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El error Morante y el futuro de la tauromaquia

Antonio Campuzano

Asentada la realidad pública y de representación política de Vox, tras las elecciones andaluzas del 2 de diciembre, uno de los apoyos de más notoriedad mediática a la formación de reciente epifanía es el del torero José Antonio Morante de la Puebla. La relación de Morante con un partido que incluye la defensa de la tauromaquia en su prontuario no resulta forzada, máxime cuando la profesión del relacionado está siendo satanizada por otros partidos políticos hasta pedir su prohibición como espectáculo. Pero la proximidad de matadores de toros con políticos concretos o con siglas muy identificadas se han quedado en manifestaciones tibias cuando se comparan con la actitud de Morante respecto de Vox y Santiago Abascal, su más connotado líder.

La entrega y el vuelco del torero con el logotipo y su principal icono, con exhibición externa e implicación logística, supera cualquier comparación de relación ancilar y subordinada. Morante de la Puebla, en su disciplina profesional, representa una variante, una tendencia, conocida como artística, por decirlo para entendimiento de aficionados, indiferentes y detractores, para diferenciarla de aquellos diestros más valerosos pero de maneras y desempeños menos estéticas.

El torero de La Puebla siempre ha representado una discordancia, una excepcionalidad, una corriente polémica y en cierto modo valedora de ortodoxias y purezas, que significaba una rareza y un asentamiento en medio de un espectáculo rutinario y amenazado no ya por la presión denigratoria externa sino por la propia obsolescencia de la organización taurina. Quiero ello decir que el torero sevillano hace una doble manifestación de afirmación constitucional de defensa de la tauromaquia, pero arrastra y prende su acción de voluntad con una militancia que une su destino al del partido Vox.

Probablemente se trata del caso más esclarecedor sobre las intenciones políticas de un primer espada del universo taurino. Al final de la guerra civil, la polarización cruel que significó la contienda y la recuperación de los toros en el inicio de lo que sería un régimen dictatorial de cuatro décadas, la afinidad de los toreros con el estado nacional no era infrecuente. Marcial Lalanda parecía más cercano a la lealtad franquista, como el alejamiento de los hermanos Dominguín no era dudoso de escasa simpatía con el sistema de gobierno imperante. La calidez de amistad de los Dominguín con Picasso generaba sarpullido en esos círculos del franquismo. José Tomás mantiene su hermetismo y uno de los síntomas de su aura de misterio pasa por la negativa a brindar toros al emérito rey Juan Carlos. Pero estos acercamientos/alejamientos a la incitación política son tangenciales, no pasan del hecho puntual, de la fricción ocasional para evitar la influencia para siempre.

Todo lo contrario ofrece la impresión con Morante, que une su necesidad de defensa de la tauromaquia con un impulso de compromiso con una opción definida en el campo de las relaciones públicas. A partir de ahora, las comparecencias de Morante en los ruedos salpicarán de todo lo extra  profesional imaginable para convertirse en performances donde lo grotesco, incluso lo bufón, tendrán su acomodo. No cabe duda que en el toreo de las últimas décadas, Morante ha representado y aún conserva vigencia de epígono de la interpretación más genial de las suertes de ejecución del toreo, considerado con toda justicia un artista de la lectura de esta disciplina, con manejo de una gestualidad y propietario de una liturgia verdaderamente singular.

Lo mismo, en la literatura, se ha dicho, por ejemplo, de Céline, quien ocupa un lugar destacado en la historia de la virtud literaria del siglo XX, pero compensada negativamente por su inclinación en la discrepancia defensiva del antisemitismo, que le haría participar en alineaciones emocionales con los fascismos en boga. El vuelco íntimo de Morante con Santiago Abascal puede desnaturalizar mucho una idea de la tauromaquia como un bien aún protegible. Si para los prohibicionistas ya representaba una anomalía de desprecio por la vida animal, la carga política que supone tan estrecho matrimonio entre la visceralidad política y la notoriedad de un torero de renombre puede desembocar en una construcción factual que aparque los toros definitivamente como una manifestación marginal que configure para siempre una orquestación alejada de las emociones, de la plasticidad y de la estética. _________

Antonio Campuzano es socio de infoLibre

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