Los libros

Cuando vivir es cambiar lo que nos dicen que es la vida

Portada de Existiríamos el mar, de Belén Gopegui.

Existiríamos el mar

Belén Gopegui

Literatura Random House

Barcelona

2021

La casa en la madrileña calle Martín de Vargas 26 tercero C no es sólo una casa. O sí. Pongamos, por cuadrar algo desde el principio en este acercamiento a la última novela de Belén Gopegui, que es una casa pero que es algo más. De entrada es un espacio quebrado, no del todo entero: lo cuartea una ausencia. Se ha ido Jara sin que nadie sepa por qué, sin que las preguntas vayan más allá de sospechas cada vez más inconsistentes, sin que sus cuatro compañeros de piso se atrevan a decir en voz alta cuáles pueden haber sido los motivos y aún menos escarbar más adentro de lo que ya se sabe: la falta de trabajo, la sensación —tal vez— de ser una carga para el grupo, lo de siempre cuando lo de siempre es una vida —unas vidas— que se vive como si vivir no fuera algo a reivindicar contra el cinismo que el poder nos ofrece como la alfombra roja en los festivales de cine.

“El espacio vacío se convierte en el testimonio del ausente, su forma de estar”, escribe Víctor Sombra en su excelente ensayo Cuarto de derrota. Habla ahí de muchas de las preguntas que se hace la escritora, sobre todo en su penúltima novela: El comité de la noche. La forma de estar, que a ratos es también la forma de vivir: salir a otro sitio, no huyendo, no dejando el tiempo en manos sólo de un futuro declinado en un condicional que suena a estas alturas a resignación cuando no a derrota consumada: si hubiera… ¿Si hubieras qué? Esa es la pregunta del millón cuando lo que se vive está colgado de un alambre por el que hace piruetas —a veces ridículas— un funambulista atontado por las artimañas del poder. Porque el poder existe y da igual que se disfrace con el traje y la corbata o que se ponga encima jerséis llenos de agujeros para las ruedas de prensa en su multinacional informática, como si quien se los pone pasara las noches entre cartones cuando llega el invierno y las eléctricas te hielan las entrañas. El poder, sí. El frío en los callejones del invierno. Se fue de la casa una de sus habitantes y de repente es como si se hubiera vaciado la casa entera. Lo que queda es la voz que los cuenta, que cuenta a esos habitantes, que indaga en las razones que llevaron a Jara a vivir en otra parte: no en la soledad —bien lo asegura ella misma— porque la soledad es muchas veces lo que otros han decidido por nosotros. Estar solos y solas. Como si eso nos salvara de algo, como si eso nos salvara de los opresores, de quienes tienen todo el poder para convencernos de que la vida es lo que hay y no puede ser de otra manera. Contra eso, entre otras cosas, se levanta Existiríamos el mar, la rotundamente bella y terrible novela de Belén Gopegui.

No sé si hay alguna señal más clara de lo que nos pasa que el cansancio. La hartura de tanto quebranto, de tanto desasosiego acumulado, de tanta vida vivida a destajo en horarios despóticos y precariedades tan injustas como insoportables. Vivir es cambiar eso, romper los papeles que afirman eso, escribir donde sea que la realidad ha de ser otra y bien distinta a lo que se dice que es la realidad. El deseo no es nada si no se consigue saber cuál es el final de ese deseo. Y ese final depende, aunque demasiadas veces nos convenzan o nos quieran convencer de lo contrario, de que el deseo, el cansancio, la soledad, todo eso que vivimos cada cual por su lado, lo juntemos para que ser más suene más fuerte. Lo escribe Belén Gopegui, en esta novela donde tanto hay de todas sus novelas anteriores, cuando habla de la pandemia última: “Durante el primer confinamiento fue como si recordásemos el principio: qué necesitamos, qué nos importa, que debemos y no debemos hacer. Hasta que llegó el día siguiente. La inercia con levísimas correcciones. Y tanta gente solitaria que desde un rincón sigue diciendo no puedo más, pero nunca a la vez, ¿por qué no logramos decirlo a la vez?”.

Lo que se cuenta. La historia. Cinco personajes principales. Hugo, Lena, Jara, Ramiro y Camelia comparten piso en Madrid, calle Martín de Vargas tercero C. Tienen más o menos cuarenta años. Unos pocos más. No es sólo la precariedad lo que los ha llevado a tomar esta decisión. O no es sólo eso. Cada cual piensa por su cuenta —faltaría más— pero hay algo que los junta: el intento de vivir en lo común, en las nostalgias de Camelia, en los versos de Hugo y en esa recurrencia a lo racional de Lena para que le salgan las cuentas en la vida, en las dudas de Ramiro cuando trata de juntar la vida de dentro con la que vive con Raquel y con Tristán fuera de la casa. Y la ausencia de Jara, el vacío que deja esa ausencia en la casa. Las razones de Jara para abandonar el grupo. Lo que no se sabe, que es casi siempre el motivo principal de todas las grandes novelas.

¿Quién cuenta esta historia? La voz que se erige en el punto de vista del relato. Tal vez sea esa voz la que recoge las otras voces. Esas voces “atraviesan muros, leen los pensamientos, recuerdan al pie de la letra las conversaciones, describen escenarios, muebles, la ruta evanescente de la luz entre las hojas de los árboles. Poseen, además, el don de la recolección”: así comienza Existiríamos el mar. Y podría ser ese —en algún momento lo es— también su final. “El coro como personaje de la historia y como instancia narrativa”, escribe Anne-Laure Bonvalot, para encabezar su trabajo sobre Lo real, en su ensayo Fictions politiques. Esthétiques de l’engagement littéraire dans l’Espagne contemporaine. Nunca están solos, los personajes. Ni están quietos. Ni están callados. Hablan siempre, como si hablar, y hablar juntos, fuera como un coro, como un “elemento del teatro antiguo”, en palabras otra vez de Anne-Laure Bonvalot, en su excelente ensayo sobre el compromiso —en la literatura y en la vida— en la España contemporánea. Ya en la primera página, Jara ha dejado la casa. Tendría sus razones. No las conocen. Pueden intuirlas. Pero la intuición no sirve sino en la duda persistente: qué sabemos los unos de los otros, aunque vivamos juntos. Y será a través de lo más doméstico de esa relación donde iremos descubriendo la transcendencia de lo cotidiano, la nada vulgar recurrencia a los abrazos cuando nuestro mundo se ha convertido en la cara de Godzilla, lo que puede suponer contra el extrañamiento una taza de café, los versos de Hugo que te atropellan de silencio a silencio, los labios pintados de Renata, la madre de Jara, cuando le cuenta a Lena de su hija y de su ausencia.

He hablado de lo que se sabe. De lo que no se sabe, como sale también lo que se sabe y lo que no en los versos de Hugo. Escribir de lo que no se sabe, como hacía —o al menos eso decía— Faulkner en sus libros que ya empezaban cuando hacía tiempo que habían comenzado. Escribir lo que se calla, lo que no se dice, que es lo que el poder hace casi siempre: confundir, enredar con su lenguaje de doble filo, el cinismo de quien lo tiene todo bajo su control: “Para mí lo difícil de escribir —una de las cosas difíciles— es hacerlo en un lenguaje que puede funcionar en silencio y sobre la página para un lector que no oye nada”, contesta Toni Morrison en una entrevista para The Paris Review en 1993. Escribir así, sabiendo que al otro lado habita lo difícil, el oído acostumbrado a las versiones que convierten la fragilidad en sometimiento, las luchas sindicales —o fuera de lo sindical— en trampa mortal para lo que en otras voces suena a algo que se parece a la revolución. Nadie habla de revolución. Nadie habla de las diferencias entre lo que se dice y lo que se hace. Nadie quiere saber por qué si nos quedamos quietos la vida será un territorio abonado para esa especie de esclavismo que son los contratos laborales en que la vida de la precariedad no importa una mierda. Nadie quiere saber —o casi nadie— que la realidad es la que inventamos nosotros y no la que otros inventan por nosotros. Nadie o casi nadie quiere darse cuenta de que el “yo” se impone a la identidad de lo común, a esa dignidad —lo repite insistentemente esta novela de dimensiones estratosféricas— que no será dignidad de verdad si no la exigimos y nos la exigimos desde lo colectivo. El grupo. Entrar en el grupo. Buscar las razones para el cansancio, para la ausencia, para que las renuncias encuentren una puerta abierta a la esperanza en el regreso sin el letrero del fracaso en la cara. Situarse en la vida no es haber alcanzado la meta sino seguir en la brecha del descontento, lejos de cualquier neutralidad que nos deje tirados en las orillas de una vida vivida, no como queremos, sino impuesta por los articulados de un capitalismo que es como el fantasma del cuento —no el del Manifiesto comunista que tan bien reseñaba David Becerra en su Convocando el fantasma. Novela crítica en la España actual—, sino ese fantasma que nunca descansa y convierte los sueños de la gente en una insoportable pesadilla. Cuando Mariana —ese inmenso personaje que se añade al grupo protagonista— se despide de Hugo, casi al final de la novela, esa voz que surge de la primera página ya tan lejana: “Pregunta por la odisea sin regreso de la inocencia, por cada una de las vidas derribadas con sombra y sin motivo distinto de la mecánica de la acumulación. Pregunta por las horas de trabajo cuando son cansancio y miedo. Ven, acércate al tanteo cotidiano de quien simplemente quiere no disgregarse, y encuentra que los caminos están cercados, y trata de abrirlos”.

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“¿Hablaremos de lo que acabamos de hablar?”, se pregunta Jorie Graham en Deprisa, su grandioso libro de poemas. Aquí dejo la pregunta, casi esa misma: ¿seguiremos hablando de lo que hemos leído en esta novela tan rotundamente personal, tan política, tan necesaria para que las casas se llenen de lealtad, de generosidad, de vidas compartidas hacia lo común en vez de que cada una de esas vidas haga la guerra por su cuenta? Si después de leer una novela no pasa nada es que esa novela es una estafa. Todo lo contrario sucede después de leer Existiríamos el mar. Todo lo contrario. Claro que pasan muchas cosas en esta magnífica novela. Pero cuando de verdad empiezan a pasar esas cosas y muchas más es cuando acabas de leer y te entran los picores del desasosiego. Ojalá les guste el libro tanto como a mí. Ojalá.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021). 

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