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¿Qué clase de mundo habitaremos pasada la tormenta?
Nada está escrito en las estrellas. Así que no es inexorable que el mundo posterior al coronavirus consolide los aspectos más sombríos de la pandemia: la fragilidad de los sistemas públicos de salud tras años de recortes neoliberales, la pérdida simultánea del puesto de trabajo y de libertades individuales, el espíritu de delación vecinal asociándose con la omnipresencia policial, el cultivo partidista del bulo y el ansia de poder del nuevo fascismo. Pero tampoco está garantizado que sobrevivan las escasas luces de la primavera de pesadilla del año 2020: la reducción del consumismo y la revaloración de lo auténticamente imprescindible, la disminución de los vehículos humeantes y la reaparición del canto de los pájaros, la solidaridad vecinal y el heroísmo del pueblo salvando al pueblo.
¿Qué clase de mundo habitaremos pasada la tormenta? ¿Un nuevo capítulo del libro kafkiano y orwelliano que la humanidad está escribiendo en lo que llevamos de siglo XXI; un nuevo paso por la senda del capitalismo salvaje, el autoritarismo político y el apocalipsis climático? ¿O, por el contrario, el comienzo de una regeneración que haga compatibles las libertades individuales con la primacía del interés general sobre el particular; un decidido cambio de rumbo hacia la salvación del planeta y el reverdecimiento de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad? No lo sé. Nadie lo sabe. Lo que ocurra depende de nosotros, o para decirlo con mayor precisión, depende de la correlación de fuerzas entre nosotros. Pensar que todos tenemos los mismos intereses y los mismos sueños es una ingenuidad que a estas alturas, al mismísimo borde del precipicio, no podemos permitirnos.
Sabemos quiénes empujarán para que tomemos la primera dirección, la de un Estado aún más autoritario, una economía aún más capitalista y una sociedad aún más egoísta y desigual. Serán aquellos que no tienen más patria que su dinero, gente que cuenta con poderosos instrumentos de propaganda para sumar mesnadas a su causa. Esta vez, sin embargo, tienen algo importante en su contra: su sistema ha fracasado espectacularmente en esta crisis. De hecho, su globalización sin otras normas que su propia conveniencia, su adoración fundamentalista de lo privado y su odio irracional a lo público han sido la semilla y el abono de esta crisis. Y los retratos de su fracaso, la mortandad en las residencias de ancianos que ellos explotaban como un negocio, y la sangre, el sudor y las lágrimas derramados en los hospitales públicos que ellos amputaron a conciencia.
Pero que nadie se haga la menor ilusión, intentarán repetir el truco que tan bien les salió en la Gran Recesión de 2008: marear la perdiz hasta conseguir que las víctimas paguen la factura de sus estafas y también aprueben y financien la ampliación de su casino. Esta vez, con la novedad de algo ya ensayado en el último lustro: el neofascismo. Sabemos cómo lo venderán: culpando de todos los males a rojos, inmigrantes, feministas y homosexuales; proponiendo otra vez a la empresa privada que no se atiene a regla alguna ni paga el menor impuesto como panacea económica; ofreciéndoles a los idiotas el himno y la bandera como talismanes mágicos.
¿Y nosotros? ¿Qué haremos los demás, es decir, la mayoría? ¿Nos habrán paralizado tanto la vulnerabilidad y el miedo que ni siquiera daremos la cara? ¿Nos atreveremos a expresar en voz alta nuestros intereses y nuestros sueños? En este segundo caso, quizá pudiéramos reclamar un Estado menos mandón y costoso y más rápido y eficaz en la protección de la salud y otros asuntos vitales; un mundo menos frívolo, acelerado y competitivo y más justo, placentero y cooperativo.
Pienso en el Madrid de aquellos primeros días en que pudimos salir a estirar las piernas tras varias semanas de confinamiento, y en lo mucho que me gustaron unas cuantas cosas que valdría la pena conservar. Las calles sin apenas coches y tomadas por paseantes, corredores y ciclistas. El disfrute de placeres sencillos y gratuitos como la caminata al atardecer y, aunque fuera a distancia y enmascarados, el reencuentro con los vecinos. El gozo de estar vivos, en suma. Juntos y vivos.
Un nuevo contrato social
Hemos salido todos los días a las ocho de la tarde a las ventanas para aplaudir a unos trabajadores sanitarios que se enfrentaban al coronavirus con los escasos recursos que le habían dejado tantos años de recortes presupuestarios. Para muchos esa liturgia era también una forma de abrazo que, en mi opinión, deberíamos convertir en un nuevo contrato social. El anterior, el redactado con las ideas de la Ilustración y como respuesta a las matanzas del siglo XX, fue roto unilateralmente por el capital en la Gran Recesión. Hora es de escribir y suscribir uno nuevo, ¿no les parece?
Permítanme que formule ahora algunas propuestas para el debate sobre ese nuevo contrato social. Empezaré con la más obvia: el blindaje de la sanidad pública, su consideración de bien común prioritario, de los que hay que preservar y mejorar caiga la que caiga. No me gustan los Estados demasiado grandes, poderosos e intrusivos. Pero si hay algo de lo que un Estado debe ocuparse es de la salud y la educación públicas. Eso es costoso, ya lo sé, así que habrá que habrá que aplicar ciertas medidas.
Una primera, la desaparición de todos los gastos superfluos del Estado: desfiles, cargos absurdos, duplicidad de administraciones, mamandurrias, prebendas y corruptelas varias. En el mundo posterior al coronavirus todos deberíamos vivir con mayor sobriedad, también los Estados. Una segunda, esa reforma fiscal que haga que los más ricos paguen porcentajes semejantes a los de la inmensa mayoría de los ciudadanos. ¿O es que los ricos nunca pueden apretarse el cinturón?
Pero no todo vale, ni tan siquiera en nombre de la salud. Dos ideas potencialmente peligrosas se han abierto camino en esta pandemia. Una es la del gobierno de los expertos; la otra, la del control telemático de la población. En cuanto a la primera, cabe recordar que tecnocracia no es lo mismo que democracia. Sean economistas de los bancos centrales o doctores en epidemiología, los expertos ni han sido elegidos por el pueblo ni es seguro que tengan una visión global de la condición humana. Así que, por competentes y simpáticos que nos parezcan, los gobiernos democráticos deben consultarlos, escucharlos atentamente y luego tomar sus propias decisiones teniendo en cuenta sus consejos y todas las demás variables. Como dijo Clemenceau, la guerra es un asunto demasiado serio para dejárselo a los militares.
En El mundo después del coronavirus, un artículo publicado en España por La Vanguardia, el historiador y filósofo Yuval Noah Harari reflexionó sobre la segunda de las ideas peligrosas esgrimidas en nombre de nuestra salud: la que sugiere que todos llevemos brazaletes biométricos o aplicaciones en nuestros móviles que informen permanentemente a las autoridades de nuestro estado físico y ubicación. Como a Harari, esta fórmula no me hace la menor gracia. Ya sé que los servicios secretos, las telefónicas, las tarjetas de crédito y corporaciones como Google, Amazon o Facebook cosechan a cada instante una indecible cantidad de información sobre nosotros. Pero de ahí a regalarles también los detalles más íntimos de nuestra condición física…
“Presumiblemente”, escribió Harari, “semejante sistema sería capaz de detener en seco la epidemia en un plazo de días. Maravilloso, ¿verdad? El inconveniente, claro está, es que legitimaría un nuevo y espantoso sistema de vigilancia”. Pues sí. En primer lugar, es ilusorio pensar que esta medida sería solo transitoria; en su condición de ciudadano israelí, Harari sabe bien que “las medidas temporales tienen la desagradable costumbre de durar más que las emergencias”. En segundo, el control de nuestra temperatura, presión y ritmo cardíaco permitiría sin demasiados problemas tecnológicos saber también cuáles son nuestras filias y fobias, lo que nos enfada o nos asusta, lo que nos hacer reír o llorar. Y en tercero, este método de control terminaría cayendo en manos de partidos y empresas, que así “llegarían a conocernos mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos”. Seríamos sus marionetas.
Rechacemos, pues, las tentaciones de Big Brother y sigamos haciendo propuestas. Salvo en los medios de ultraderecha (mucho más amplios de los que se reconocen sin complejos como tal), otra que podría ser ampliamente asumida es la garantía a todos los miembros de la comunidad de unos niveles mínimos en materia de renta y vivienda. A partir de ahí, por supuesto, a nadie se le niega el derecho a ser más ambicioso, a ganar más y poseer más siempre y cuando pague los correspondientes impuestos. En el siglo XXI no hay excusa racional para no erradicar la pobreza.
Hay quien piensa que la pandemia del coronavirus ha sido una especie de activación del freno de emergencia por parte de un planeta al borde del colapso. No sé si es una idea con fundamento científico, pero, desde luego, es una verdad poética. El crecimiento demográfico desmesurado, la explotación sin freno de los recursos naturales y el empleo de energías y materiales contaminantes ya nos habían llevado a certificar la existencia de un cambio climático de perspectivas apocalípticas. Pero poco o nada se hacía para intentar frenarlo. Ningún Gobierno tenía el valor de proponer seriamente a su población los sacrificios temporales que ello implica.
El mundo parece haberse parado porque nosotros no queríamos pararlo. Entonces, ¿por qué no ponerlo en marcha de nuevo desde una perspectiva verde? Que las empresas de automóviles los fabriquen eléctricos. Que los ayuntamientos coloquen en las aceras tantos puntos de recarga como plazas de aparcamiento. Que se adapten también las gasolineras. He aquí la posibilidad de crear millones de empleos en España y Europa para hacer frente al tremendo desempleo provocado por la pandemia. Y la misma creación masiva de riqueza y empleo podría conseguirse reconvirtiendo al verde a la producción de electricidad y a la eficiencia energética nuestros hogares. Ofrezcámosles a las empresas que se pongan en ello los beneficios que se les ofrecieron en el siglo XIX a las que promovían ferrocarriles. La ecología no es solo la salvación de la casa común de la humanidad, es también el gran negocio del siglo XXI.
Otra globalización
Construyamos otra globalización. La del capitalismo salvaje, cuyos referentes son el crecimiento del PIB de los países y el de los beneficios de las empresas, es un puto disparate. Como ha demostrado la lucha contra un virus que no conoce fronteras, no necesitamos nacionalismo, sino, al contrario, internacionalismo. Pero el internacionalismo no es en absoluto incompatible con mayor autosuficiencia local en las cosas más básicas. Por ejemplo, ha resultado penoso que grandes países industriales tuvieran que importar angustiosamente mascarillas de tela de China. Tampoco es contradictorio el internacionalismo con una mayor descentralización política y económica, ni con una muy necesaria ruralización.
La buena noticia es que hemos encontrado un gran aliado para estos objetivos durante el confinamiento. La digitalización ha funcionado, ha resistido una repentina e inmensa demanda de comunicaciones. Hemos teletrabajado desde nuestros hogares. Nos hemos descargado libros, periódicos, series y películas a mansalva. Hemos conversado por videoconferencia con nuestros amigos y familiares. Hasta hemos creado colectivamente a distancia, cada cual en su casa. Hemos cantado canciones de este modo y hemos confeccionado periódicos y programas de televisión.
Paso a la ciencia, en 'tintaLibre' junio
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No estoy proponiendo un universo donde no salgamos de nuestras casas. En absoluto. Ya lo dije al principio, el confinamiento nos ha hecho saborear cosas como el primer paseo por la calle sin necesidad de coartada, y nos ha hecho soñar con placeres naturales como el primer baño en el mar que tanto valoraba el epicúreo Albert Camus. Lo que estoy diciendo es que quizá no haya necesidad de que todos gastemos tanto tiempo y tanta energía en el transporte al lugar de trabajo. Que quizá no haya que usar el muy contaminante avión para todo, incluidos caprichos de fin de semana. Quizá todos podamos llevar una vida más frugal, pero mucho más libre y feliz si aprendemos las lecciones de la peste. Las lecciones del inmenso valor de la libertad y su hermana la responsabilidad que nos interesan a nosotros, no a los de siempre.
Salud, ciudadanos. Nada está escrito en las estrellas. Pidamos, pues, la luna.
* Este artículo está publicado en el número de junio de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes acceder a todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí o suscribirte aquí.aquí