El hermano de Juan Guerra y el otro

Verónica Barcina Téllez

Hubo un tiempo en que los mítines eran muy del agrado del público. Tan sólo pasaban lista, y repartían banderitas y bocadillos para llenar autobuses, nostálgicos de la dictadura como Fraga y Blas Piñar, esperanzados durante unos años en la resurrección del caudillo. Al resto de los mítines, festivos y reivindicativos, no había que llevar gente en contra de su voluntad para garantizar el lleno de grandes recintos: la militancia no fallaba y el pueblo acudía a escuchar discursos frescos y actuaciones musicales de la más rabiosa actualidad.

En los primeros años de la transición, algo que se decía socialista competía con algo que, a pesar de sus raíces franquistas, se decía de centro demócratico. La derecha con complejos era algo minoritario que erizaba los vellos a gente de pueblos y aldeas, también a quienes, habitando en las capitales, fueron testigos de cómo las fuerzas de seguridad y la justicia se acostaron un día fascistas y, por magia o milagro, amanecieron democráticas al siguiente. Suárez y González levantaban pasiones, ambos tan resultones y de florida labia.

Siguiendo el patrón policial, González y Guerra se repartieron los papeles: Felipe hizo de poli bueno y Alfonso de poli malo. El público quería que ganara, 40 años después, la policía de un Estado democrático y de derecho recién estrenado. Alfonso era un encantador de serpientes capaz de ahuyentar a los dóberman del franquismo y de levantar al pueblo descamisado de sus asientos para aplaudir hasta desollarse las manos gritando a voz en grito lo que había callado durante los años marcados por el terror de la dictadura de Franco.

El tándem populista tardó poco en conseguir una aplastante mayoría absoluta en las urnas, a mayor gloria del marco alemán y del dólar americano que habían puesto en ellos toda su fe y sus esperanzas. Fue el principio del fin, que se precipitó al quitarse la máscara el “socialismo” en el referéndum de la OTAN. Con la perspectiva de cuarenta años, hoy se constata que la frase “el que se mueva no sale en la foto”, pronunciada por Guerra, no provenía del presumible legado estalinista, sino de la más reciente herencia del franquismo.

Fue el principio del fin, que se precipitó al quitarse la máscara el “socialismo” en el referéndum de la OTAN

El respaldo democrático de 10.127.392 de votos y 202 escaños fue interpretado por Guerra como un cheque en blanco para hacer y deshacer en la Corte al modo de un virrey absolutista mientras González lucía en la tele sienes maquilladas de blanco canoso para aparentar desgaste y sacrificio. El virreinato socialista implementó políticas liberales que supusieron la implantación del contrato basura, la precariedad, la legalización de las ETT, los recortes al desempleo, el primer medicamentazo, la reconversión industrial, el ascenso de la beautiful people como clase social beneficiaria de estas políticas, la rebelión de los descamisados reprimidos con extrema dureza por la policía y dos huelgas generales.

En un clima de euforia e impunidad, a partir del caso Flickel vicepresidente Guerra fue testigo privilegiado de la corrupción en su partido en el escándalo Filesa. Su despótica soberbia lo llevó a recuperar el nepotismo para la democracia que desembocó en el sonado caso Juan Guerra por el que se vio forzado a dimitir. A la corrupción económica se añadió la corrupción ética, moral e inhumana, además de pecuniaria, de los casos Roldán y GAL.

Dicen que el tiempo pone a las personas en su sitio. El hermano de Juan Guerra parece haber encontrado el suyo en plena decadencia vital, ideológica e intelectual. El otrora paladín de los descamisados presta su decrépita figura a 13 TV, El Hormiguero y tertulias montadas para azotar a los descamisados. Ideológicamente, el otrora icono izquierdista del socialismo liberal, se ha atrincherado en el frente donde rabiosos aúllan los dóberman del franquismo renacido. A estos Guerra y González no los reconoce ni la madre que los parió.

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Verónica Barcina Téllez es socia de infoLibre.

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