Desde la casa roja

2021, devuélvenos la razón (la facultad de pensar)

Aroa Moreno Durán nueva

En las ciudades calladas, hubo gritos. En los paisajes de cuento, existió la violencia. Cualquier decisión en un rincón del mundo puede suponer una resistencia. Esta es la historia de un solo hombre. Se llamaba Franz Jägerstätter. Tal vez la conozcan. Franz fue un granjero austriaco. Nació en una aldea del Tirol cerca de Salzburgo. Muy cerca también de Braunau am Inn, el pueblo natal de Adolf Hitler. Fue padre de cuatro hijas. Cuando en 1938 Alemania anexionó Austria como una provincia más del III Reich, Franz fue el único de su pueblo que votó en contra del Anschluss. En 1943, Franz es llamado a filas. No quiere participar en la guerra de Hitler. No hace juramento de lealtad al Führer. Fue considerado un traidor, en su aldea y en el ejército. Fue encarcelado y trasladado al penal de Linz y luego a Berlín, donde es condenado a muerte en un Consejo de Guerra. Le guillotinan unos días después en Brandemburgo. Benedicto XVI beatificó a Franz Jägerstätter en 2007. A la ceremonia acudió la que fue su esposa, Franziska Schwaninger, de 94 años.

La propaganda nazi hablaba entonces de liberar al pueblo ruso del yugo bolchevique, pero Franz decidió buscar otras fuentes para informarse que no fueran las del Reich. Quiso pensar por sí mismo. La guerra le parecía sangrienta e injusta. Franz no quiso participar del crimen y, aunque solo fuera un hombre de una pequeña aldea, su objeción señalaba una pregunta que sigue siendo incómoda: ¿por qué los demás lo hicieron? A Franz le costó la vida. En una película de campesinos, de mujeres que tienen las uñas negras de escarbar en la tierra, de silencio, cuenta esta historia Terrence Malik. Se llama A Hidden Life, Vidas ocultas, y Malik proyecta esta frase de George Eliot en Middlemarch al final: “El crecimiento del bien en el mundo depende en parte de actos que no pasarán a la historia”. La historia de Franz se ubica en un extremo, en la más salvaje de las encrucijadas recientes. A pesar de la belleza de esta historia fatal, apenas encuentro referencias en español que no sean católicas. Como si sus creencias religiosas lo hicieran menos valiente, como si su heroicidad no contara porque ha creído en Dios. Sabemos que la misma Biblia que leía él era la que leía el cura de su pueblo y el obispado al que acudió defraudado, extrañado porque todos aceptaran formar parte del siniestro rebaño.

Mañana terminará 2020, el año en que una pandemia nos robó muchas cosas, nos arrebató los días y nuestra supuesta inmunidad de primer mundo. Lo más grave, la desaparición de casi dos millones de personas y más de ochenta millones de contagiados. Las más leves, que podamos reencontrarnos y darnos el abrazo que ya nos debemos. Pero hay algo que el coronavirus todavía está a tiempo de seguir quitándonos porque su crisis lo acentúa, la posibilidad de pensar.

Los martes por la tarde actualizo la incidencia del covid-19 en el mapa de mi región. Los viernes espero a que me digan si mi pueblo está perimetralmente confinado. Me levanto en mi grada cuando alguien dice algo con lo que supongo que estoy de acuerdo. Abucheo con las manos como un altavoz ante lo que me parece injusto. Me cuesta establecer las prioridades, pero me indigno con facilidad con las cifras. Me enfado cuando me montan teatros políticos con la pandemia. No escapo cuando escribo y leo sobre los dictados de otros. Me acuesto triste cuando una amiga me dice por Whastapp que teme por el futuro que todo esto vaya a dejar a nuestros hijos. A estas alturas, me cuesta entender algo.

Si tienen la suerte de cruzarse con alguien que ha decidido pensar como resistencia natural a lo estridente, pensar solo, pensar a fondo, leer solo, sujétenlo y hablen con él. En estos tiempos de soledades, no hay nada mejor que la charla con el que se pone a sí mismo contra las cuerdas. Jamás vivimos un tiempo que mereciera tantas cuestiones. Si Franz pudo pensar entonces, nosotros podemos hacerlo ahora que no nos jugamos la vida.

Feliz 2021.

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