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ESPECIAL | 40 AÑOS DEL GOLPE DE ESTADO

Un golpe contra el 'rojo antiespañol': el feroz anticomunismo que cebó el 23F sigue vivo y con fuerza en la derecha española

Alberto Garzón y Pablo Iglesias en un acto de Adelante Andalucía.
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El comunismo no ha logrado nunca ser dominador principal de la vida política española. Pero sí ha conseguido un inusitado protagonismo en el imaginario de la derecha. La supuesta amenaza de la revolución roja fue determinante para el golpe de 1936, tras el cual la dictadura de Franco convirtió al comunismo en objeto central de su obsesiva propaganda interior –especialmente dirigida a los militares– y exterior. Muerto Franco, el comunismo, o más concretamente la legalización del PCE, el partido que había encarnado la oposición antifranquista, fue determinante en el alejamiento entre el Ejército y el Gobierno de Adolfo Suárez, preludio y combustible de un golpe de Estado, el 23F, del que este martes se cumplen 40 años. Aunque, nada más ser legalizado, el partido de Santiago Carrillo aceptó la monarquía y la bandera bicolor, y aunque la revolución no parece estar precisamente a la vuelta de la esquina, el anticomunismo visceral no sólo fue un ingrediente del golpe, sino que sigue siendo un acentuado tic de la derecha española. Sectores significativos del conservadurismo ven incluso al comunismo como incompatible con la democracia.

Como recalca el sociólogo Guillermo Fernández, especialista en los movimientos políticos e ideológicos en el arco derechista, se ha ido produciendo en el mundo una matización del anticomunismo tras la caída del muro de Berlín, tendencia de la que España ha quedado al margen. ¿Por qué? Responde el autor de Qué hacer con la extrema derecha en Europa (Lengua de Trapo, 2019): “Históricamente la derecha más radical ha sido anticomunista por identificar a los comunistas como la anti-nación. En la medida en que, por un lado, en la extrema derecha española pervive el 'comunistas y separatistas' como expresión que condensa a los enemigos de la nación, y, por otro lado, aún no se ha sustituido por 'los inmigrantes y la globalización', la derecha extrema española sigue teniendo esta singularidad y este peculiar acento anticomunista”. Y añade: “Todas las derechas radicales son anticomunistas, pero la española lo es más que la francesa, la italiana o la holandesa. Básicamente porque sigue pensando en 'los comunistas' como los enemigos de la 'nación en peligro'. Así que, puestos a elegir, algunos sectores muy conservadores de la magistratura o de otras instancias del Estado prefieren el radicalismo de Vox al carácter supuestamente amenazante para la nación de 'los comunistas'”.

El historiador José Luis Gutiérrez Molina cree que uno de los motivos por los que la propaganda franquista contra el terror rojo ha tenido un éxito tal que extiende sus efectos hasta hoy radica, de forma en apariencia paradójica, en la escasa fuerza del comunismo en España. Así lo explica: “El gran coco del conservadurismo español era el anarquismo, que era la gran posibilidad revolucionaria. La tradición libertaria era más conocida y más, como se dice ahora, transversal. En cuanto al PCE, en el proceso de 1936 a 1939 era entre comillas un partido de orden, defensor de la República. Su posición se fortalece porque la Unión Soviética es la única potencia que apoya a la República [durante la guerra]. Gana influencia, pero al mismo tiempo sigue siendo un gran desconocido. Cuando llegó la dictadura, la mayoría de la gente no sabía qué era. Y sobre lo que no conoce, eres más fácil de manipular. Así se crea ese demonio con rabo”.

Legalización del PCE

Aquel demonio con rabo estaba muy vivo en la mentalidad militar de la Transición. La legalización del PCE en abril de 1977 fue vista por la élite castrense como una traición de Adolfo Suárez, ya que en una reunión con altos mandos en septiembre de 1976 les había asegurado –o dado a entender– que no la permitiría. Los pormenores de la reunión dan idea del peso decisivo de la cuestión PCE. Fernando de Santiago, vicepresidente de Defensa, llevaba unas notas exponiendo la necesidad de “definir con claridad” la reforma política para “evitar el protagonismo de las Fuerzas Armadas”. Finalmente no leyó la advertencia, pero los tenientes generales Mateo Prada y Francisco Coloma sí expresaron sus temores. Hubo asistentes que salieron con la impresión de contar con el compromiso de Suárez de no legalizar al PCE, según los testimonios de al menos dos capitanes generales. Tampoco lo niega Gutiérrez Mellado, el ministro que el 23F se pondría de pie para encararse con los golpistas, quien en 1995 trataba de poner el compromiso incumplido en perspectiva: “Seguramente que le preguntaron algo [a Suárez]. Y Suárez diría que el PCE no se iba a reconocer. ¡Pero es que luego el PCE se convierte en otra cosa! Es un partido que reconoce la bandera, la Corona y todo lo demás”.

Aquel septiembre del 76 salió del Gobierno De Santiago, que escribió una carta para dejar claro que la razón era el PCE: “El Gobierno prepara una disposición […] que supone, a mi juicio, la legalidad [...] del Partido Comunista. Tengo el convencimiento de que sus consecuencias no se harán esperar”. La prensa de derechas jaleó como héroes tanto a De Santiago como al teniente general Carlos Iniesta Cano, que lo elogió en El Alcázar. Nada enardecía tanto a la España inmovilista como la cuestión comunista. Un informe del inteligencia anterior a la legalización del PCE era elocuente sobre las ventajas... de no llevarla a cabo: “Prestigiaría al Ejecutivo y a la Corona ante los grupos visceralmente anticomunistas. Reforzaría la moral de dichos grupos, que consideran su legalización como entreguismo y traición [...]. Reforzaría la adhesión a la Corona de los miembros de las Fuerzas Armadas. […] Frenaría las críticas de la extrema derecha al Ejecutivo, que, de ser legalizado, se extenderían a la Corona”. Lo cierto es que la legalización se produjo, detonando la transición paralelatransición paralela, un carrusel de operaciones civiles para descabalgar a Suárez, y exacerbando un malestar militar que cristalizó en el 23F.

Financieros y derecha política

Tras la legalización, los partidos y la prensa del bunker bramaron y Suárez vio menguado el apoyo de la élite financiera, como cuenta Roberto Muñoz Bolaños en El 23-F y los otros golpes de Estado de la Transición (Espasa, 2021). ¿Y cómo reaccionó Manuel Fraga, líder de Alianza Popular? Se lanzó en tromba contra Suárez, afirmando que era nada menos que un “golpe de Estado”. Recuérdese cuando se exalte el “espíritu de la Transición”, a veces presentada desde el presente como una postal navideña. No lo fue.

Fraga trataba de granjearse el apoyo del Ejército, donde ningún otro acontecimiento de la Transición erizó tanto los ánimos. Dimitió el ministro de Marina, Gabriel Pita da Veiga, y el resto de almirantes se negaron a sustituirlo. Suárez tuvo de recurrir al vicealmirante Pascual Pery Junquera, que estaba en situación de reserva. Ahí no acabaron las maniobras de los militares. El Consejo Superior del Ejército informó al Gobierno de que la legalización produjo “una repulsa general en todas las unidades”. Y añadía: “El Ejército se compromete [...] cumplir ardorosamente con sus deberes para con la Patria”. Si no era una amenaza, lo parecía. El Estado Mayor llegó a preparar, tras conocer la legalización, decretos para militarizar Renfe, Telefónica, TVE y RNE, según contó el coronel Amadeo Martínez Inglés en La transición vigilada (Temas de Hoy, 1994).

Anticomunismo inoculado

La clave de aquella eclosión de ira militar está en el carácter ferozmente anticomunista de las Fuerzas Armadas, rasgo alimentado hasta la paranoia por el franquismo. En los mandos franquistas, dominantes en la Transición, prevalecía “la vieja idea de que el Ejército debía luchar no sólo contra los enemigos exteriores, sino también contra sus enemigos interiores”, expone Carlos Navajas en La transición militar, una transición larga (1975-1980)La transición militar, una transición larga (1975-1980). El teniente general Andrés Casinello, en una conferencia en 2010, fue explícito sobre ese enemigo interior: “Emocionalmente éramos anticomunistas”. No es extraño. El odio al rojo había sido el nutrimento ideológico del Ejército durante el régimen. Los militares fueron los primeros destinatarios de un mensaje machacón según el cual la Guerra Civil había sido un combate existencial de civilizaciones entre Occidente y el comunismo. 

Esta propaganda no se limitó a los uniformados. El franquismo se volcó contra el comunismo dentro y fuera de España. Esta estrategia permitía orillar la sublevación contra la República legítima y escondía las lógicas de clase e ideológicas de la Guerra Civil. Además, facilitaba el acercamiento a Estados Unidos y al Vaticano. Como ventaja añadida, acendraba la paranoia del pueblo contra un enemigo invisible, al que se acusaba de actuar al dictado con poderes oscuros. El rechazo al comunismo como una cuestión existencial era algo en lo que estaban de acuerdo las principales familias del franquismo: monárquicos, falangistas, opusinos, propagandistas católicos... Era el pegamento de la nación unívoca del régimen. Casi 40 años sonó a todo volumen aquella música.

De López-Bravo a Tejero

Cuando llegó la Transición, el campo estaba abonado para que el comunismo fuera la línea roja infranqueable del cambio. Y no lo era sólo para los militares, sino también para el arco político conservador y la prensa derechista. La cuestión PCE hizo aflorar décadas de trabajada paranoia. Así escribía Albert Riguet en El Alcázar: “Los acontecimientos que se desarrollan en España son del todo normales y predecibles, pues vienen respondiendo con un sincronismo sorprendente a las directrices generales impartidas por el Gran Oriente de Francia y al plan trazado durante la reunión de dirigentes de partidos comunistas europeos”. Tras las elecciones de 1977 y 1979, se abrieron paso además las teorías conspirativas sobre trampa electoral e “infiltración comunista”.

Muñoz Bolaños anota cómo la propaganda era más eficaz en focos involucionistas como la División Acorazada Brunete, clave en el golpe. La agitación del espantajo también servía para la creación de un clima de “psicosis golpista”, que se valía de continuas noticias sobre una inminente asonada. Los promotores de la involución explotaban el terror de Estados Unidos al avance de la influencia soviética. Gregorio López-Bravo, el preferido de la élite civil que propugnaba un cambio involucionista, advirtió en 1978 al embajador Terence Todman, del peligro de una “Cuba” en el País Vasco, según el informe del diplomático a Washington.

Tras su legalización, el PCE de Santiago Carrillo aceptó la Monarquía y la rojigualda. Pero no era suficiente para las mentalidades anticomunistas. ¿Un ejemplo extremo? Antonio Tejero. El más conocido de los 30 condenados por el 23F, que tomó el Congreso pensando que iba a poner al país bajo una junta militar, se negó a aceptar un gobierno de concentración con ministros de todos los partidos como última solución. De ningún modo pasaría así a la historia. Así se explicó ante el fiscal, según lo recoge Muñoz Bolaños:

– La solución Armada –expone Tejero– parece que consistía en incluir a todos los partidos, dando a cada uno un par de carteritas […].

– ¿Se enfadó usted con el general Armada?

– Un poco.

– ¿Le dijo usted al general Armada que se fuera del Congreso?

– No sé, porque aquello me produjo cierta cólera.

¿El motivo de la cólera? Los comunistas. Sabino Fernández Campo, el hombre que más cerca estuvo del rey el 23-F, analizó toda la deriva que acabó en golpe en una entrevista a El País en 2009. “El error de Suárez fue la forma de legalizar el PCE”, concluyó.

Enemigo de la civilización y la democracia

El anticomunismo exaltado no es agua pasada en España. La cuestión está ahora candente. El presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, José Luis Concepción, acaba de afirmar que “la democracia se pone en solfa desde que el Partido Comunista forma parte del Gobierno”. No es un comentario aislado. La retórica contra el “Gobierno socialcomunista” lleva desatada toda la legislatura. Y la baza de la ilegitimidad del comunismo está sobre la mesa. Iván Espinosa de los Monteros (Vox) cree que "habría que analizar" si Podemos, que es considerado comunista, "tiene derecho a estar en el juego político". Desde su nacimiento Podemos ha sido señalado como siervo de Irán y de Venezuela. El añadido de “bolivarianos” a la acusación aporta el ingrediente clave para trasladar la idea de “injerencia extranjera”. Es el recetario clásico del anticomunismo.

Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, es la voz del PP que más acude a este repertorio. Defensora de una “civilización occidental”, vincula además a Podemos con el terrorismo. “Cuando hay un movimiento terrorista siempre están los apellidos de Podemos detrás”, declaró el domingo. Este mismo lunes, el consejero andaluz de Presidencia, Elías Bendodo (PP), afirmó que el Gobierno tiene dentro “un caballo de Troya que quiere acabar con la democracia”. “El populismo se vale de la democracia para llegar al poder, y después desde el poder intenta destruir la democracia”.

El historiador Ángel Viñas, que en marzo prevé publicar El gran error de la RepúblicaEl gran error de la República, traza una explicación sobre la “aversión al PCE” que pasa por 1936, cuando el golpe tuvo en el anticomunismo “una vertiente fundamental”, a pesar de que el comunismo tenía “un papel relativamente marginal”. “Con la baza de la dictadura como valladar contra el comunismo, el franquismo consiguió ganar credibilidad en Occidente”, explica.

Un tic de la derecha española

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¿Era pura propaganda? A juicio del historiador Gutiérrez Molina, sí, aunque “un problema de la propaganda es que los propagandistas la acaban creyendo”. “Fue una estrategia. El anticomunismo en España no se corresponde con lo que el comunismo ha sido. Recuerdo que hubo un día en que Pedro Sánchez llegó a recordar que en España había que agradecer al PCE su contribución a la democracia. En cambio, lo más normal es que se utilice la palabra 'comunista' como si fuera una adversario a batir por la democracia. Presentar a Alberto Garzón como si tuviera algo que ver con Stalin... dice mucho de la altura intelectual de quien lo dice, la verdad”, señala el historiador, que contrasta la etapa de dirigentes como José Díaz, José Bullejos o Saturnino Barneto, procedentes del anarcosindicalismo, con el papel actual de Unidas Podemos en el Gobierno.

Ahí está Alberto Garzón, ministro de Consumo, intentando aprobar normativa contra las casas de apuestas y afanándose en aclarar su postura sobre Nutriscore. Comparte con sus compañeros de Unidas Podemos la estrechez de las competencias ministeriales. No es que la llegada de los comunistas al Gobierno haya supuesto la nacionalización de los medios de producción o cosa parecida. Pero la agitación del espantajo se mantiene.

“El argumentario ahora no es muy diferente al del franquismo, cuando se decía que el golpe no había sido un golpe, sino una prevención de la revolución comunista en marcha que iba a llevar al caos desde octubre de 1934”, señala el historiador Javier Tébar. “Lo cierto –añade– es que el PCE fue un agente de orden durante la República. Sin el PCE, se hubiera producido el hundimiento de las instituciones republicanas. Y luego, cuando llega la Transición, el PCE decide que la disyuntiva es entre democracia y dictadura. Pero eso no evitó que fuera un factor clave en el 23F”. Tébar recuerda que el Instituto de Estudios Políticos, del que fue director Fraga, fue uno foco de irradiación anticomunista.

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