda España, aunque no sirviera para cosechar nada el 26M. Kichi, entretanto, es feliz en su cantón gaditano y algunos en Izquierda Unida ya proponen divorciarse de Podemos. Olé, olé y olé.
Creemos más reinos de taifas, y tanto mejor para Sánchez, único califa posible en este panorama.