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'Aventuras en democracia', el ensayo que nos recuerda la responsabilidad política que tenemos cada uno

Detalle de la portada de 'Aventuras en democracia'

Erica Benner

La democracia es algo vivo, que respira. Y Erica Benner ha pasado toda una vida pensando en el papel que juegan los ciudadanos comunes para mantenerla viva: desde su infancia en el Japón de la posguerra, donde la democracia fue impuesta en un país vencido, hasta trabajar en la Polonia postcomunista, con sus repentinas brechas de riqueza y seguridad. Este libro se basa en sus experiencias personales y en un exhaustivo recorrido histórico para replantear algunas de las preguntas más difíciles que enfrentamos hoy en día.

Desafiando los mitos bien trillados del triunfo heroico sobre la tiranía, Benner revela las vulnerabilidades inevitables del poder del pueblo, invitándonos a considerar por qué vale la pena luchar por la democracia y el papel que cada uno de nosotros debe desempeñar.

infoLibre adelanta un extracto de este título, que llegará el 10 de septiembre a las librerías de la mano de la editorial Crítica.

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¿Se pueden unir las señoras al club?

En casi todas las democracias actuales, plenas o imperfectas, hay amplios sectores de la clase dirigente para los que el feminismo y otros tipos de igualdad de género forman parte de una estrategia para corromper a la sociedad y dividir al demos en fragmentos subdemocráticos obsesionados por la identidad. Aproximadamente la mitad de las personas que conozco dicen que las mujeres y las personas no blancas alcanzaron la igualdad cuando consiguieron el voto y otros derechos políticos. Afirman que las nuevas luchas por una igualdad aún mayor ponen en peligro la democracia. Al reclamar más para las mujeres y otras «minorías» menos favorecidas, estas nuevas luchas sobrepasan todo tipo de límites y usurpan la parte de la igual libertad que les corresponde a los hombres blancos. Los que dicen esto no son todos hombres blancos viejos. Muchos son jóvenes. También hay algunas mujeres. Como las democracias se desmoronan cuando uno se limita a ignorar las opiniones que chocan con las suyas, y como muchos de los que sostienen esto son buenos amigos míos, quiero tratar de entender de dónde viene.

Si la igual libertad y un amplio reparto del poder son los principios más básicos de la democracia, los primeros gobiernos populares de los que se tiene constancia no fueron verdaderas democracias. Eran monopolios esclavistas masculinos. Y lo mismo es válido para la mayoría de las democracias a lo largo de la historia: enclaves democráticos patriarcales dentro de un mundo patriarcal más amplio que frustraba cualquier intento de compartir el poder con el segundo sexo. La República de Córcega concedió el voto a las mujeres en 1755, pero fue anulado en 1769 cuando los franceses se anexionaron el país insular. Cuando Francia se convirtió en una república cruzada veinte años más tarde, sus dirigentes rechazaron las peticiones de extender la liberte, la egalite y la fraternite a las personas con útero. Nueva Jersey retiró el derecho a voto a las mujeres en 1807, tras habérselo concedido en 1776.

Ese mismo año revolucionario, John Adams, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, recibió una carta de su esposa Abigail en la que le instaba a que «te acuerdes de las damas y seas más generoso y favorable con ellas que tus antepasados». Y le amenazaba, quizá con ánimo juguetón, aunque quién sabe, con que, de no ser así, «estamos decididas a fomentar una rebelión y no nos someteremos a ninguna ley en la cual no tengamos ni voz ni representación». John respondió: «No puedo dejar de reír». Le informaba a su esposa de que los aires revolucionarios estaban creando agitación en todas partes y que se decía que «los niños y los aprendices eran desobedientes... las escuelas y los colegios se volvían turbulentos... los indios despreciaban a sus guardianes y los negros se habían vuelto insolentes con sus amos». Solo la mano firme del hombre (blanco) podría poner orden en el caos. «Tenlo por seguro. Sabemos hacer algo mejor que derogar nuestros sistemas masculinos.»

El primer país en aprobar el derecho a voto para todas las mujeres fue Nueva Zelanda, en 1893. Poco a poco, con muchos titubeos y duras batallas callejeras, protestas, encarcelamientos, intimidaciones y humillaciones, lo irían siguiendo otros. En 1906, Finlandia se convirtió en el primer país europeo en conceder el derecho a voto a las mujeres y el primero del mundo en otorgar a todos los hombres y mujeres el derecho a voto y a presentarse a las elecciones; un año más tarde, los pioneros finlandeses eligieron a las primeras mujeres parlamentarias del mundo. En el otro extremo del espectro del progreso, Suiza, una de las democracias más longevas, no reconoció el sufragio femenino a nivel federal hasta 1971, mientras que el cantón suizo de Appenzell Innerrhoden, architradicionalista, no lo hizo hasta 1991.

La idea de que los hombres son más aptos que las mujeres para gobernar está profundamente arraigada en el manual de la democracia

En vista de sus audaces eslóganes igualitarios, cabría esperar que la democracia fuera mucho más favorable a la igualdad de género que otras formas de gobierno, pero la historia nos cuenta que no es algo tan sencillo. La idea de que los hombres son más aptos que las mujeres para gobernar está profundamente arraigada en el manual de la democracia. Comienza cuando Teseo secuestra y mata a las reinas guerreras amazonas, un feminicidio fundacional que se convirtió en un motivo de orgullo en los mitos democráticos de Atenas, ya que demostraba que los hombres habían conseguido el monopolio del poder de forma limpia, tras una prueba de fuerza física y astucia. Tras haber puesto en su lugar a las mujeres mortales, el poder femenino adquirió una forma más abstracta y divinizada: una estatua de bronce de Atenea, diosa de la guerra y la justicia, se alzaba sobre la Acrópolis como protectora de la incipiente democracia. Sin embargo, la divinidad tutelar de Atenas les ahorró a las mujeres de carne y hueso la carga de compartir el poder en la polis, dejándolas libres para hacer lo que los mortales más alaban de su sexo: agradar, salvaguardar su virginidad hasta el matrimonio, dar a luz a los hijos de su marido (¡y de nadie más!) y llevar una casa.

La historia fundacional de la República de Roma también incluye un acto de violencia machista contra una mujer. Esta vez, sin embargo, nuestros héroes estuvieron del lado de la mujer. Se trataba de un grupo fraternal de nobles que pusieron fin a la degenerada monarquía de Roma después de que el hijo del rey Tarquinio violara a una noble, Lucrecia, quien se suicidó por vergüenza. El relato presentaba a la nueva república como un protectorado masculino de las mujeres vulnerables. También servía como disculpa tardía por la violencia desenfrenada contra las mujeres en la primera fundación de Roma.

La leyenda cuenta que Rómulo, uno de los gemelos fundadores, era un supermacho alfa secuestrador y violador que hacía que el ateniense Teseo pareciese un caballero. Tras cometer un acto fratricida fundacional, asesinar a su hermano gemelo Remo, que no había hecho nada malo salvo aguardar a tener su parte en la dirección del gobierno, Rómulo convenció a su variopinta banda de delincuentes, piratas y matones para que secuestraran en masa a las mujeres de la tribu de los sabinos. «Si no lo hacemos, nos extinguiremos pronto, así que venga, muchachos, ¡coged una chica y procread», tal fue su razonamiento. Para cuando varios siglos más tarde llegaron los vengadores de Lucrecia y pusieron a Roma en la senda de un gobierno más democrático, el machismo ya estaba bien asentado en la sociedad y la política romanas.

Cuando empecé a aprender sobre estas cosas en la escuela, me preguntaba si el nacimiento de la democracia fue algo bueno para las mujeres o no. La democracia ateniense acabó con el monopolio político de los ricos sobre los pobres y de los tiranos sobre todos, pero mientras ponía a unos 40.000 hombres de todas las clases al frente del gobierno, las mujeres quedaban peor que excluidas: a las atenienses de clase acomodada se las encerraba en casa, se casaban jóvenes y se las mantenía alejadas de los deportes y de los asuntos de la guerra. Sus hermanas de Esparta, el principal rival griego de Atenas y su enemigo acérrimo durante la guerra del Peloponeso, lo tenían mejor. Esparta no era una democracia, sino una oligarquía militar gobernada por unos 3.000 ciudadanos varones altamente adiestrados como guerreros.

Lo siento, chicas, pero la democracia es un club con su propia cultura, sus tradiciones y sus cosas a puerta cerrada que hacen que todo funcione

Sin embargo, las mujeres de estas familias dirigentes también se entrenaban para la guerra y el atletismo, y solían practicar desnudas delante de los hombres. Podían poseer y heredar propiedades, tenían mejor formación que la mayoría de las mujeres atenienses y se casaban entre los dieciocho y los veinte años, en lugar de a los trece o catorce. Le pregunté a Claire, mi única compañera de clásicas, qué preferiría si pudiera viajar en el tiempo a aquella época, acabar en Esparta, donde solo sería en parte desigual, o en la democrática Atenas, con su radiante cultura y sus comedias y tragedias, a las que probablemente no le permitirían asistir, ya que lo más probable es que el teatro estuviera vedado a las mujeres.

Durante mucho tiempo pensé que todos estos eran hechos históricos lejanos que tenían poco que ver con las luchas por la igualdad actuales. Ahora veo que la democracia siempre ha tenido dos lógicas en pugna que la impulsan en direcciones opuestas. Una se expresa en los principios de libertad, igualdad y reparto del poder universales. Estos principios son abiertos, inclusivos y generosos. La otra es la lógica de un club masculino. Lo siento, chicas, pero la democracia es un club con su propia cultura, sus tradiciones y sus cosas a puerta cerrada que hacen que todo funcione, una institución con las filas prietas, como lo era la mayor parte de Oxbridge en la época de Virginia Woolf. Si empezamos a cambiar las costumbres del club, ¿cómo acabará todo? ¿Con la muerte de la propia democracia?

He llegado a ver la historia de la democracia como una batalla constante entre estas dos lógicas. Por un lado, las ideas simples y radicales que subyacen a la democracia plantean un desafío, una pregunta constante y persistente: si todos los hombres (de nuevo, blancos) son iguales, libres y aptos para ser miembros de nuestra fraternidad democrática, ¿qué es exactamente lo que hace que las personas que no son hombres sean tan diferentes? Filósofos, dramaturgos y ensayistas ya se formularon esta pregunta en la antigüedad (capítulo 10) y muchos otros lo han hecho desde la era de las revoluciones democráticas, incitando a sus contemporáneos a justificar el concepto de club masculino o a descartarlo, personas como Virginia Woolf y Mary Wollstonecraft, la feminista británica que escribió Vindicacion de los derechos de la mujer durante los emocionantes primeros años de la revolución francesa e instó a los amigos del gobierno popular a empoderar a las mujeres y a los hombres de clase media. La mayoría ignoró sus argumentos, pero su libro, uno de los primeros dedicados íntegramente al «problema de la mujer», quedaría como un duro reproche a la incoherencia democrática.

Por otra parte, la cuestión radical sigue chocando con toda clase de mitos, costumbres arraigadas, prejuicios, deseos de control y emociones histéricas (¿está bien decir esto, teniendo en cuenta que hysterā significa «útero» en griego antiguo e «histérica» suele reservarse para las mujeres?), que reniegan de la igualdad. El concepto de club masculino, basado en hábitos, ansiedades, vanidades y sentimentalismos indiscutidos, no puede resistirse a intentar acallar la lógica racional más directa y pura de la igualdad democrática.

Pensemos en uno de mis filósofos favoritos de todos los tiempos, el inconformista ginebrino Jean-Jacques Rousseau, cuyos escritos contribuyeron a inspirar los movimientos democráticos que desencadenaron la revolución francesa. En 1755 publicó un impresionante ensayo sobre las causas de la desigualdad humana. Muestra que hay un total de cero buenas razones para situar a unos sectores de la humanidad más arriba o más abajo que a otros, solo un batiburrillo de racionalizaciones estúpidas, todas ellas descaradamente interesadas. Demuestra que las desigualdades entre ricos y pobres, entre Estados grandes y pequeños, entre pueblos colonizados y opresores coloniales están destruyendo nuestra especie y sus relaciones con otros animales y con la naturaleza. Sin embargo, como para ilustrar cómo los beneficios del club masculino pueden sesgar un razonamiento excelente, cuando Rousseau añade a las mujeres a la ecuación, este pensador maravillosamente lúcido pierde el norte.

'Antología poética de la copla flamenca. Una aproximación al flamenco a través de sus letras'

'Antología poética de la copla flamenca. Una aproximación al flamenco a través de sus letras'

El argumento sería más o menos como sigue: ¡Claro que las mujeres son iguales a los hombres! Absolument! Simplemente son iguales de una manera diferente; en algunos aspectos mejores, en realidad: las señoras son mucho más agradables, se comportan mejor en general (y son tan guapas...) [Nótese cómo la rigurosa lógica masculina se desintegra]. Su vocación natural es ser compañeras del hombre. Evidentemente. Lo que las encauza hacia actividades que las convierten en buenas sirvientas, ¡uy!, quiero decir en iguales (incluso superiores en las virtudes más ligeras y en belleza) a los hombres. Naturalmente, su vocación también confiere a la igual dignidad humana de las señoras un aire diferente. Significa comportarse de una manera sumisa y coqueta que hace que los hombres se hinchen como gallos para poder disfrutar al máximo de su tipo masculino de igual dignidad diferente-pero-igual.

¡Merci, señoras, sois las mejores, no podría haber igualdad revolucionaria radical sin vosotras! Me quedé abatida la primera vez que leí las disparatadas excusas de mi amigo Jean-Jacques para convertir a las mujeres en juguetes sexuales y fregonas de retretes de la democracia masculina. Mary Wollstonecraft estaba aún más horrorizada por su traición. Ahí estaba ella, en medio de una agitación democrática mundial que tenía una oportunidad de oro de incorporar a las mujeres como iguales, y ahí estaba Rousseau, ya muerto pero venerado como el filósofo mascota de la revolución, dando un portazo y diciendo a las mujeres que su mayor honor residía en halagar los egos masculinos.

Por suerte para las futuras feministas e igualitaristas, Mary decidió rechazar el sexismo de Jean-Jacques sin desdeñar todas sus ideas. Retomó sus argumentos a favor de la igualdad humana y los extendió al sexo subordinado descartando sus ideas sexistas de última hora. En esto estoy con Wollstonecraft: las buenas ideas son para todos, las encuentres donde las encuentres. No dejaría que el profesor Tony me dijera que las niñas no pueden entender la historia dominada por los hombres y no creo que los filósofos varones, sexistas o no, no tengan nada valioso que decir a todos los seres humanos. Estaría bien, por supuesto, que devolvieran el favor y admitieran que los no hombres pueden comprender verdades básicas sobre nuestra humanidad compartida que no son tan obvias para ellos.

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