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Librepensadores

Verdad, reparación y justicia

Ximo Estal Lizondo

"¿Que ha pasado para que mi joven cuerpo este aquí? Yo solo quería ser libre. Era libre. Tanto, que aún recuerdo cuando corría por el monte y el aire rodeaba todo mi cuerpo. El aire, eso es lo que falta aquí. No puedo respirar. No respiro. Estoy muerto. Han acabado con mi cuerpo, pero no con mis ideas. Por eso, esta muerte, esta soledad, esta gran cantidad de arena que me oprime, no podrá acabar conmigo. Sí, estoy muerto, pero vivo todavía. Vivo, en todos aquellos que quieren libertad, en todos aquellos que luchan por la libertad. Pero ellos ¿lo saben? ¿Saben, que estoy aquí?

Recuerdo cuando comenzó todo. Yo estaba en casa, terminando de vestirme, cuando en la calle había un gran jolgorio. Me asomé al balcón y vi cómo mis amigos, sus padres, hasta mi pobre abuelo, que siempre estaba taciturno, estaban contentos y gritando: "¡Viva la república!" Todos cantaban. Qué felices eran. Estábamos felices, veíamos la libertad, éramos libres, como cuando corría por los montes y el aire tocaba mis mejillas. ¿Duraría esta libertad? No lo sabía en esos momentos, pero cuando giré la esquina, bailando y con una mano balanceando la bandera republicana de lado a lado, vi a unos hombres y mujeres que me miraron de forma agresiva, ellas se santiguaban y ellos no paraban de repetir "reíd, reíd, que el que ríe el ultimo..." Una de las mujeres le hizo callar y se dieron la espalda. No me gustó cómo me miraron , algo me dio miedo, pero rápidamente se me paso, pensé que eran unos tontos que no les gustaba la fiesta y unos beatos amigos del cura. Por cierto, una persona que lo primero que hacia era pegarte una colleja cuando veía que, sin querer, blasfemabas, según él. Pero ¿Quién no ha dicho alguna vez "me cago en dios"? Mi padre lo dice siempre que mi madre le pega una bronca por algo que ha hecho mal, y es un buen hombre que se desvive por los demás. Menudo cura. Tampoco estaba muy contento, lo vi corriendo a la iglesia y cerrándose en ella.

Qué tonto fui. Debía haber hecho más caso a lo que veía. ¿Por qué cambió todo tan rápido? ¿Por qué nos quitaron la alegría, la felicidad? ¿Pero qué hicimos? Si la gente votó libremente, si el pueblo votó por el Frente Popular... ¿Qué demonios tenían contra los votos, contra la voluntad del pueblo, el poder económico, el eclesiástico? Tenía que haber estado atento a lo que veía. ¿Pero qué leches? Era feliz, era libre. Había ganado la república, el pueblo. El pueblo. Qué bonito es decirlo y qué malo es ver que su voluntad no puede nunca ganar mientras unos poderes que se consideran imprescindibles no están de acuerdo. Eso lo pienso ahora, que estoy bajo estas húmedas tierras, cuando estoy muerto. ¿Por qué lo hicieron? ¿No podían respetar las urnas?

A los pocos meses de aquel gran día todo cambió. La gente ya no sonreía. Pensaba que todo era un sueño, que todo pasaría pronto. Que el golpe de Estado solo sería la irracionalidad de unos pocos. ¿Cómo no iban a respetar lo que el pueblo había votado? Eso pensaba. Pensamientos de un joven. Porque eso era, un joven que aún no había cumplido la mayoría de edad, que tenía sueños, ganas de vivir, de libertad. Pero ellos. El maldito golpe de Estado. Me los quitaron. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué se portaron así? ¿Por qué el señor cura se ensañaba con aquellos que siempre le respetaron, aunque no fueran a misa, y ahora les castigaba a que se arrodillaran cuando el pasaba, que bajaran la cabeza e hicieran la señal de la cruz, y si no les golpeaba?

¿Por qué el rico del pueblo se pavoneaba vestido con una camiseta de color azul y con una escopeta por el pueblo, y lanzaba tiros al aire y no paraba de decir "¿y ahora quien ríe? Reíd, rojos de mierda, salid de vuestro escondrijo"? ¿Por qué? ¿Qué habíamos hecho? Pero si yo iba con su hijo a la escuela, si todos eramos del mismo pueblo, nos conocíamos. La gente corría de un lugar a otro, no se miraban, bajaban la vista. Todos corrían. ¿Y yo porque no corrí? Debí haberlo hecho. 

Recuerdo que bajaba por una cuesta que llegaba hacia mi casa, cuando de pronto me encontré con varios jóvenes, no tendrían más de 2 años que yo. No los conocía. No eran del pueblo. Vestían con camisas azules y llevaban fusiles. Cuando se acercaron a mé, uno de ellos me cogió con fuerza y me dijo: "reza con fuerza el padrenuestro". Yo estaba nervioso. ¿Por qué no salí corriendo? Ellos me golpearon y dijeron: "¿No seras un rojo de mierda?" Y yo les conteste, mirándoles a la cara: "Sí". ¿Por qué les contestaría? ¿No podía haberme callado? Pero no me callé. Mi abuelo me lo había enseñado, mis padres también. Me habían dicho: "Nunca calles cuando intentes defender tus ideales. Porque lo que nos distingue a los seres humanos de los animales es el pensar y el poder gritar nuestros pensamientos". Y eso fue lo que hice, decirles a grito pelado que sí, que era un rojo, un ser humano que luchaba por la libertad, que era libre y que no les tenía miedo. Que la libertad ganaría y ellos perderían. Cuanto más les gritaba, ellos más me golpeaban.

¿Por qué el ser humano puede llegar a ser tan despreciable?. Pensaba que este hecho tan humillante sería el último, pero me volvía a equivocar, aún quedaba lo peor. El odio pululaba por el pueblo como si fuera el pan de cada día. No había día que no apareciera un muerto o herido grave junto a la tapia del cementerio. No había día que alguien recibiera la noticia de la muerte de su ser querido en el campo de batalla. ¿Campo de batalla? Qué horrible palabra. ¿Por qué se tuvo que formar esta horrible guerra? Solo queríamos libertad e igualdad. ¿Por qué no nos dejaron?

Inocente de mí, pensaba que todo pasaría muy pronto, que todo volvería a la normalidad. Cómo me equivoque. Fue a peor, y lo peor me tocó a mí, a mi familia. Primero se llevaron a mi padre, después le rasuraron el pelo a mi madre y, por último, nuevamente aquellos falangistas que me golpearon días atrás, vinieron a por mí. Era una noche cerrada, hacia mucho frío, acababa de dejar de llover. Iban cantando no sé qué canción y vestidos de falangistas. Tocaron en la puerta. Abrió mi madre y le empujaron gritando: "Venimos a por el rojo de tu hijo". Mi madre se puso frente a ellos, pero le golpearon con fuerza con la culata de los fusiles, una y otra vez, hasta que cayó al suelo. Me cogieron de los cabellos y me sacaron arrastrando a la calle. Una vez allí me ataron las manos con una cuerda y me subieron a una vieja camioneta. Pasados los primeros segundos, me senté junto a otro crío, como yo, que me tocó la cara y mirándome me decía con su mirada: "¿Por qué?". Yo le miré. Él agachó la cabeza y vi como de sus ojos brotaron unas lagrimas.

Volvió el silencio. No se oían ni nuestras respiraciones, solo el comentario irracional, insensato, humillante y vejatorio de esos falangistas que no paraban de insultarnos y de hacernos, sonriendo, la señal de la cruz y con sus manos disparaban a nuestras frentes. Al cabo de unos minutos, que fueron eternos, la camioneta paró. Abrieron la portezuela y nos bajaron a culatazos. Nos pusieron en fila con la espalda pegada a la pared de un paredón, vi cómo había agujeros y cómo aún había sangre en el suelo. Comprendí que nos iban a matar. ¿Por qué? ¡No habíamos hecho nada! El señor cura, con su crucifico, se iba acercando a cada uno de nosotros, hacia la señal de la cruz y nos acercaba el crucifico para que lo besáramos. ¡Qué hipocresía! Nos iban a asesinar y Dios lo consentía. ¡Hipócritas! ¿Pensáis que vuestro Dios lo hubiera permitido? ¿No dicen los mandamientos "No matarás"?

Yo, a igual que otros, me negué. Y el cura me pegó un cachete y me dijo: "Ateo, te morirás en los infiernos". ¿Qué infierno? El infierno era ver cómo por defender la libertad, cómo por expresar mis ideas, me iban a asesinar, me iban a quitar el derecho a vivir, no me iban a permitir envejecer y poder transmitir a mis hijos, a mis nietos, los deseos de libertad e igualdad. Eso sí que es un infierno. Cuando el cura, la falsa iglesia, se alejó, un militar con una gorra con una estrella, indicó: "Apunten, disparen, fuego". En esos segundos que las balas de los fusiles salieron de esos irracionales e insensatos y llegaron a nuestros cuerpos, miré a mis compañeros de paredón y les dije: "Somos libres".

Las balas llegaron a mi cuerpo, no sé si dos o tres. Sentí un frío mayor, sentí cómo mi cuerpo se estremecía e iba cayendo y cómo brotaba la sangre de mis piernas y de mi estómago. Caí, y mi cabeza chocó con el cuerpo inerte del otro joven que estaba junto a mí en la camioneta. Todavía estaba vivo, lo sentía porque oía voces. Oí pasos que andaban y paraban cada un cierto tiempo, y después un disparo. Al cabo de muy pocos segundos, oí cómo los pasos se hacían mas cercanos. Se pararon. Estaba junto a mí, lo sentí. Por eso, con los ojos abiertos y mirando a mi asesino, vi que apuntaba con su pistola a mi cabeza, apretó el gatillo y la bala llegó a mi cerebro. Ya no tenía frío".

Esto podría ser el relato y no ficción de aquellos jóvenes que, sin haber alcanzado incluso la mayoría de edad, fueron asesinados por la irracionalidad e insensatez del absurdo golpe de Estado que los militares, con la ayuda de determinados agentes económicos, la iglesia y la ultraderecha más conservadora provocaron para mantener sus privilegios y para acabar con la democracia y los valores que conllevaba el poder establecido: la República. República que ellos consideraban un enemigo. Quiero que sea este relato un alegato para que se cumpla ya la Ley de Memoria Histórica y se dé dignidad a los miles de seres humanos que todavía hoy están exigiendo desde las cunetas: verdad, reparación y justicia. _________________

Ximo Estal Lizondo es socio de infoLibre

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