Andrés Ibáñez o la historia novelada de las mejores mujeres españolas

Leonís. Vida de una mujer

Andrés Ibáñez

Lumen (Barcelona, 2022)

La nueva novela de Andrés Ibáñez se compone de un Preludio, de tres libros, divididos en 153 capítulos, y de una Guía de lectura final, donde señala alguna de sus fuentes. Para el filólogo será oro molido, pero creo que para el lector resulta innecesaria. En cambio, dada la naturaleza de la historia que se cuenta, no hubiera resultado inútil un índice de nombres. Está contada en primera persona por la protagonista, Inés de Padilla, aunque en algún momento utiliza el nombre de Leonís (debe de provenir del Libro del esforzado caballero Don Tristán de Leonís, novela de caballerías de 1528), que da nombre a dos capítulos y, en diversas ocasiones, además, se hace referencia a Leonís (páginas 75, 482, 673 y 721).

La acción transcurre a lo largo de seis siglos, entre el XV y el final del XX, pues el personaje no envejece, sin que se sepa por qué, y conserva el aspecto que tenía a los 30 años. La prueba de que la protagonista no envejece son los dos cuadros, con tres retratos: uno de ellos, pintado en el anverso y el reverso, que conserva a lo largo de los siglos ("en aquellos tres retratos se resumía y simbolizaba mi vida", página 754). Inés había nacido en Madrid en 1469 y, a lo largo de la narración, cuenta los diferentes avatares de su vida durante las distintas etapas de la Historia, sus contratiempos; entre ellos, violentas agresiones, amistades, amores y relaciones sexuales de distinta naturaleza. El autor, además, llama la atención sobre el valor tanto personal como intelectual de algunas mujeres notables, a la vez que rinde homenaje a la literatura española, según veremos.

El modelo de la novela, reconocido por el autor, es Orlando. Una biografía (1928), de Virginia Woolf, inspirada en la vida de la escritora Vita Sackville—West, si bien escrita en tercera persona, y la ópera burlesca de Leoš Janáček, Las excursiones del señor Broucek a la luna del siglo XV (1920), una de las menos representadas de su autor, aunque el libro que ahora nos ocupa sea diferente de ambos antecedentes. Recuérdese también que en Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), de Jardiel Poncela, los personajes no solo no envejecían, sino que cada vez eran más jóvenes, hasta llegar a la niñez, con los consiguientes malentendidos y problemas que ello acarreaba. Sea como fuere, la inmortalidad, los viajes en el tiempo, al pasado y al futuro, junto a la invisibilidad o el deseo de volar han sido aspiraciones de las que, a menudo, se ha ocupado la literatura. Andrés Ibáñez no ignora en su novela los inconvenientes que trae consigo no envejecer, cuando se tienen maridos, amantes, hijos, amigos, sirvientes, casa, etc., aunque en esta ocasión tampoco envejezca el hombre que Inés más ama, al margen de que apenas consigan estar juntos y se pasen gran parte de su existencia buscándose.

Estamos ante una novela histórica de estilo realista, sin despreciar cierto costumbrismo, que se vale también de procedimientos de lo fantástico y de una cierta intriga suscitada por los muchos avatares que vive la protagonista. Utiliza una prosa clara (véase lo que se dice, al respecto, página 189), con un cierto ritmo que va adaptándose a lo que el relato exige, y que resulta favorecido por la brevedad de la mayoría de los capítulos. El autor asume una lengua uniforme, aunque evita anacronismos (se le cuela un "lo que yo te diga", página 813) y conserva los tratamientos y algunos otros detalles léxicos propios de la época en que se desarrolla la acción. El caso es que, en esta historia, conviven en armonía personajes históricos (reinas y reyes, políticos, jerarcas de la iglesia, escritores y artistas notables), a quienes cita por su nombre, y ficticios, como es el caso de la protagonista. Por tanto, acompañan a Inés, a lo largo de los episodios, otros personajes que, en un momento dado, adquieren un cierto protagonismo, para desaparecer luego de la acción.

Desempeñan un papel importante en la novela temas como el tiempo y, más en concreto, los efectos del paso del tiempo en la protagonista; el amor en sus distintas y variadas formas de querer y gozar en que se nos presenta, pero también la amistad, el miedo, la soledad o los anhelos de independencia y libertad. El caso es que la aspiración de Inés de crear una Universidad para mujeres, acaba convirtiéndose en la escuela de señoritas Beatriz Galindo, en Colindres, dirigida según los métodos de la Institución Libre de Enseñanza.

La Historia y la vida privada, las casas (el Palacio de las Calas, al que Inés regresa una y otra vez), los interiores y el paisaje, las costumbres, los símbolos [(el cuerno de unicornio en la entrada de la Universidad de Salamanca; "las ventanas (…) son, junto con el espejo, el símbolo de la vida de las mujeres", en el primer caso, como reivindicó Carmen Martín Gaite, su única relación con el mundo exterior, página 109); y el emblema de los dos cisnes blancos con los cuellos entrelazados)], los objetos (los dos cuadros, los espejos, un estilete que utiliza para su defensa, numerosos libros o un automóvil) y las diferentes vestimentas, pero también los numerosos detalles en los que se detiene y los lugares, las ciudades, en las que vive o visita (Salamanca, Madrid, Flandes, Tordesillas, Nápoles, Roma, Colindres, París, Londres, los veranos en el cabo de Gata, en la playa de Mónsul…) adquieren también un cierto protagonismo.

Así, reivindica la vida y la obra de numerosas mujeres (Beatriz Galindo, a quien Inés considera su maestra; doña María de Pacheco, la comunera esposa de Padilla; María Isidra de Guzmán; Oliva Sabuco, a quien José María Merino le dedicó una novela; Josefa de Amor y Borbón; María Teresa de Silva, duquesa de Alba; Manuela Malasaña, María de Maeztu, Victoria Kent, etc.), y muestra cómo se agrupan o asocian (por ejemplo, en el Lyceum Club o el llamado Círculo Sáfico del Madrid de los 20 y 30 del pasado siglo) mientras nos proporciona una visión distinta, mucho más positiva, de personajes históricos que no siempre han sido bien tratados, como ocurre en los casos de Isabel de Castilla, llamada la Católica, pues nunca se recuerdan –precisa Inés— las muchas obras notables que llevó a cabo; Juana de Castilla, conocida como Juana la Loca, a quien sirve con lealtad la protagonista, por lo que acaba nombrándola condesa de Tordesillas, proporcionándole rentas que le aseguren la independencia económica; e Isabel II, de la que Inés nos dice que era "toda bondad, hasta para sus enemigos" (página 709). El recuerdo de Manuela Malasaña propicia el siguiente comentario: "Las mujeres españolas hemos podido hacer muy pocas cosas a lo largo de la historia, y en muchas ocasiones lo único que se nos ha permitido hacer con cierto honor y trascendencia ha sido morir" (página 637). En cambio, me parece que se cita a Fernán Caballero, Concepción Arenal, Carmen de Burgos (a comienzos del XX hizo en la prensa una encuesta sobre el divorcio, por solo recordar uno de sus muchos méritos como pionera del feminismo) o Concha Espina. Además, cuando se acerca el final de la historia, Inés rememora las muchas guerras que ha vivido (página 818). 

Cuando empieza la acción, Inés tiene 15 años, estamos en 1484, y estudia en la Universidad de Salamanca, donde conoce a Beatriz Galindo. A lo largo del tiempo, se va perfilando como una mujer culta, valiente, con una fuerte personalidad, de físico atractivo, que desea disfrutar de la vida todo lo que puede —ser feliz, en suma—, aunque también sufre grandes pesares, y vive encerrada y torturada por la Inquisición y por un cardenal romano que había sido su amante. A lo largo de los siglos, Inés es hija, estudiante, dama de la corte, esposa, madre, ama de casa, amante de hombres y mujeres, prostituta, morfinómana, monja de clausura y exiliada en varias ocasiones. En ciertos momentos, se muestra sensual y, en otros, no le pesa la castidad. Como la mujer culta y de ideas avanzadas que es, con una sólida formación cultural, insólita en su época, Inés es una gran lectora (siempre lleva consigo las Metamorfosis, de Ovidio), pero también ama la pintura, la música (la ópera y la zarzuela; en la novela, el personaje de Brasanelli es trasunto del castrato Farinelli). El caso es que se pasa la vida escribiendo, pero en un momento dado se gana la vida como actriz, ejerce de profesora o periodista cuando la época se lo permite y, finalmente, publica la obra que ha estado componiendo durante de siglos, que debe ser la que leemos, su autobiografía.

Tanto la intertextualidad [Gongora, página 86; Max Aub ("yo pensé que aquel toro era España", con los cuernos de fuego, como en el comienzo de Campo cerrado, páginas 146 y 826)]; Catulo, "Os odio y os amo…" (página 155); como lo metaliterario adquieren un destacado protagonismo en la obra, ya desde la primera frase en la que se remeda el inicio del Quijote, o en el noveno, a San Juan de la Cruz, Agustín García Calvo ["…no sois mía. Todavía eres tuya (…), os quiero libre"], Lope de Vega [("El que lo conoce, ya lo sabe", referido al amor, páginas 51, 52 y 54)], o cuando un personaje exclama: "¡Pongo a Dios por testigo que…" (página 701), recordando la célebre frase de Lo que el viento se llevó, por solo citar unos pocos ejemplos de los muchos que podrían aducirse. Ya anticipamos que, además, la novela puede leerse como un gran homenaje a la literatura española y a nuestra tradición liberal y reformista: "Esta era la España que yo tanto había soñado. La España moderna, la España viva, libre, inteligente, sensible, la España culta y amable, abierta y tolerante, la España europea, la España de Cervantes y de Garcilaso" (página 767). El caso es que la protagonista conoce a Fernando de Rojas, Juan de Valdés, Cervantes, Jorge Manrique, Goya, José de Somoza (¿cuántos expertos en la literatura española han leído a Somoza?), Alcalá Galiano, Lista, Ángel de Saavedra, futuro Duque de Rivas, Espronceda, Larra, Segismundo Moret o María de Maeztu. Alude, además, a Santillana, San Juan de la Cruz, a quien en el capítulo 71 reivindica como el mejor poeta de la tradición, las llamadas novelas sentimentales del XV, La lozana andaluza, así como a las obras del padre Feijoo, su Defensa de las mujeres y la idea del no sé qué (página 580). Y rescata a autores olvidados, en una reivindicación de la Ilustración: Cienfuegos, Jovellanos ("a quien yo consideraba la auténtica voz de la sensatez y la razón", página 555) y L.F. de Moratín, que no se concibe sin la emoción. Así, comenta: "Nadie puede sentir más admiración que yo por la Ilustración: los hechos de mi vida bastarán para probarlo. Pero los que tienen una fe ciega en la Ilustración y la convierten en una especie de bien absoluto y panacea universal están tan ciegos como ese personaje de Goya que se duerme apoyado en una mesa" (página 636).

Debe atenderse, en especial, a lo que apunta sobre el Romanticismo español: "el romanticismo quería comprender al ser humano en su totalidad y porque fue durante el romanticismo cuando por primera vez se comprendió que el ser humano no es un  ente abstracto, sino un ser que vive dentro de la historia"; y unas páginas más adelante, completa su opinión: "los románticos (…) lo único que hacían era reproducir la vida tal y como es: delirante, loca y llena de desatinos. // Ese era, precisamente, el ideal romántico: hacer una literatura que fuera verdad, heraldo de una sociedad nueva (…), y no tuviera otras reglas que la verdad misma ni otro maestro que la naturaleza" (páginas 631 y 672). Así, exalta la obra de Goya, Ramón de la Cruz y Carolina Coronado; el krausismo (recuerda que Krause fue un filósofo romántico) y Galdós. En cambio, con la excusa de defender la escritura de las mujeres y la propia poética del autor (atiéndase a lo que afirma sobre el lenguaje claro, página 189), al referirse a Valle-Inclán, desbarra: "Si las mujeres hubieran logrado aportar su tono y su voz (…), si hubieran sido leídas como se merecían, quizá Valle-Inclán y su prosa ridícula e ininteligible (sic) tuviera menos prestigio entre nosotros, y se admirarían más otras virtudes como la claridad clásica y la espontaneidad emotiva, que tan ausentes han estado siempre de nuestras letras" (página 810).

Se lamenta de que, en el célebre cuadro de Esquivel, Los poetas contemporáneos, donde aparecen casi todos los autores del romanticismo español, solo aparezcan hombres, cuando deberían haber estado también Carolina Coronado, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Cecilia Böhl, en caso de que se hubiera prestado a posar, Josefa Massanes, e incluso Pilar Sinués y Faustina Sáez de Melgar, que empezaban a ser entonces conocidas, tal y como me precisa Montserrat Amores, sabia compañera de Departamento.    

A medida que se acerca al presente, los ejemplos literarios que aduce como más representativos, no siempre me resultan convincentes. Y, a menudo, surge la exaltación y los distintos ideales de belleza, que a lo largo del tiempo van concibiéndose de manera distinta, anteponiéndola incluso a la justicia (página 412). También conoce a otros escritores y artistas como Tasso, Miguel Ángel, Tiziano, Aretino, D'Alembert, Diderot; y se confiesa amante de Cervantes, Lope de Vega, Sannazaro, Tennyson y Victoria Kent, entre otros.

Me gustaría destacar cuatro episodios que me han llamado la atención, entre otros muchos que pudiera aducir: el absurdo interrogatorio del capítulo 59, que podría haber firmado Ionesco; el disparatado episodio del capítulo 65, tan poco verosímil como metido con calzador; el diálogo que Inés mantiene con su criado Romea (página 555); y la reflexión que la protagonista hace sobre el pudor (páginas 608—610). No escasean los retratos de los personajes (el de la protagonista, páginas 86 y 258; el del Diablo, página 389; o el de Murat, el general francés, página 639), ni tampoco el humor, que resuena en diversos pasajes (páginas 442, 653). Pero, además, la novela está plagada de guiños a la actualidad, a debates que mantenemos aún hoy (páginas 340, 343, 432, 471, 553, 613 y 646).

Se ha repetido, sin fundamento alguno, que la posmodernidad, sea lo que fuere, acabó con las historias totalizadoras, con los relatos extensos, tal y como se cultivaron en el XIX y buena parte del XX. Esta novela, junto a otras muchas, valgan algunas de Miguel Espinosa (Escuela de mandarines), Luis Goytisolo (Antagonía), Javier Marías (Tu rostro mañana), Almudena Grandes (Episodios de una guerra interminable) y Roberto Bolaño (Los detectives salvajes y 2666), representa un ejemplo más de lo contrario. Estamos ante una narración exigente y lograda, con episodios emocionantes, muy distinta de las anteriores del autor, pero no menos afortunada. Andrés Ibáñez se enfrenta a una empresa sumamente ambiciosa, ¡cuenta tantas historias y da vida a tantos personajes!, y sale airoso. Si se hubiera tratado de otro autor, se le podría haber reprochado acaso cierto oportunismo (feminismo, patriarcado, misoginia…), sin que por ello se niegue lo que de cierto pueda haber en estas justas reivindicaciones, en la lucha por el respeto y la igualdad. Pero no me agradan los escritores que cultivan las modas, las corrientes de pensamiento dominantes, las que socialmente están bien vistas. También quiero recordar que el autor siempre se ha mantenido al margen de todo tipo de oportunismos y afanes de medro. Sigamos. Con todo, a veces resulta inverosímil lo que cuenta o afirma ("toda España estaba por esa época leyendo a Krause", página 760); así como el sostenido amor de Inés por don Luis, tal y como se cuenta en el capítulo 98; abusa, además, de las coincidencias, por mucho que aceptemos el pacto de lectura, la suspensión de la credulidad, como pedía Coleridge a comienzos del XIX. Y todo ello, a pesar del "yo lo vi", como en el grabado de Goya, que sostiene en un momento dado la protagonista.

El autor, en las entrevistas que ha concedido con motivo de la publicación de esta obra (en una de ellas, recuerda una frase de Hemingway que todo escritor ambicioso debería tener presente: solo hay que escribir —como un reto— los libros que nadie ha escrito, corriendo los riesgos de llevar a cabo la empresa), ha insistido en que —siendo su relato muchas cosas diferentes: entre ellas una historia de las mujeres españolas heterodoxas, progresistas, de aquellas que no aceptaron "estar en su sitio", de una mujer que acaba dándose cuenta que fue multitud—, en esencia se trata de una novela, de una ficción, que cuenta una gran historia, sustanciosa, inteligente y amena, en la que un escritor se mete en la piel de una mujer que vive contra corriente para contar los distintos avatares de su vida a lo largo de muchos siglos. Me ha llamado la atención que Andrés Ibáñez se considere un autor maldito, desconocido y fracasado (se lamenta en una entrevista), cuando aquellos que conocen la historia literaria y apuestan por la mejor narrativa del presente, lo consideran un autor imprescindible, uno de los mejores del siglo XXI.

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Acabo. No quiero dejar de advertir que resulta imposible, en el espacio de que dispongo, dar cuenta de todas las historias y matices que atesora esta novela, por lo que habrá que volver a ella en otra ocasión, para tratarla con mayor detenimiento.  

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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