La burla obscena de la nueva normalidad

La ventana

Isabel Alba

Acantilado (2022) (115 páginas)

¿De dónde brotará nuestro consuelo?

Silvia de Soria

Hay libros de cien páginas que tienen más peso que los que impunemente alcanzan las setecientas. Digo impunemente porque demasiadas veces a esas setecientas le sobran, cortando con generosidad, quinientas por lo menos. Hay una afición a escribir novelas gordísimas que no sé de dónde viene. A lo mejor, de las imposiciones del mercado. Se venden los libros a peso. Por el mismo precio, no hay color: te llevas a casa uno de dos kilos en vez de uno de cien gramos. Es lo que hay. Llegará un día en que al lado de la caja registradora habrá una balanza, como cuando mi hermano Claudio y yo pesábamos las piezas de masa en el horno de la familia siendo unos críos que no levantábamos dos palmos del suelo. Piezas de dos quilos porque entonces era el pan alimento de primera necesidad. A mí me gustaba el oficio. Quería ser hornero, como lo había sido desde siempre mi familia paterna. Era duro levantarte con diez años a la una de la madrugada, pero me gustaba. Fueron muchos años —más de veinte— llevando esa vida. Luego, esa misma vida da muchas vueltas y acabé escribiendo libros. Cuando leo que hay gente que sufre escribiendo, me acuerdo de aquellas noches y le metería la cabeza en el agua, como en alguna sórdida novela de Patricia Highsmith. Tantísimo tiempo después de aquellas madrugadas y los panes de dos quilos, metí la cabeza —la mía— en un librito que es más flaco aún que Los adioses, la obra cumbre de Juan Carlos Onetti. Se titula La ventana y lo ha escrito una mujer a la que admiro desde no sé cuántos libros. Tampoco es que Isabel Alba haya escrito muchos, tres o cuatro. Cinco, creo, si contamos este último.

Hay montones de libros excelentes, claro que los hay. Pues yo les aseguro que La verdadera historia de Matias Bran. El recinto Weiser, el libro de Isabel Alba que acaba de reeditar no hace mucho la editorial Piel de Zapa, forma parte de los libros que ostentan a la perfección y sin engaños el sello de la excelencia. Ahora, en este tercer año de pandemia (no sé por qué se lo llama pospandemia), tengo aquí La ventana. Un pan de treinta quilos por lo menos. Aunque sólo tenga exactamente ciento quince páginas, contando las citas finales y los agradecimientos. He hablado de la pandemia. Y la novela va de eso, precisamente. Del puñetero bicho que nos iba a hacer mejores y casi nos convierte en asesinos en serie. Recuerden las residencias de mayores, por ejemplo, que en este periódico está contando, al detalle y con paciencia de entomólogo, Manuel Rico. El futuro —si es que existió alguna vez— se aquietó en aquel terrorífico 2020. Y empezamos a inventarnos aquello tan de risa de la "nueva normalidad". No aquieta ese futuro Isabel Alba en esta novela escrita a corazón abierto: "La nueva normalidad es una burla obscena". La mujer que vive en un pequeño apartamento. Ilustradora en paro, como medio mundo. Un pasillo donde vive otra familia, siempre la puerta de la casa abierta, como un perro que olisquea lo que pasa por los alrededores. Hay una ventana en el pasillo. Ella la abre para que corra el aire. Los vecinos la cierran. La exposición de la familia le provoca malestar. El espacio compartido cuando la casa no es para compartir sino un sitio como la casa donde habita el miedo en un cuento de Julio Cortázar. El espacio: no sé si lo más importante en esta novela llena de cosas importantes.

'Crazy of love for you'

Aparece la noticia: el coronavirus hace estragos. De dónde viene el bicho. Por qué la rapidez con que el miedo se cuela por las calles y las casas. Lo nunca visto desde que según las crónicas hubo una peste parecida hace la tira de años. Todo es mentira, dice el negacionismo. Qué burros. El heroico personal de los hospitales parece vestido como los astronautas. Ella, la mujer, oye hablar de la nueva normalidad, de que vamos a ser mejores cuando pase el horror. Y no lo duda: "Ella no se fía de la nueva normalidad. Más aún, le guarda rencor". Y dibuja ventanas en sus cuadernos. Y añade palabras que cuelgan de esas ventanas. Respirar. Necesita respirar. Dicen que se han escrito muchos libros durante la pandemia. Conozco algunos. Pero La ventana es un libro sobre la pandemia con nosotros dentro. El sufrimiento. Los futuros inventados para tranquilizar no sé qué vidas o conciencias. El miedo a enfermar. Lo que hay en las UCI: el vacío, ¿el no retorno? Leo en los poemas de Emily Dickinson, tan presente en esta novela que te encoge el ánimo y no concede tregua a la lectura: "El Dolor es humano —descortés—". Escribir eso, el pan crujiente del estupor —¿te acuerdas, Claudio?— en la mirada de unos niños inocentes que se divierten en parques imaginarios: "Juegan en una plaza a pillarse unos a otros. Un toque en el hombro. Un grito: '¡Coronavirus! ¡Muerto!'. Son niños. Que no duermen por las noches". Ni ustedes. Ni yo. Ni nadie. Te despertabas y el pangolín seguía ahí, a los pies de la cama. Quien la tuviera. De eso también habla esta pequeña, inmensa novela de Isabel Alba.

El confinamiento. Como si sólo fuera uno. Como si todos los confinamientos hubieran sido iguales. Alguien lo decía: el bicho anula la lucha de clases. Qué empeño tienen algunos en anular esa lucha. La enfermedad y la muerte lo iguala todo. Menuda trola. Miren lo que se dice en una de las páginas: "Hubo muchos confinamientos. Según los metros cuadrados de cada vivienda. Según el número de habitantes por metro cuadrado. Según las piscinas. Las canchas de tenis. Los jardines. Los balcones. Las ventanas… Cada metro cuadrado representa un metro más de poder". Las casas pequeñas. Las normas para no contagiarse cuando salías a alimentar una mínima supervivencia. La puerta de los vecinos siempre abierta. No encontrarte con ellos. Con nadie. Un relato en que no queda nadie sobre la tierra. Tal vez sólo uno, como en la más breve narración de terror de todos los tiempos: Sola y su alma, de Thomas Bailey Aldrich, aunque se llegue a pensar que lo escribió el propio Borges. No ver a nadie. No tocar a nadie. No abrazar a nadie. No besar a nadie. La joven pareja que en un banco del parque se acaricia de lejos. O poniendo las piernas de ella sobre las del chico. La nueva normalidad amorosa. "¿Puede tener la tormenta momentos de calma?", se pregunta Emily Dickinson en una carta a Susan Gilbert en junio de 1852. No lo sé. A lo mejor. Aunque no resulte fácil encontrar ese instante.

Las calles se abren a la nueva normalidad. Ya no hace falta que las familias se repartan el paseo de sus perros (mira que llamarlos mascotas) para despistar a los controladores del encierro. Abren también los cafés, los restaurantes. La vida se abre a sí misma. La nueva normalidad te permite salir de bares, como antes. Pero no siempre ha sido así, tampoco ahora. Un personaje: "los que no pueden pagarse una caña son mayoría. Pero no se les ve. No están en los bares. Están en casa, si es que aún no les han desahuciado". Y aún dicen que la pandemia igualó a las clases sociales. Que las anuló. Convirtió en un chiste la desigualdad. Ricos y pobres se dan la mano y el bicho se ríe en la oscuridad del miedo. Acabo. Casi en la última página. La mujer tiene treinta y ocho años: "Sin embargo, en un año ha vivido (y envejecido) cincuenta". Qué pasará a partir de ahora. Recuerda la muerte de Walter Benjamin en la más absoluta de las soledades. El abominable saludo fascista de Ezra Pound, tan buen poeta, tan entusiasta del fascismo. Hoy habría votado feliz a Giorgia Meloni. El pequeño gran libro de Isabel Alba llega a su fin. La mujer recuerda un tuit que ha leído por la mañana: "Cada vez menos gente vota para asegurarse un futuro mejor, sino para defenderse del presente". Apenas 115 páginas tiene La ventana, incluidas las citas finales y los agradecimientos. Es como aquellos panes de dos quilos que alimentaban a la gente en el horno de mi familia antes de coger los avíos y subirse al monte. No se la pierdan ¿vale? No se la pierdan.

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