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La involución del modelo de salud mental en pandemia

Gaspar Llamazares

Nos encontramos a caballo entre el modelo de contención psiquiátrica de la sociedad productiva y el autocontrol personal del consumo digital. Del biopoder de Foucault a la psicopolítica de Biun Chul Han. Atrapado entre ambos, el modelo da salud mental comunitaria, apenas apuntado, sufre una profunda crisis.

Desgraciadamente, la situación no parece favorable con respecto al desarrollo del modelo comunitario de atención a la salud mental dentro de nuestro sistema sanitario, como tampoco da para ser optimista en relación a la repercusión que el covid-19 pueda tener en su evolución futura.

Porque a pesar del desarrollo vivido por la sanidad pública a partir de la Ley General de Sanidad, la salud mental que antes había quedado confinada entre los muros de los hospitales psiquiátricos ha seguido siendo, sin embargo, una de las parientes pobres del sistema, con un desarrollo lento y desigual entre las comunidades autónomas, un presupuesto global de apenas el cinco por ciento del conjunto del gasto sanitario, lo que supone tan solo la mitad de la media europea, unas plantillas desequilibradas y con una estrategia de salud mental hoy prácticamente desconocida, incluso en los programas de formación de las distintas especialidades profesionales relacionadas con la salud mental, y cuya evaluación, que estaba prevista para 2013, sigue aún pendiente.

Antes de la pandemia, la reforma de la salud mental de orientación comunitaria, que comenzó al final del franquismo en algunos hospitales psiquiátricos y que inicialmente había experimentado un cambio en algunas de las comunidades autónomas hacia la psiquiatría de sector y en mucha menor medida comunitaria, en la actualidad ya ha retrocedido de hecho a una psiquiatría reparadora, monopolizada por los medicamentos, formando parte de una estrategia de contención, acompañada también de la contención mecánica y hasta incluso del retorno ominoso a la terapia electroconvulsiva, con el apoyo de las distintas administraciones y la complacencia de las posiciones más ultraconservadoras. Sin embargo, las continuas denuncias de los pacientes y los informes del Defensor del Pueblo hasta ahora han caído en saco roto.

Es verdad que, entre los avances, contamos con un número mucho menor de camas de hospitales psiquiátricos, sustituidas por las de las plantas de agudos en los hospitales generales y por dispositivos, más o menos desarrollados, de atención y rehabilitación. Sin embargo, ya en la última etapa, hemos retrocedido hacia una psiquiatría cada día más biológica y hospitalaria, y lo que es peor, colonizada por las empresas farmacéuticas. De hecho, hace tiempo volvemos a tener de nuevo un problema de sobremedicalización y de involución en el respeto a los derechos humanos de los pacientes, en particular de los más graves, dentro del subsistema de salud mental.

Es de temer que con la pandemia y el recorte de actividades e incluso el cierre temporal de algunos de estos dispositivos, en especial los centros de salud mental, los hospitales de día, las comunidades terapéuticas y los centros de rehabilitación, la atención sobre todo a los trastornos graves pierda todavía más su continuidad, que estos pacientes se descompensen y que vean más coartados sus derechos. 

También que con el confinamiento y ahora las restricciones a la movilidad y el distanciamiento físico, sustituidos por el sucedáneo de la comunicación telemática, el teletrabajo y las redes sociales, se incremente el número de personas aquejadas de estrés, ansiedad, e incluso depresión. Otro factor añadido puede ser el impacto del distanciamiento en la sensación de soledad.

Además, es muy probable que la recesión económica y la crisis social y laboral consiguientes, a pesar del efecto amortiguador de los ERTEs e ingresos mínimos y prestaciones sociales, tengan también un impacto negativo en la salud mental y éstas sean más profundas entre las clases sociales desfavorecidas y los barrios más directamente afectados por el agravamiento de las situaciones de pobreza, precariedad e incertidumbre, así como entre los colectivos más vulnerables como los ancianos, los discapacitados y entre sus cuidadoras.

Sin embargo, lo único que se ha puesto en marcha durante el confinamiento, para compensar el cierre de dispositivos de salud mental, ha sido una línea telefónica de atención psicológica nacional solapada con otras autonómicas y que en conjunto tuvieron escasa o casi nula demanda e incidencia, lo que da cuenta de la regresión en la que se encuentran sus gestores. Por ello, el manido tópico de que la atención telefónica ha venido para quedarse supone casi una broma de mal gusto que, a tenor de recientes declaraciones de algunos responsables, se pretende consolidar como alternativa para el seguimiento de pacientes e incluso para las primeras consultas. Una auténtica barbaridad.

Pero además, como en otros aspectos de nuestra vida social en situación de normalidad, también el trauma que ha supuesto la pandemia ha servido para poner en evidencia las fortalezas, pero sobre todo las debilidades de nuestro modelo de salud en la comunidad, y dentro de él de la atención primaria, la sociosanitaria y también de nuestro modelo de salud mental.

Los centros de salud mental se encuentran ahora recuperando a duras penas el funcionamiento con consultas telefónicas, atendiendo urgencias, y poco a poco la actividad a demanda, ya que la labor de equipo, la atención programada, la prevención y promoción de salud mental en la comunidad llevan estando desde bastante antes de la pandemia bajo mínimos, cuando no desaparecidos. Por otra parte los centros de día, con mayor o menor desarrollo, se han visto obligados a cerrar durante el confinamiento y apenas se han recuperado.

Los dispositivos rehabilitadores para los trastornos mentales graves, como los centros llamados de tratamiento integral, los hospitales de día, comunidades terapéuticas y otros dentro del programa, más o menos vigente en las comunidades autónomas, relativo al trastorno mental severo, ya estaban también con una alta ocupación y regresando aceleradamente hacia meros centros de crónicos.

También, a causa del covid-19, los servicios de salud mental de los hospitales generales, aparte de las urgencias y reagudizaciones, han introducido la atención telefónica y reorientado su atención hacia programas de apoyo a los familiares de los pacientes del covid-19 y a los colegas y sanitarios sometidos al estrés de la pandemia y la consiguiente presión asistencial. Un sucedáneo telemático y telefónico del que también existe el riesgo de consolidación para la postpandemia.

En resumen: venimos de la involución de la salud mental de distrito o sector, del alejamiento cada vez mayor del modelo comunitario, hipermedicalización y del retroceso en el respeto a los derechos de los pacientes, todo ello unido ahora al sucedáneo digital acelerado por la pandemia. La distopía que se anuncia es un modelo clínico de contención para las mayorías y otro de autocontrol digital para minorías.

Por tanto, todas estas medidas, adoptadas como alternativa al confinamiento y al covid-19 como el aumento de la atención telefónica y la teleterapia psicológica y psiquiátrica, en sustitución de la atención personal y la psicoterapia, si bien puede ser un complemento coyuntural, corren el peligro de reducir aún más si cabe la relación personal y psicoterapéutica y con ello de alejarnos aún más del modelo comunitario.

Es por eso que habría que aprovechar las lecciones de la pandemia para sacudirse de una vez la inercia psiquiátrica y el monopolio de la medicamentalización, y para retomar el modelo de salud mental comunitaria, la atención integral y la programación, revitalización o reorientación de los actuales dispositivos de Salud mental.

Habría pues que volver a otra suerte de nueva normalidad apoyada fundamentalmente en la revitalización de la atención integral desde los centros de salud mental. En cuanto a los dispositivos para los enfermos más graves y para su seguimiento, lo que se requiere es recuperar las terapias personalizadas y actividades de grupo, en la medida que la pandemia lo permita, con el apoyo de familiares y asociaciones de pacientes.

Por otra parte y en relación a las previsibles consecuencias mentales de la pandemia, sería conveniente intervenir activamente mediante programas orientados a prevenir y tratar los problemas de ansiedad y depresión, con atención especial a los ancianos y también a la mayoría de mujeres con sobrecarga de cuidados.

Aunque, en todo caso, el futuro dependerá de si continúa la inercia y la involución psiquiátrica, o por el contrario se abre una reflexión crítica más allá de la izquierda y se adoptan medidas decididas con recursos suficientes para relanzar el modelo comunitario de salud mental, hoy en franca regresión.

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Gaspar Llamazareses fundador de Actúa.

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