Los 'Diarios' de Chirbes: buenos ratos perdidos
Diarios. A ratos perdidos 5 y 6
Rafael Chirbes
Anagrama (Barcelona, 2023)
Esta tercera y última entrega de los diarios de Chirbes (1949-2015) recoge las anotaciones que fue haciendo en distintos cuadernos entre el 2007 y el 2015, sus últimos ocho años de vida, pasadas a limpio en el 2014. Una vez más, Chirbes se ocupa de lo privado y de lo público, de su salud, con frecuentes atisbos del hipocondríaco que era. No en vano, en estas páginas está muy presente el insomnio, la angustia y la depresión [se define, en el 2008, como un viejo rojo depresivo, página 373]; pero también los vértigos que padece, la gota, una cierta sordera y, en otro orden de cosas, su ciclotimia, la soledad o la tentación del suicidio.
Trata, asimismo, de los viajes que emprende, a menudo por motivos profesionales; de la historia política y de la vida cotidiana, la comida, la cultura y, en especial, de la pintura (“la pintura es el arte que me proporciona los mejores momentos [con la literatura sufro]”, página 63), del cine y de la música (“la música te captura y te ata de pies y manos con un poderío que inexplicablemente se impone con mayor autoridad con que lo harían autores que admiras”, página 469). Pero, sobre todo, se refiere a la literatura, tanto a sus lecturas como al desarrollo de su propia obra, en especial de Crematorio (2007), Por cuenta propia. Leer y escribir (2010) y En la orilla (2013), esto es, dos novelas y un conjunto de ensayos.
Esta última novela entra muy tarde en escena, por lo que la gran protagonista del volumen es Crematorio, las muy diferentes reacciones que suscitó antes de su publicación (entre los lectores de confianza del autor, sorprende que Carlos Blanco Aguinaga —a quien consideró su maestro y de quien traza un buen retrato, con sus luces y sombras— no supiera apreciar el valor del libro) y luego, tras su aparición pública, cuando obtiene un reconocimiento casi unánime, entre ellos el Premio de la Crítica; o de periodistas tan exigentes como Carlos Boyero, lúcido y entusiasta defensor de la obra de Chirbes. El inesperado éxito de Crematorio en España, sorprendente para el propio autor, si bien su editor, Jorge Herralde (véase el elogio que le dedica, páginas 470 y 471), se había mostrado entusiasmado con la novela (página 86), coincide con el de La buena letra en Alemania. Pero, quizá, lo que más llame la atención sea el poco aprecio que Chirbes mostró siempre por una de sus mejores novelas, que consideró fallida, según se repite una y otra vez en las páginas del presente diario. Y a este propósito, en un momento dado se pregunta en qué libros suyos ha creído para responderse que en Mimoum, La buena letra y Los viejos amigos (página 47).
Por lo que se refiere a la literatura, tanto a la española como la universal, comenta tal cantidad de libros que resulta imposible indicarlo aquí (sí me gustaría destacar la brillante lectura que propone de los clásicos antiguos, página 262), pero sí podemos dejar constancia de unos pocos libros y autores por los que mostró aprecio: La Odisea; prefiere a Quevedo y Gracián, cuyas obras exalta, frente a Góngora, “pero ante el que me rindo, por maestro” (página 298); Chejov, Conrad, Karl Kraus, Alfred Döblin, Joseph Roth, Dos Passos, Jünger, Zweig, Jane Bowles (“a la que considero la mejor novelista del siglo XX americano”, página 508), Alejo Carpentier, Kapuscinski, algunas de las novelas sobre la Gran Guerra, Vasili Grossman, Alice Munro... Con todo, para Chirbes “los titanes” de la narrativa contemporánea son: “Balzac, Proust, Musil, Tolstoi (“cada vez que la he leído [Guerra y paz] he sabido que estaba en lo más alto”, página 205) y Faulkner”, a quienes ahora desea sumar a Ramiro Pinilla. A la vez que nos recuerda quiénes son, en su oponión, los principales eslabones de la tradición novelesca española: La Celestina, Bernal Díaz del Castillo (“No creo que haya en toda la literatura española un texto [se refiere a la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, 1632] tan desolador y una ambición literaria tan grande: captura el mundo entero”, página 775), Cervantes, Galdós, Unamuno (“Unamuno tuvo mucho de maestro para mí (…), maestro espiritual de mi adolescencia”, páginas456 y 457), Chaves Nogales, Sender, Max Aub, Marsé, Álvaro Pombo y Miguel Sánchez-Ostiz. En suma, la que denomina la “querida escuela del descreimiento, de la que uno querría sentirse heredero” (página 310). Aunque en esta lista se echa de menos el nombre de Miguel Espinosa. Por el contrario, Chirbes no está de acuerdo con quienes han contribuido a crear una literatura aislada del mundo exterior y que solo se justificaba desde el propio arsenal literario (página 495). Fue un lector muy lúcido, entusiasta o crítico, en ocasiones muy acerado, cuando creía que tenía que serlo. Así, se muestra muy incisivo con algunos de sus contemporáneos, tanto con sus obras literarias como con sus posturas políticas. Es de lamentar que sea precisamente este aspecto de sus diarios el que más haya llamado la atención de algunos.
A la crítica y a los críticos se refiere en varias ocasiones, de forma poco complaciente, aunque en el momento que exalta La Fiera Literaria pierde credibilidad. Me quedo, en cambio, con lo que señala que debería ser un buen crítico literario (dada la extensión del comentario, no puedo traerlo aquí, pero puede verse en las páginas 314 y 315). Y me consta que apreció mucho a críticos como Santos Alonso o Ángel Basanta, por solo citar a unos pocos.
Confiesa que escribe en el diario cuando no tiene ganas de ponerse con un relato de ficción, pues lo concibe como el lugar donde anotar sucesos, ideas y pensamientos que luego podría volcar en sus narraciones. Se ocupa, además, de los diarios de otros autores (sean Bulgákov, Jünger, Joe Orton, a quien critica, Cheever, Juan Bernier [“Hacía tiempo que un libro no me provocaba tanto malestar, no me planteaba tantas preguntas incómodas”, página799] o de los de Carmen Martín Gaite, los Cuadernos de todo que Chirbes prologó.
También le dedica mucho espacio a la sequía creativa que sufre durante el tiempo que transcurre entre sus dos últimas novelas, cuando está convencido de que ya no volverá a escribir más. Ni faltan en estas páginas algunos de sus clásicos motivos: la obsesión por las ratas, la idea del hombre como un saco de vísceras, o la convicción –sobre la que volveremos– de que un último acto puede honrar toda la vida.
Creo que es en este volumen donde se refiere por primera vez a Santa Olalla, el mejor profesor que tuvo en la Universidad, quien tantos buenos libros de arte les recomendaba: “fue –comenta– un hombre atormentado, dotado de extrema sensibilidad (…), uno de los pocos maestros que he tenido en la vida” (página 274). Y respecto a la disciplina de la Historia, la carrera que Chirbes estudió en la Complutense, consideraba a Ferdinand Braudel y Pierre Vilar sus maestros, junto con “las enseñanzas de Marx y las de la escuela francesa [de los] Annales” (página767).
Respecto a la política, su bestia negra fue, derecha aparte (“Sois adorables, queridos peperos, una banda de atracadores. Organización para el crimen”, página 948), el socialismo español, y más en concreto, lo que llama con desdén el zapaterismo; pero también el nacionalismo catalán; y ambos por la sinuosidad de su doble lenguaje, entre otros motivos (páginas 65, 202 y 607). Pero en cuestiones políticas nunca se mostró complaciente, ni siquiera con aquellos cuya ideología pudiera acercarse más a la suya, ya se trate de Izquierda Unida (“mi carácter y mi formación me llevan más allá de Izquierda Unida”, página 326), ya de Podemos o Compromís. Cuando estos últimos le piden que intervenga, se niega: “Son tiempos de estar callados”, concluye, pues “ni siquiera voto” (páginas 162 y 326). Chirbes pensaba –con razón– que la gente de la izquierda tenía que mostrarse crítica –sobre todo– con los suyos, y no comulgar con ruedas de molino... Véase, al respecto, en una entrada del 2008, el comentario que le dedica a Público, que lee a diario: “Ahora mismo no creo que haya un periódico tan inmoral en España” (páginas 362 y 363).
La relación que mantiene con Paco abarca mucho espacio en el diario, prueba de lo importante que fue para él, quien lo acompaña en el traslado desde Extremadura, ocupándose de la intendencia de la casa, del cuidado de los animales y del jardín de Beniarveig. En estos años, Paco anda con la salud muy quebrada, con deseos de morirse, un proceso de degradación que irá alarmando a Chirbes. A ello se suma el peso que supone el mantenimiento de la casa en las afueras del pueblo, “una casa tomada”, como la denomina (página 795). Y a este respecto, son memorables las páginas en las que se refiere al trato con sus animales, en especial con gatos y perros.
Más de un lector no dejará de preguntarse si no hubiera vivido con menos preocupaciones y más comodidad en Madrid, Barcelona, ciudad que elogia (página 431), o la misma Valencia, con la que se muestra muy crítico, aunque luego comentará: “no hay en España dos ciudades con tanta personalidad como Sevilla y Valencia, ni tan distintas” (página 378). Es probable que la decisión de instalarse en una vivienda de ese tipo se debiera a las necesidades de Paco, quien acabó volviendo a Valverde en el 2010, sin que lleguemos a saber qué fue de su vida. Aquí nos encontramos también al Chirbes más humano: se emociona, sufre, confiesa en algún momento que se le saltan las lágrimas, busca la felicidad, se encona con los demás, y se preocupa y compadece de los más desfavorecidos, a quienes donó –no se cuenta en el diario– el dinero de alguno de los premios recibidos. Se trata, en suma, de un Chirbes visto a través de los sentimientos que le suscitan los demás.
Hay también cierto empeño por dar con su identidad, ya sea lingüística (recuérdese que si el valenciano fue su lengua familiar, el castellano se convirtió en la lengua de educación y cultura, en la que compuso toda su obra), ya –digamos– geográfica: aunque se consideraba valenciano, se educó en Castilla, hizo la carrera en Madrid, donde luego trabajaría como librero y periodista; fue profesor en Marruecos, residió en Extremadura y, finalmente, se instaló en la provincia de Valencia. Además de recorrer medio mundo haciendo reportajes o presentando sus libros. La identidad sexual la tuvo clara siempre y aquí, como en los volúmenes anteriores, resulta omnipresente su homosexualidad, aunque alude a otro tipo de encuentro erótico, tras mantener un trío con una “enorme brasileña” y un amigo (página 562). Sin embargo, también deja claro que existe una “literatura de maricones que tanto odio” (página 452), aunque elogia mucho Contra natura, la novela de Álvaro Pombo.
Algunos lectores se preguntarán por qué han interesado tanto los diarios de Chirbes. Es probable que haya sido por lo que tienen de creativos, por la manera de contar su vida y encarar las artes, la literatura, tanto la propia como la ajena. Así como por la rabia con la que escribe, unas veces contenida y otras más explícita, o por la mezcla de lucidez, arbitrariedad y humor de que hace gala su carácter. Al fin y a la postre, Chirbes fue un pesimista autocrítico. No en vano, se pregunta: “¿no es la misión de un escritor contar su tiempo?, ¿no tienen mis novelas algo rancio, mohoso? Huyendo de lo trivial, se me ha escapado lo vivo” (página 179). Y más adelante, insiste: “Autocrítica: vida tirada. Siempre todo a medias, nada con rigor, con orden, perpetuo autodidacta: es el confuso signo de mi vida” (página 243). Diría que todo ello le proporciona fuerza a su escritura, autenticidad, belleza y verdad (véase lo que comenta sobre la verdad, páginas 230, 232, 575, 711 y 911), tanto en sus diarios que ahora nos ocupan, como en sus novelas.
Entre las muchas reflexiones inteligentes que le dedica a la escritura, entresaco estas dos: “la buena literatura es capaz de enseñarnos a la vez una cosa y la contraria, capta lo contradictorio (…), todo eso que la vida real es incapaz de brindarnos (…), lo consigue la literatura, que lo da todo, y todo al mismo tiempo” (página 464); o bien: “un escritor –¡y, sobre todo, un novelista!– debe ser sismógrafo del tiempo que le ha tocado vivir” (página 508). No en vano, repite una vez más que es en sus libros donde mejor había dejado dicho lo que pensaba (página 102), afirmación que deberíamos entender como la invitación a una lectura atenta.
A pesar de que el autor se consideraba “el peor autor de diarios de la historia” (página 443), pocas veces he sentido tanto que se acabara un libro, los tres volúmenes, quizá porque he tenido la impresión de estar ante uno de los mejores diarios escritos en lengua española (quizá junto a los de Max Aub, Gonzalo Torrente Ballester, José Jiménez Lozano, Ricardo Piglia, Miguel Sánchez-Ostiz y Andrés Trapiello) y también uno de los mejores que he leído en lengua alguna.
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Para concluir, vuelvo a una idea anterior, al pensamiento de Petrarca de que “un bel morir tutta una vita onora”, a cómo un último acto puede dar sentido a toda la vida. Así, Chirbes escribió al respecto (páginas 155, 228 y 229): “Señor, líbranos de los humillantes preámbulos de la muerte. Ayúdanos a morir bien, un infarto de noche, una embolia rápida, qué se yo, y en caso de que la cosa se tuerza, danos valor para saber poner con dignidad la palabra fin en la pantalla”. No debió vivir como quiso, nadie goza de semejante privilegio, pero creo que sí murió como había decidido, dejando una obra inmensa, cuyo valor quizá no llegó a calibrar del todo, pero que nosotros, sus lectores, sí valoramos en su justa medida.
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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.